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Alice contuvo el aliento, recordando a la fantasmagórica mujer arrastrada por unos monjes ataviados con hábitos negros.

– He estado allí -consiguió decir.

– Las condiciones eran terribles. Sucias, brutales, envilecedoras. Los prisioneros sobrevivían sin luz ni calor, con los gritos de los otros prisioneros como única señal para distinguir el día de la noche. Muchos murieron entre aquellos muros, a la espera del juicio.

Alice intentó hablar, pero tenía la boca demasiado seca.

– ¿Ella…? -se interrumpió, incapaz de continuar.

– El espíritu humano puede soportar mucho, pero una vez quebrantado, se desmorona como el polvo. Es lo que hacían los inquisidores. Quebrantaban nuestro espíritu, con la misma seguridad con que los torturadores destrozaban la piel y los huesos, hasta que ya no sabíamos quiénes éramos.

– Cuénteme qué sucedió -lo animó ella.

– Sajhë llegó demasiado tarde -dijo en tono neutro-, pero Guilhelm no. Había oído decir que una sanadora, una mujer de las montañas, había sido detenida para ser interrogada y, por algún motivo, supuso que debía de tratarse de Alaïs, aun cuando su nombre no figuraba en el registro. Sobornó a los guardias para que lo dejaran pasar… Los sobornó o los amenazó, no lo sé. Encontró a Alaïs. Rixenda y ella estaban separadas de todos los demás, lo cual le brindó la oportunidad que necesitaba para sacarlas de Saint-Étienne y de Tolosa, antes de que los inquisidores descubrieran su desaparición.

– Pero…

– Alaïs siempre creyó que había sido Oriane quien había ordenado su captura. De hecho, los inquisidores nunca la interrogaron.

Alice sintió que las lágrimas acudían a sus ojos.

– ¿La trajo Guilhelm de vuelta al pueblo? -se apresuró a preguntar, enjugándose las lágrimas con el dorso de la mano-. Volvió a su casa, ¿verdad?

Baillard asintió.

– Sí, al cabo de un tiempo. Regresó en agosto, poco después de la fiesta de la Asunción, trayendo consigo a Rixenda.

Las palabras le brotaban precipitadamente.

– ¿Guilhelm no viajó con ellas?

– No -respondió él-. Tampoco volvieron a verse… -Hizo una pausa. Más que oír, Alice intuyó que Baillard hacía una profunda inspiración-. La hija de ambos nació seis meses después. Alaïs la llamó Bertranda, en recuerdo de su padre, Bertran Pelletier.

Las palabras de Audric parecían flotar entre los dos.

«Otra pieza del rompecabezas.»

– Guilhelm y Alaïs -musitó ella para sí misma. Mentalmente, volvió a ver el árbol genealógico desplegado sobre la cama del dormitorio de Grace, en Sallèles d’Aude. El nombre alais pelletier-du mas (1193-), destacado en tinta roja. Cuando miró entonces, no fue capaz de leer el nombre que había al lado, sólo el de Sajhë, escrito en tinta verde, en la línea inferior y al costado.

– Alaïs y Guilhelm -repitió.

«Una línea directa de descendencia nos une.»

Alice estaba ansiosa por saber lo sucedido durante esos tres meses en que Guilhelm y Alaïs estuvieron juntos. ¿Por qué habían vuelto a separarse? Quería saber por qué el símbolo del laberinto figuraba junto a los nombres de Alaïs y Sajhë.

«Y también junto al mío.»

Levantó la vista, sintiendo una creciente exaltación. Estaba a punto de soltar un torrente de preguntas, cuando la expresión de Audric la detuvo. Instintivamente, supo que el anciano ya había hablado lo suficiente acerca de Guilhelm.

– ¿Qué pasó después? -preguntó serenamente-. ¿Se quedaron Alaïs y su hija en Los Seres con Sajhë y Harif?

Por la fugaz sonrisa que apareció en el rostro de Audric, Alice comprendió que su interlocutor se alegraba del cambio de tema.

– Era una niña preciosa -dijo-. De buen corazón, bonita y siempre estaba riendo y cantando. Todos la adoraban, sobre todo Harif. Bertranda pasaba horas a su lado, escuchando sus historias de Tierra Santa y oyéndolo hablar de su abuelo, Bertran Pelletier. Cuando fue un poco mayor, comenzó a hacerle recados, y cuando cumplió seis años, Harif empezó a enseñarle a jugar al ajedrez.

Audric se interrumpió. Su rostro volvió a ensombrecerse.

– Sin embargo, durante todo ese tiempo, la negra mano de la Inquisición no dejaba de extender su alcance. Una vez sometidas las llanuras, los cruzados volvieron finalmente su atención a los reductos que aún quedaban por conquistar en los Pirineos y los montes Sabarthès. Raymond, el hijo de Trencavel, regresó del exilio en 1240 con un contingente de chavalièrs, al que se sumó la mayor parte de la nobleza de las Corbières. Recuperó fácilmente casi todos los pueblos entre Limoux y la Montagne Noire. Todo el país se movilizó: Saissac, Azille, Laure, los castillos de Quéribus, Peyrepertuse, Aguilar… Pero al cabo de casi un mes de combates, no había logrado reconquistar Carcassona. En octubre, se replegó en Montréal. Nadie acudió en su ayuda. Al final, se vio obligado a retirarse a Aragón.

Audric hizo una pausa.

– En seguida comenzó el terror. Montréal fue literalmente arrasada, y también Montolieu. Limoux y Alet se rindieron. Alaïs comprendió claramente, como lo comprendimos todos, que la población pagaría el precio de la sublevación fallida.

Baillard se detuvo de pronto y levantó la vista.

– ¿Has estado en Montségur, Alice?

Ella sacudió la cabeza.

– Es un lugar extraordinario, quizá incluso sagrado. Aún hoy sigue poblado de espíritus. Está excavado en tres laderas de la montaña. El templo de Dios entre las nubes.

– En la seguridad de las montañas -dijo ella sin pensarlo, pero después se ruborizó, al darse cuenta de que estaba citándole a Baillard sus propias palabras.

– Muchos años antes de eso, antes del comienzo de la cruzada, los líderes de la Iglesia cátara habían pedido al señor de Montségur, Raymond de Péreille, que reconstruyera el derruido castillo y reforzara las fortificaciones. En 1243, Pierre-Roger de Mirepoix, en cuya casa Sajhë se había adiestrado, estaba al mando de la guarnición. Temerosa por Bertranda y Harif, Alaïs sintió que ya no podían quedarse en Los Seres. Sajhë les ofreció su ayuda y todos juntos se unieron al éxodo que marchaba hacia Montségur.

Audric hizo un gesto de asentimiento.

– Pero al viajar llamaron la atención. Quizá debieron separarse. Para entonces, el nombre de Alaïs figuraba en los índices de la Inquisición.

– ¿Era cátara Alaïs? -preguntó ella de pronto, al darse cuenta de que aun entonces seguía sin saberlo con certeza.

Audric guardó silencio un momento.

– Los cátaros creían que el mundo que vemos, oímos, olemos, saboreamos y tocamos fue creado por el Diablo. Creían que el Diablo había engañado a espíritus puros para que abandonaran el reino de Dios y los había aprisionado en envoltorios de carne y hueso aquí en la Tierra. Creían que si llevaban una vida recta y tenían «un buen final», sus almas serían liberadas de su prisión y podrían regresar junto a Dios y vivir en Su gloria. De lo contrario, al cabo de cuatro días volverían a reencarnarse en la Tierra, para comenzar un nuevo ciclo.

Alice recordó las palabras en la Biblia de Grace:

– Lo que ha nacido de la carne, carne es; y lo que ha nacido del Espíritu, espíritu es.

Audric asintió.

– Hay que entender que los bons homes eran muy apreciados por la gente a la cual servían. No cobraban por oficiar bodas ni bautizos, ni por sepultar a los muertos. No recaudaban impuestos, ni exigían diezmos. Se cuenta que un parfait encontró un día a un campesino arrodillado en un extremo de sus tierras. «¿Qué estás haciendo?», le preguntó. «Dando gracias a Dios por haberme mandado una buena cosecha», replicó el labrador. El parfait sonrió y ayudó al hombre a ponerse de pie. «Eso no ha sido obra de Dios, sino tuya. Porque ha sido tu mano la que ha abierto los surcos en primavera y ha cuidado los sembrados.» -Levantó la vista para mirar a Alice-. ¿Lo entiendes?