Mientras Sajhë estaba en Mirepoix, Harif empezó a instruir a Alaïs en las ceremonias y rituales de la Noublesso. Para entonces, su capacidad de sanadora y mujer sabia era conocida. Había pocas enfermedades de la mente o el espíritu que no pudiera tratar. Harif le enseñó mucho acerca de las estrellas y de las pautas que se repiten en el mundo, basándose en la sabiduría de los antiguos místicos de su tierra. Alaïs se daba cuenta de que Harif tenía un objetivo más profundo. Sabía que la estaba preparando para su cometido, y también a Sajhë, y que por eso lo había enviado a adiestrarse.
«Mientras tanto, Sajhë pensaba poco en el pueblo. Retazos de noticias de Alaïs llegaban de vez en cuando a Mirepoix, llevados por pastores o parfaits, pero ella no iba nunca a verlo. Por culpa de su hermana Oriane, Alaïs era una fugitiva cuya cabeza tenía un precio. Harif le envió dinero a Sajhë para comprar un caballo, una armadura y una espada. Con apenas quince años, fue armado caballero. -Se interrumpió, vacilante-. Poco después, fue a la guerra. Muchos de los que en un principio se habían aliado con los franceses, confiando en su clemencia, habían cambiado de bando, entre ellos el conde de Tolosa. Esta vez, cuando pidió ayuda a su señor, el rey Pedro II de Aragón, éste aceptó su responsabilidad y, en enero de 1213, emprendió la marcha al norte. Junto con el conde de Foix, sus fuerzas combinadas eran lo bastante grandes como para infligir suficiente daño a las menguadas huestes de Montfort.
»En septiembre de 1213, los dos ejércitos, el del norte contra el del sur, se enfrentaron cara a cara en Muret. Pedro era un capitán valeroso y un buen estratega, pero el ataque falló y, en el fragor de la batalla, el monarca fue muerto por el enemigo. El sur había perdido a su líder. -Baillard se detuvo-. Entre los que luchaban por la independencia había un chavalièr de Carcassona, Guilhelm du Mas -prosiguió-. Luchaba muy bien. Era muy apreciado. Inspiraba a los hombres.
Su voz adquirió un extraño tono de admiración mezclado con alguna otra cosa que Alaïs no supo identificar. Sin darle tiempo a ahondar en el tema, Baillard siguió adelante.
– El vigésimo quinto día de junio de 1218, cayó el lobo.
– ¿El lobo?
El anciano levantó las manos.
– Oh, disculpa. En las canciones de la época, por ejemplo en la Cansó de la Crosada, a Montfort se le conoce como el lobo. Murió durante el asedio de Tolosa. Recibió un golpe en la cabeza, con una piedra lanzada por una catapulta que, según dicen, manejaba una mujer. -Alice no pudo reprimir una sonrisa-. Trasladaron su cuerpo a Carcassona y lo enterraron a la manera del norte. Su corazón, hígado y estómago fueron enviados a Sant Sarnin, y sus huesos a Sant Nazari, donde fueron sepultados bajo una lápida que ahora se encuentra junto al muro del crucero sur de la basílica. -Se detuvo un momento-. Probablemente la habrás visto durante tu visita a la Ciutat.
Alice se ruborizó.
– Yo… por alguna causa, no pude entrar en la catedral -reconoció. Baillard le lanzó una rápida mirada, pero no dijo nada más a propósito de la lápida.
– A Simón de Montfort le sucedió su hijo, Amaury, pero éste no era un comandante de la talla de su padre, y de inmediato empezó a perder las tierras que aquél había conquistado. En 1224, Amaury se rindió y la familia De Montfort renunció a sus pretensiones sobre las tierras de los Trencavel. Sajhë quedó en libertad de regresar a casa. Pierre-Roger de Mirepoix hubiese deseado conservarlo a su lado, pero Sajhë tenía…
El anciano se interrumpió, se puso de pie y se alejó un poco, bajando por la cuesta. Cuando empezó a hablar nuevamente, no se volvió hacia ella.
– Tenía veintiséis años -dijo-. Alaïs era mayor que él, pero Sajhë… tenía sus esperanzas. Miraba a Alaïs con otros ojos, ya no como un hermano a su hermana. Sabía que no podían casarse, porque Guilhelm du Mas aún vivía; pero aun así soñaba, tras haber demostrado su valor, que quizá podía haber algo más entre los dos.
Alice vaciló un momento, pero finalmente se acercó a él y se situó de pie a su lado. Cuando apoyó su mano en el brazo del anciano, éste se sobresaltó, como si hubiese olvidado del todo su presencia.
– ¿Qué sucedió entonces? -preguntó ella en voz baja, invadida por un extraño nerviosismo. Se sentía como si estuviera escuchando furtivamente una conversación ajena, como si la historia fuese demasiado íntima para ser revelada.
– Sajhë hizo acopio de coraje para hablarle -respondió él con voz temblorosa-. Harif se daba cuenta de todo. Si Sajhë le hubiese pedido consejo, se lo habría dado. Pero no lo hizo.
– Quizá Sajhë no deseaba oír lo que sabía que Harif le habría dicho.
Baillard esbozó una media sonrisa.
– Benlèu. Quizá.
Alice esperó un momento.
– Entonces… -insistió, cuando se hizo evidente que el anciano no pensaba seguir hablando-. ¿Le confesó Sajhë a Alaïs lo que sentía?
– Así es.
– ¿Y bien? -preguntó Alice ansiosa-. ¿Qué le contestó ella?
Baillard se volvió para mirarla.
– ¿No lo sabes? -replicó, casi en un suspiro-. Ruega a Dios que no tengas que saber nunca lo que es amar de ese modo, sin la menor esperanza de ser correspondido.
Alice no pudo evitar salir en defensa de Alaïs, por muy absurdo que le pareciera hacerlo.
– Pero ¡ella lo quería mucho! -exclamó, con decisión-. Como a un hermano. ¿No era suficiente?
Baillard se volvió y le sonrió.
– Tuvo que conformarse con eso -replicó-. Pero ¿suficiente? No, no fue suficiente.
Se dio la vuelta y se encaminó hacia la casa.
– ¿Le parece que regresemos? -preguntó, volviendo fugazmente al tratamiento formal-. Empieza a hacer calor, y usted, donaisela Tanner, debe de estar cansada después del largo viaje.
Alice advirtió lo pálido y cansado que de pronto parecía el anciano y se sintió culpable. Mirando el reloj, vio que llevaban hablando mucho más tiempo del que pensaba. Ya era casi mediodía.
– Sí, desde luego -repuso rápidamente, ofreciéndole su brazo. Caminaron juntos lentamente, de regreso a la casa.
– Si me lo permites -le dijo él en voz baja, cuando estuvieron dentro-, necesitaría dormir un poco. ¿Quizá tú también desearías descansar?
– Estoy cansada -admitió ella.
– Cuando despierte, prepararé la comida y terminaré de contarte la historia, antes de que caiga la noche y tengamos que ocuparnos de otras cosas.
Alice esperó a que el anciano se dirigiera al fondo de la casa y corriera la cortina tras él. Después, sintiéndose extrañamente perdida y vacía, cogió una manta y una almohada y salió al exterior.
Se acostó bajo los árboles, y sólo entonces advirtió que el pasado había absorbido hasta tal punto su imaginación que ni una sola vez había vuelto a pensar en Shelagh ni en Will.
CAPÍTULO 68
Qué estás haciendo? -preguntó François-Baptiste, entrando en la sala del pequeño y anónimo chalet, cerca del pico de Soularac.
Marie-Cécile estaba sentada a la mesa, con el Libro de los números abierto sobre un soporte negro almohadillado que tenía delante. No levantó la vista.
– Estoy estudiando la disposición de la cámara.
François-Baptiste se sentó a su lado.
– ¿Por alguna razón en especial?
– Para recordar las diferencias entre este diagrama y la cueva del laberinto tal como es en realidad.
Sintió que su hijo miraba sobre su hombro.
– ¿Hay muchas? -preguntó él.
– Algunas. Ésta, por ejemplo -dijo, señalando el libro sin tocarlo y con el rojo barniz de uñas apenas visible a través de los guantes protectores de algodón-. Nuestro altar está aquí, donde está marcado. En la cueva auténtica, está más cerca de la pared.