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– ¿Le faltaba? -la interrumpió su padre secamente-. ¿Qué quieres decir con eso de que le faltaba?

Alaïs levantó la vista, sorprendida por el cambio de tono.

– Se lo habían cortado. Se lo habían rebanado.

– ¿De qué mano, Alaïs? -preguntó él, que ya no disimulaba el tono apremiante de su voz-. Piénsalo. Es importante.

– No estoy…

Parecía como si él no la oyera.

– ¿De qué mano? -insistió.

– La mano izquierda. La izquierda, estoy segura. Era la que yo tenía más cerca. Y el cadáver estaba mirando río arriba.

Pelletier atravesó a zancadas la estancia, llamando a gritos a François, y abrió la puerta de un empujón. Alaïs también se puso en pie de un salto, sacudida por la actitud apremiante de su padre y desconcertada por lo que estaba ocurriendo.

– ¿Qué sucede? Decídmelo, os lo imploro. ¿Qué importancia tiene que fuera la mano izquierda o la derecha?

– Prepara de inmediato los caballos, François. Mi bayo castrado, la yegua gris de dòmna Alaïs y una montura para ti.

La expresión de François era tan impasible como siempre.

– Así se hará, messer. ¿Vamos lejos?

– Sólo hasta el río -Le hizo un gesto para que se fuera-. ¡Date prisa, hombre! Y trae mi espada y una capa limpia para dòmna Alaïs. Nos reuniremos contigo en el pozo.

En cuanto François se hubo alejado lo suficiente como para no oírlos, Alaïs corrió hacia su padre. Éste rehuyó su mirada; se fue hacia los toneles y, con mano temblorosa, se sirvió un poco de vino. El líquido rojo y espeso se derramó del vaso de barro y salpicó la mesa, manchando la madera.

– Paire -suplicó ella-, decidme qué ocurre. ¿Por qué tenéis que ir al río? Seguramente no es asunto para vos. Dejad que vaya François. Puedo indicarle el lugar.

– No lo entiendes.

– Entonces explicádmelo, para que lo entienda. Confiad en mí.

– Tengo que ver yo mismo el cadáver, averiguar si…

– ¿Averiguar qué? -le instó Alaïs.

– No, no -dijo él, sacudiendo de un lado a otro la cabeza cana-. Tú no puedes… -empezó, con una voz que se desvaneció antes de terminar la frase.

– Pero…

El senescal levantó una mano, dueño una vez más de sus emociones. -Ya basta, Alaïs. Tienes que hacer lo que te diga. Ojalá pudiera ahorrártelo, pero no puedo. No me queda otro remedio. Le tendió el vaso.

– Bebe esto -añadió-. Te dará fuerzas, te dará valor.

– No tengo miedo -protestó ella, ofendida de que su padre tomara por cobardía su renuencia-. No me da miedo ver un muerto. Fue la sorpresa lo que antes me alteró hasta ese punto. -Y tras un momento de vacilación-: Pero os suplico, messer, que me digáis por qué…

Pelletier se volvió hacia ella.

– ¡Basta ya! -le gritó.

Alaïs retrocedió, como si le hubiera dado una bofetada.

– Perdóname -dijo él de inmediato-. No soy dueño de mis actos -añadió, mientras alargaba una mano para rozarle una mejilla-. Ningún hombre podría pedir una hija más noble y leal que tú.

– Entonces, ¿por qué no confiáis en mí?

El senescal vaciló y, por un momento, Alaïs creyó que lo había persuadido para que hablara. Después, la misma expresión impenetrable volvió a adueñarse de su rostro.

– Tú sólo enséñame dónde está -dijo con una voz que sonaba hueca-. El resto queda en mis manos.

Cuando salieron a caballo por la puerta del oeste del Château Comtal, las campanas de Sant Nazari estaban dando la tercia.

El senescal abría la marcha, con Alaïs y François detrás. La joven estaba desolada, agobiada por la culpa de que sus acciones hubiesen precipitado aquel extraño cambio en su padre y a la vez frustrada por no entenderlo.

Recorrieron el estrecho y sinuoso sendero de tierra reseca que descendía por la abrupta pendiente, al pie de la muralla de la Cité, y que una y otra vez parecía volver sobre sí mismo en pronunciados recodos. Cuando llegaron al llano, acomodaron el paso a un medio galope.

Siguieron el curso de la corriente, río arriba. Un sol despiadado les castigaba la espalda mientras se adentraban en los pantanos. Enjambres de mosquitos diminutos y de negros tábanos de la ciénaga flotaban en el aire, sobre los riachuelos y las charcas de agua turbia. Los caballos batían el suelo con los cascos y sacudían la cola, tratando de impedir que la miríada de insectos picadores acribillaran el fino manto estival.

Alaïs vio un grupo de mujeres que lavaban la ropa en la sombreada ribera, del otro lado del Aude; metidas en el agua hasta la cintura, golpeaban las prendas sobre las grises rocas planas. Había un monótono retumbo de ruedas, procedente del único puente de madera que unía los pantanos y las ciudades del norte con Carcasona y sus suburbios. Otros vadeaban el río por el punto menos profundo, formando una corriente ininterrumpida de campesinos y mercaderes. Algunos llevaban niños cargados sobre los hombros y otros traían mulas o rebaños de cabras, pero todos se dirigían al mercado de la plaza mayor.

Alaïs y sus acompañantes cabalgaban en silencio. Cuando pasaron de los espacios abiertos de los pantanos a la sombra de los sauces de la ciénaga, la joven se dejó llevar por la marea de sus pensamientos. Reconfortada por el familiar movimiento de su cabalgadura, así como por el canto de los pájaros y la charla interminable de las cigarras entre los juncos, estuvo a punto de olvidar el propósito de la expedición.

Su aprensión regresó cuando alcanzaron los límites del bosque. Situándose uno detrás de otro, prosiguieron su tortuoso recorrido entre los árboles. Su padre se volvió brevemente para sonreírle. Alaïs se lo agradeció. Estaba nerviosa, alerta, pendiente de la menor señal de alarma. Los sauces de los pantanos parecían alzarse en maligna actitud sobre su cabeza y, en su imaginación, las oscuras sombras tenían ojos que los miraban pasar y aguardaban. Cada crujido del sotobosque, cada batir de alas le aceleraba el pulso.

Alaïs no sabía bien lo que esperaba encontrar, pero cuando llegaron al claro, todo estaba quieto y en calma. Su capazo seguía bajo los árboles, tal como lo había dejado, con los extremos de las plantas sobresaliendo de los envoltorios de paño. Desmontó, le entregó las riendas a François y se dirigió hacia el río. Sus herramientas estaban intactas, donde se habían quedado.

La sobresaltó el contacto de la mano de su padre sobre el codo.

– Muéstrame dónde está -le dijo él.

Sin decir palabra, la joven condujo a su padre por la orilla, hasta el lugar que buscaba. Al principio no vio nada, y por un breve instante se preguntó si no habría sido una pesadilla. Pero allí, flotando en el agua entre los juncos, un poco más río arriba que antes, estaba el cadáver.

Lo señaló.

– Ahí. Junto a la consuelda.

Para su asombro, en lugar de llamar a François, su padre se quitó la capa y se adentró andando en el río.

– Tú quédate aquí -le dijo por encima del hombro.

Alaïs se sentó en la orilla, con las rodillas flexionadas bajo la barbilla, observando cómo su padre avanzaba laboriosamente por la zona baja del río, sin prestar atención al agua que lo salpicaba hasta más arriba de las botas. Cuando llegó al cadáver, se detuvo y desenvainó la espada. Dudó un instante, como preparándose para lo peor, y después, con el extremo de la hoja, levantó cuidadosamente del agua el brazo izquierdo del hombre. La mano mutilada, hinchada y azul, se mantuvo un momento en equilibrio y después resbaló por la plateada hoja plana de la espada, hasta la empuñadura, como animada de vida propia. Finalmente volvió a hundirse en el río con un chapoteo sordo.

El senescal envainó la espada, se inclinó y volvió el cadáver boca arriba. El cuerpo fluctuó en el agua, con la cabeza agitándose pesadamente, como si intentara desprenderse del cuello.