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El calor se abatió sobre Alaïs en el instante en que salió de entre los árboles al espacio abierto del pantano. El sol le aguijoneaba las mejillas y el cuello, como mofándose de ella. Los tábanos y avispas se habían despertado con el calor, y sobre las charcas que flanqueaban el sendero planeaban enjambres de mosquitos, mientras la joven corría y tropezaba a través del inhóspito paraje.

Sus piernas, exhaustas, gemían de dolor, y el aliento le quemaba la garganta y el pecho, pero siguió corriendo sin parar. Sólo era consciente de la necesidad de alejarse tanto como pudiera del cadáver, y contárselo a su padre.

En lugar de regresar por el mismo camino, que quizá encontrara barrado, Alaïs se encaminó instintivamente hacia Sant-Vicens y la puerta de Rodez, que conectaba el suburbio con Carcasona.

Las calles estaban animadas y a la joven le costaba abrirse paso. El bullicio del mundo se le fue haciendo cada vez más presente, estruendoso e ineludible a medida que se acercaba a la entrada de la Cité. Intentó no oír nada y concentrarse únicamente en llegar a la puerta. Rezando para que las débiles piernas no le fallaran, siguió adelante.

Una mujer le dio un golpecito en el hombro.

– La cabeza, dòmna -le dijo serenamente. Su voz era amable, pero parecía proceder de muy lejos

Cayendo en la cuenta de que llevaba el pelo suelto y despeinado, Alaïs se ajustó rápidamente la capa sobre los hombros y se levantó la capucha, con las manos temblorosas por el agotamiento y la conmoción. Siguió avanzando poco a poco, cubriendo con la capa la parte delantera del vestido, con la esperanza de ocultar las manchas de barro, vómito y verde vegetación acuática.

Todos se movían a empellones, dando codazos y hablando a voces. Alaïs sintió que se iba a desmayar. Alargó una mano, buscando el apoyo de un muro. Los hombres de guardia en la puerta de Rodez hacían pasar con un simple movimiento de cabeza a la mayoría de los lugareños, sin hacer preguntas. Pero a los vagabundos, pordioseros, gitanos, sarracenos y judíos los paraban, les preguntaban qué iban a hacer en Carcasona y registraban sus pertenencias con más celo del necesario, hasta que una jarra de cerveza o unas cuantas monedas cambiaban de dueño y ellos pasaban a la víctima siguiente.

A Alaïs la dejaron pasar casi sin mirarla.

Las estrechas callejuelas de la Cité estaban inundadas de vendedores ambulantes, comerciantes, animales, soldados, herreros, juglares, esposas de cónsules con sus doncellas, y predicadores. Alaïs caminaba con la espalda encorvada, como si avanzara contra un gélido viento del norte, por miedo a ser reconocida.

Por fin avistó el familiar contorno de la torre del Mayor, seguida de la torre de las Casernas y las torres gemelas de la puerta del este, a medida que se desplegaba ante ella la figura completa del Château Comtal.

Una sensación de alivio le inundó la garganta. Lágrimas feroces le manaron de los ojos. Furiosa por su debilidad, Alaïs se mordió con fuerza los labios hasta hacerlos sangrar. Estaba avergonzada por haberse alterado tanto y resolvió no aumentar la humillación llorando donde pudiera haber testigos de su falta de valor.

Lo único que quería era estar con su padre.

CAPITULO 3

El senescal Pelletier estaba en una de las despensas del sótano, junto a las cocinas, terminando el inventario semanal de las reservas de grano y harina. Para su satisfacción, comprobó que no había nada mohoso.

Bertran Pelletier llevaba más de dieciocho años al servicio del vizconde Trencavel. Corría el frío invierno de 1191 cuando recibió la orden de regresar a su Carcasona natal para asumir el cargo de senescal del pequeño Raymond-Roger, que a sus nueve años acababa de heredar los dominios de la casa Trencavel. Llevaba cierto tiempo esperando el mensaje, por lo que acudió de buen grado, acompañado de su esposa francesa, gestante y de su hija de dos años. La humedad y el frío de Chartres nunca le habían gustado. Lo que encontró fue un chico maduro para su edad, desolado por la pérdida de sus padres, debatiéndose por sobrellevar la responsabilidad que había caído sobre sus jóvenes hombros.

Desde entonces, Bertran había estado junto al vizconde Trencavel, primero en casa del tutor de Raymond-Roger, Bertran de Saissac, y a continuación bajo la protección del conde de Foix. Cuando Raymond-Roger cumplió la mayoría de edad y regresó al Château Comtal para asumir la posición de vizconde de Carcasona, Béziers y Albí que legítimamente le correspondía, Pelletier estaba a su lado.

Como senescal, Pelletier era responsable del buen funcionamiento de la casa. Se ocupaba de la administración, la justicia y la recaudación de impuestos, efectuada en nombre del vizconde por los cónsules, que a su vez se ocupaban de los asuntos de Carcasona. Más importante aún, era el reconocido confidente, consejero y amigo del vizconde. Nadie tenía tanta influencia sobre el joven como él.

El Château Comtal estaba lleno de huéspedes distinguidos y cada día llegaban más: los señores de los castillos más importantes de los dominios de Trencavel, con sus esposas, y los más valientes y famosos chavalièrs del Mediodía. Los mejores juglares y trovadores habían sido invitados al tradicional torneo de verano, que se convocaba para la fiesta de Sant Nazari, a finales de julio. Teniendo en cuenta la sombra de guerra que se cernía desde hacía más de un año, el vizconde había decidido que el deleite de sus huéspedes fuera grande y que aquel torneo fuera el más memorable de su mandato.

Pelletier, por su parte, había resuelto no dejar nada librado al azar. Cerró la puerta del granero con una de las muchas y pesadas llaves que llevaba colgadas de un aro metálico en la cintura y se alejó por el pasillo.

– Ahora, la bodega -le dijo a François, su criado-. El vino del último tonel estaba rancio.

Pelletier recorrió a grandes zancadas el pasillo, deteniéndose brevemente para observar las salas por las que iban pasando. El almacén de la ropa blanca, oloroso a lavanda y tomillo, estaba desierto, como esperando la llegada de alguien que le devolviera la vida.

– ¿Están lavados y listos para la mesa esos manteles?

– Òc, messer.

En la despensa frente a la bodega, al pie de la escalera, unos hombres pasaban trozos de carne por la saladera. Después colgaban algunos cortes de los ganchos de metal que pendían del techo y metían otros en los toneles durante un día más. En una esquina, un hombre ensartaba setas, ajos y cebollas en cordeles y los ponía a secar.

Todos dejaron lo que estaban haciendo y guardaron silencio cuando entró Pelletier. Algunos de los criados más jóvenes se pusieron de pie desmañadamente. El senescal no dijo nada; se limitó a mirar, abarcando todo el recinto con su mirada aguda, antes de hacer un gesto de aprobación y proseguir su camino.

Estaba abriendo el cerrojo de la bodega, cuando oyó un griterío y ruido de carreras en el piso de arriba.

– Ve a ver qué ocurre -dijo en tono irritado-. No puedo trabajar con tanto alboroto.

– Òc, messer.

François se dio la vuelta y subió corriendo la escalera para investigar.

Pelletier empujó la pesada puerta y entró en la bodega, fresca y oscura, donde aspiró el perfume familiar de la madera húmeda y el olor punzante y agrio del vino y la cerveza derramados. Fue recorriendo lentamente los pasillos hasta localizar los toneles que buscaba. Cogió un vaso de barro de la bandeja preparada en la mesa y aflojó la espita. Lo hizo despacio y con cuidado, para no perturbar el equilibrio del interior del barril.

Un ruido fuera, en el pasillo, hizo que se le erizaran los pelillos de la nuca. Dejó el vaso. Alguien lo llamaba por su nombre. Alaïs. Había ocurrido algo.

Pelletier atravesó la estancia y abrió la puerta de par en par.

Alaïs bajaba la escalera a toda prisa, como perseguida por una jauría de perros, y François iba detrás de ella.