Una mano encallecida lo agarró por un brazo. Sintió que le levantaban la manga y que la afilada punta de una aguja le perforaba la piel. Como acababan de hacer ahora. Después, el ruido de un pestillo cerrándose y de una especie de cubierta, quizá una lona, que alguien extendía sobre su encierro.
La droga le circulaba por las venas, fría y placentera, anestesiándole el dolor. Neblina. Varias veces perdió y recuperó el conocimiento. Sintió que el vehículo aceleraba. Experimentaba náuseas cada vez que su cabeza rodaba de un lado a otro con las curvas. Pensó en Alice. Más que cualquier otra cosa, ansiaba verla. Decirle que había hecho todo lo posible. Que no la había traicionado.
Empezó a sufrir alucinaciones. Imaginaba las verdes aguas del río Eure, arremolinadas y turbias, inundándole la boca, la nariz y los pulmones. Intentó retener en la mente el rostro de Alice, sus ojos pardos de grave mirada, su sonrisa… Si podía conservar consigo su imagen, quizá todo saliera bien.
Pero el miedo a ahogarse, a morir en un lugar extraño que no significaba nada para él, fue más fuerte. Se perdió en la oscuridad.
En Carcasona, Paul Authié estaba en su balcón, contemplando el río Aude, con una taza de café en la mano. Había utilizado a O’Donnell como señuelo para atraer a François-Baptiste de l’Oradore, pero su instinto rechazaba la idea de hacer que ella le diera un libro falso. El muchacho descubriría el engaño. Además, no quería que viera el estado en que se encontraba la chica, porque comprendería que todo había sido una trampa.
Authié dejó la taza sobre la mesa y se remangó los puños de la impecable camisa blanca. Lo único que podía hacer era recibir personalmente a François-Baptiste, solo, y decirle que él mismo llevaría a O’Donnell al pico de Soularac y se la entregaría a Marie-Cécile, con el libro, a tiempo para la ceremonia.
Lamentaba no haber conseguido el anillo, aunque seguía creyendo que Giraud se lo había dado a Audric Baillard y que éste acudiría al pico de Soularac por propia iniciativa. Authié estaba seguro de que el viejo estaba en algún sitio, vigilando.
Alice Tanner planteaba más problemas. El disco que había mencionado O’Donnell lo intrigaba, tanto más cuanto que ignoraba su significado. Tanner había demostrado una habilidad sorprendente para mantenerse fuera de su alcance. Se les había escabullido en el cementerio a Domingo y Braissart, que el día anterior habían perdido la señal de su coche durante varias horas sólo para encontrarlo esa misma mañana, aparcado en el depósito de Hertz, en el aeropuerto de Toulouse.
Authié apretó el crucifijo entre sus dedos huesudos. A medianoche, todo habría terminado. Los textos heréticos y los propios herejes habrían sido destruidos.
A lo lejos, las campanas de la catedral empezaban a llamar a los fieles a la misa del viernes. Authié miró el reloj. Iría a confesarse. Absuelto de sus pecados y en estado de gracia, se arrodillaría ante el altar para recibir la sagrada forma. Entonces estaría preparado en cuerpo y alma para cumplir la voluntad de Dios.
Will sintió que el coche ralentizaba la marcha y abandonaba la carretera, para continuar por un camino rural.
El conductor iba con cuidado, virando bruscamente para evitar baches y socavones. Los dientes de Will daban unos contra otros con cada salto y sacudida del coche, mientras ascendían la cuesta.
Finalmente, se detuvieron. Se apagó el motor.
Sintió que el coche se balanceaba al salir los dos hombres y, a continuación, el ruido de las puertas cerrándose, como los disparos de un fusil, y el zumbido del cierre centralizado. Tenía las manos atadas a la espalda, y no por delante, lo cual complicaba las cosas, pero Will retorció las muñecas, tratando de aflojar las ataduras. Hizo algún pequeño progreso. Comenzaba a recuperar la sensación. Sentía una franja de dolor en los hombros, por haber estado tumbado durante tanto tiempo en una postura incómoda.
De pronto, el maletero se abrió. Will se quedó absolutamente inmóvil, con el corazón palpitante, mientras se abrían los pestillos del contenedor de plástico donde se encontraba. Uno de sus captores lo cogió por los brazos y otro por las rodillas. Lo arrastraron fuera del maletero y lo arrojaron al suelo.
Incluso en su estado drogado, Will percibió que se encontraban a kilómetros de la civilización. El sol era abrasador y había una agudeza y una frescura en el aire que sugería grandes espacios y ausencia de población humana. El silencio y la quietud eran extremos. No se oía ruido de coches ni de gente. Will parpadeó. Intentó enfocar la vista, pero había demasiada luz. El aire era demasiado transparente. El sol parecía quemarle los ojos, blanqueándolo todo.
Una vez más sintió el pinchazo de la hipodérmica en el brazo y la familiar caricia de la droga en las venas. Los hombres lo pusieron más o menos de pie y comenzaron a arrastrarlo cuesta arriba. El terreno era empinado, y Will podía oír la respiración trabajosa de sus captores y percibir el olor que despedían, mientras avanzaban dificultosamente con el calor
Sentía el tacto de la grava y las piedras del suelo; después, los peldaños de madera de una escalera tallada en la cuesta, bajo los pies que llevaba arrastrando, y finalmente la suavidad de la hierba.
Mientras volvía a sumirse en un estado de semiinconsciencia, se dio cuenta de que el sonido sibilante que tenía en la cabeza era el fantasmagórico suspiro del viento.
CAPÍTULO 66
El comisario de la policía judicial del departamento de Hautes-Pyrenées entró en el despacho del inspector Noubel, en Foix, y cerró la puerta de un portazo tras de sí.
– Más le vale que la pista sea buena, Noubel.
– Gracias por venir, señor. No lo habría molestado a la hora de comer, si pensara que el asunto podía esperar.
El comisario gruñó.
– ¿Ha identificado a los asesinos de Biau?
– Cyrille Braissart y Javier Domingo -confirmó Noubel, agitando un fax que había entrado minutos antes-. Dos identificaciones positivas: una poco antes del accidente en Foix, el lunes por la noche, y la segunda inmediatamente después. El coche lo encontraron ayer, abandonado en la frontera entre Andorra y España. -Noubel hizo una pausa para enjugarse el sudor de la nariz y la frente-. Trabajan para Paul Authié, señor.
El comisario apoyó su corpulenta figura sobre el borde de la mesa de escritorio.
– Lo escucho.
– ¿Ha oído lo que se dice de Authié? ¿Que lo acusan de ser miembro de la Noublesso Véritable ?
El comisario hizo un gesto afirmativo.
– He hablado con la policía de Chartres esta tarde, siguiendo la conexión de Shelagh O’Donnell, y me confirmaron que están investigando la relación entre la organización y un asesinato que tuvo lugar esta semana.
– ¿Qué tiene eso que ver con Authié?
– El cuerpo fue recuperado en seguida gracias a un soplo anónimo.
– ¿Algún indicio de que proviniera de Authié?
– No -reconoció Noubel-, pero hay pruebas de que se reunió con un periodista que también ha desaparecido. La policía de Chartres sospecha una relación.
Viendo la expresión de escepticismo en la cara de su jefe, Noubel se apresuró a continuar.
– La excavación en el pico de Soularac estaba financiada por madame De l’Oradore. Bien escondido, pero su dinero está detrás. Brayling, el director de la excavación, está difundiendo la versión de que O’Donnell desapareció después de robar unas piezas halladas en el yacimiento. Pero eso no es lo que creen sus amigos. -Hizo una pausa-. Estoy seguro de que Authié la tiene secuestrada, ya sea por orden de madame De l’Oradore o por su propia iniciativa.
El ventilador del despacho estaba averiado y Noubel transpiraba abundantemente. Podía sentir las manchas circulares de sudor extendiéndose como hongos bajo sus axilas.
– Son indicios demasiado débiles, Noubel.