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Guilhelm también gritaba interiormente el nombre de Alaïs, pero no podía arriesgarse a llamar la atención. Había ido allí a salvarla. Había ido a ayudarla a escapar de Oriane, como ya había hecho en otra ocasión.

Aquellos tres meses que había pasado junto a Alaïs, después de huir de la Inquisición en Toulouse, habían sido, simplemente, los más felices de su vida. Alaïs no quiso quedarse por más tiempo y él no consiguió hacerla cambiar de idea; ni siquiera logró que le explicara por qué tenía que marcharse. Pero había dicho -y Guilhelm había creído en la sinceridad de sus palabras- que algún día, cuando el horror hubiera pasado, volverían a encontrarse.

– Mon còr -susurró, casi en un sollozo.

Aquella promesa y el recuerdo de los días que habían pasado juntos era lo que lo había sostenido durante esos diez años, largos y vacíos. Como una luz en la oscuridad.

Guilhelm sintió que se le desgarraba el corazón.

– ¡Alaïs!

Sobre su capa roja, una pequeña funda blanca de piel de cordero, del tamaño de un libro, estaba ardiendo. Las manos que la sujetaban habían desaparecido, reducidas a huesos, grasa crepitante y carne ennegrecida.

No quedaba nada y él lo sabía.

Para Guilhelm, todo se había sumido en el silencio. Ya no había ruido, ni dolor, sino únicamente una blanca extensión vacía. La montaña había desaparecido, lo mismo que el cielo, el humo y los gritos. La esperanza se había esfumado.

Sus piernas ya no lo sostenían. Guilhelm cayó de rodillas, invadido por la desesperación.

CAPÍTULO 73

Montes Sabarthès

Viernes 8 de julio de 2005

El hedor le hizo recuperar el sentido. Una mezcla de amoníaco, estiércol de cabra, sábanas sucias y carne cocida fría se le adhería a la garganta y le escocía por dentro de la nariz, como las sales cuando se huelen demasiado cerca.

Will estaba tumbado sobre un rústico jergón, no más grande que una banqueta, fijado a la pared de la cabaña. Se incorporó con cierto esfuerzo hasta quedar sentado y apoyó la espalda contra la pared de piedra. Las afiladas aristas se le clavaron en los brazos, que todavía llevaba atados a la espalda.

Se sentía como si hubiese disputado cuatro asaltos en un cuadrilátero de boxeo. Tenía magulladuras de la cabeza a los pies por los golpes que se había dado dentro del contenedor, durante el viaje. La sien le palpitaba en el lugar donde François-Baptiste lo había golpeado con la pistola. Sentía el hematoma, duro y caliente bajo la piel, y la sangre derramada alrededor de la herida.

No sabía la hora ni el día. ¿Sería todavía viernes?

Habían salido de Chartres de madrugada, quizá hacia las cinco. Cuando lo sacaron del vehículo, era por la tarde, hacía calor y el sol aún brillaba con fuerza. Torció el cuello para intentar ver su reloj, pero el movimiento le provocó náuseas.

Esperó a que se le pasara el mareo. Entonces abrió los ojos e intentó orientarse. Se encontraba en una especie de cabaña de pastores. Había rejas en el ventanuco, no mucho más grande que un libro corriente. En el extremo opuesto, podía ver una estantería de obra, una especie de mesa y un taburete. En la reja de la chimenea, al lado, los restos de un fuego que había ardido mucho tiempo atrás: cenizas grises y residuos negros de madera o papel. Una pesada olla de metal colgaba de una vara sobre el fuego. Will vio que tenía grasa solidificada pegada al borde.

Se dejó caer otra vez en el duro colchón, sintiendo la aspereza de la manta sobre su piel maltrecha, y se preguntó dónde estaría Alice.

Fuera, se oyeron pasos y después una llave en un candado. Will distinguió el ruido metálico de una cadena que caía al suelo y, a continuación, el crujido artrítico de la puerta, que alguien empujaba y abría, y una voz que le resultó vagamente familiar.

– C’est l’heure. Es la hora.

Shelagh fue consciente del contacto del aire sobre sus piernas y brazos desnudos, y de la sensación de ser transportada de un sitio a otro.

Reconoció la voz de Paul Authié, en algún lugar, entre los murmullos, mientras la sacaban de la casa. Después notó la sensación característica del aire subterráneo, frío y ligeramente húmedo, en un suelo que se inclinaba cuesta abajo. Los dos hombres que la habían mantenido cautiva estaban presentes. Se había habituado a su olor: loción para después de afeitarse, tabaco barato y una masculinidad amenazadora que hacía que se le contrajeran los músculos.

Habían vuelto a atarle las piernas y los brazos detrás de la espalda, tirando de los huesos de los hombros. Tenía un ojo cerrado por la hinchazón. Debido a la falta de comida y de luz, así como a las drogas que le habían dado para que no gritara, la cabeza le daba vueltas, pero sabía dónde estaba.

Authié la había llevado de vuelta a la cueva. Percibió el cambio de ambiente cuando salieron del túnel a la cámara, y sintió la tensión en las piernas del hombre que la cargaba escaleras abajo, hasta el área donde ella misma había encontrado a Alice desvanecida en el suelo.

Shelagh notó que había una luz encendida en alguna parte, quizá en el altar. El que la llevaba se detuvo. Habían alcanzado el fondo de la cueva, más allá de donde había llegado ella la vez anterior. Balanceándola, el hombre la descargó de sus hombros y la dejó caer, como un peso muerto. Shelagh notó dolor, en el costado cuando golpeó contra el suelo, pero para entonces ya era incapaz de sentir nada.

No comprendía por qué Authié no la había matado aún.

Ahora la habían cogido por las axilas y la estaban arrastrando por el suelo. Grava, guijarros y fragmentos de roca le arañaban las plantas de los pies y los tobillos desnudos. Notó que le amarraban las manos atadas a un objeto metálico y frío, una especie de aro o gancho clavado en el suelo.

Creyendo que estaba inconsciente, los hombres hablaban entre ellos en voz baja.

– ¿Cuántas cargas has puesto?

– Cuatro.

– ¿Cuándo estallarán?

– Poco después de las diez. Él mismo se ocupará de eso.

Shelagh percibió la sonrisa en la voz del hombre.

– Por fin va a ensuciarse las manos. Pulsará el botón y, ¡bum!, adiós a todo esto.

– Lo que todavía no entiendo es para qué tenía que traer hasta aquí a esta zorra -se quejó-. Era mucho más fácil dejarla en la finca.

– No quería que la identificaran. Dentro de unas horas, toda la montaña se va a desmoronar y ella quedará enterrada bajo media tonelada de roca.

Finalmente, el miedo le dio a Shelagh fuerzas para luchar. Tiró de sus ataduras e intentó ponerse de pie, pero estaba demasiado débil y las piernas no la sostenían. Creyó haber oído una carcajada y volvió a tumbarse en el suelo, pero no podía estar segura. Ya no distinguía con seguridad lo que era real de lo que sólo sucedía en el interior de su cabeza.

– ¿No deberíamos quedarnos con ella?

El otro hombre se echó a reír.

– ¿Por qué? ¿Qué crees que va a hacer? ¿Levantarse y salir andando de aquí? ¡Por el amor de Dios! ¡Mira cómo está!

La luz empezó a desvanecerse.

Shelagh oyó los pasos de los hombres volviéndose cada vez más tenues, hasta que no hubo nada más que silencio y oscuridad.

CAPÍTULO 74

Quiero saber la verdad -repitió Alice-. Quiero saber cuál es la relación entre el laberinto y el Grial, si es que la hay.

– La verdad sobre el Grial -dijo él y la miró fijamente-. Dime, donaisela, ¿qué sabes tú acerca del Grial?

– Lo que sabe todo el mundo, me imagino -respondió ella, suponiendo que él no pretendía una respuesta pormenorizada.