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«Desde el siglo ix hasta el xix, nadie más consiguió avanzar de forma significativa en el desciframiento de los jeroglíficos. Nadie. Leerlos se convirtió en algo realmente posible sólo después de que la expedición militar y científica de Napoleón al norte de África, en 1799, descubriera una detallada inscripción en la lengua sagrada de los jeroglíficos, junto a otra en la escritura demótica corriente utilizada en Egipto para los asuntos más cotidianos, y otra en griego antiguo. ¿Ha oído hablar de la piedra Rosetta?

Alice asintió.

– Desde ese momento, temimos que sólo fuera cuestión de tiempo. Un francés, de nombre Jean-François Champollion, se obsesionó con el desciframiento de la escritura y en 1822 lo consiguió. De pronto, todas las maravillas de los antiguos, su magia, sus encantamientos y todo cuanto habían dejado, desde las inscripciones funerarias hasta el Libro de los muertos, resultaban perfectamente legibles. -Tras una pequeña pausa prosiguió-: En ese momento, el hecho de que dos de los libros de la Trilogía del Laberinto se encontraran en manos de personas que podían darles un mal uso pasó a ser motivo de preocupación.

Sus palabras sonaron como una advertencia. Alice se estremeció. Súbitamente advirtió que estaba empezando a anochecer. Fuera, los rayos del sol poniente habían pintado las montañas de rojo, oro y naranja.

– Pero si ese conocimiento podía ser tan devastador en caso de utilizarse para el mal y no para el bien, ¿por qué Alaïs y los otros guardianes no destruyeron los libros mientras tuvieron oportunidad de hacerlo?

Notó que Audric se quedaba inmóvil y advirtió que había tocado el punto sensible de la experiencia vivida por el anciano, aunque no comprendía muy bien por qué.

– Si no hubiesen sido necesarios, entonces sí. Quizá habría sido la solución.

– ¿Necesarios? ¿Necesarios en qué sentido?

– Los guardianes siempre han sabido que el Grial confiere la vida. Lo has llamado un don -contestó él con un suspiro-, y comprendo que algunos lo consideren así. Puede que otros lo vean con diferentes ojos…

Audric se interrumpió. Levantó la copa y bebió varios sorbos de vino, antes de apoyarla en la mesa con mano pesada.

– Pero es vida otorgada con un propósito -añadió finalmente.

– ¿Con qué propósito? -preguntó ella rápidamente, temerosa de que dejara de hablar.

– Muchas veces, en los últimos cuatro mil años, cuando la necesidad de dar testimonio de la verdad se ha vuelto imperiosa, el poder del Grial ha sido conjurado. Todos hemos oído hablar de la longevidad de los grandes patriarcas de la Biblia cristiana, del Talmud y del Corán: Adán, Jacob, Moisés, Mahoma, Matusalén, profetas cuya obra no hubiese podido cumplirse en el plazo vital que normalmente se concede a los hombres. Todos ellos vivieron cientos de años.

– Pero eso son parábolas -protestó Alice-. Alegorías.

Audric sacudió la cabeza.

– Vivieron durante siglos, precisamente para poder hablar de lo que habían visto, para dar testimonio de la verdad de su época. Harif, que persuadió a Abu Bakr de que ocultara los estudios que lo llevaron a descifrar la lengua del Antiguo Egipto, vivió para ver la caída de Montségur.

– Pero ¡eso son quinientos años!

– Los vivió -confirmó simplemente Audric-. Piensa en la vida de una mariposa, Alice. Toda una existencia, colorida y brillante, que sin embargo no dura más que uno de nuestros días. Toda una vida. El tiempo tiene muchos significados.

Alice empujó la silla hacia atrás y se levantó de la mesa, sin saber ya muy bien qué sentía ni en qué podía creer.

Se dio la vuelta.

– El símbolo del laberinto que vi en la pared de la cueva, el de ese anillo que lleva, ¿es el símbolo del Grial verdadero?

Audric asintió.

– ¿Y Alaïs lo sabía?

– Al principio, lo mismo que tú, tenía sus dudas. No creía en la verdad contenida en las páginas de la Trilogía, pero luchó para proteger los libros por amor a su padre.

– ¿Creía que Harif tenía más de quinientos años? -insistió, ya sin intentar disimular el tono de escepticismo de su voz.

– Al principio, no -reconoció él-. Pero con el tiempo averiguó la verdad. Y cuando llegó el momento, descubrió que era capaz de formular las palabras y de comprenderlas.

Alice volvió a la mesa y se sentó.

– Pero ¿por qué Francia? ¿Por qué trajeron aquí los papiros? ¿Por qué no los dejaron donde estaban?

Audric sonrió.

– Harif cogió los papiros de la Ciudad Santa en el siglo x de la era cristiana y los escondió cerca de las llanuras de Sepal. Durante casi cien años estuvieron a salvo, hasta que los ejércitos de Saladino avanzaron sobre Jerusalén. Entonces eligió a uno de los guardianes, un joven chavalièr cristiano llamado Bertran Pelletier, para que llevara los papiros a Francia.

«El padre de Alaïs.»

Alice advirtió que estaba sonriendo, como si acabara de recibir noticias de un viejo amigo.

– Harif comprendió dos cosas -prosiguió Audric-: en primer lugar, que los papiros estarían más seguros, y resultarían menos vulnerables, si los conservaba como las páginas de un libro, y en segundo lugar, en un momento en que los rumores acerca del Grial comenzaban a circular por las cortes de Europa, que la mejor manera de esconder la verdad sería disimularla bajo una capa de mitos y fábulas.

– Las historias de que los cátaros tenían en su poder el cáliz de Cristo… -dijo Alice, comprendiendo repentinamente.

Baillard hizo un gesto afirmativo.

– Los seguidores de Jesús de Nazaret no esperaban que muriera en la cruz, y sin embargo así fue. Su muerte y resurrección originaron una serie de historias acerca de un cáliz o copa sagrada, un grial que confería la vida eterna. ¿Cómo se interpretaban en aquella época esas historias? No puedo decirlo, pero lo que es seguro es que la crucifixión del nazareno fue el inicio de una oleada de persecuciones. Muchos huyeron de Tierra Santa, entre ellos José de Arimatea y María Magdalena, que zarparon rumbo a Francia, trayendo consigo, según se decía, el conocimiento de un antiguo secreto.

– ¿Los papiros del Grial?

– O un tesoro, las joyas del Templo de Salomón. O la copa de la que había bebido Jesús de Nazaret durante la última cena y en la que se había recogido su sangre al pie de la cruz. O pergaminos, escritos, pruebas de que Cristo no había muerto en la cruz, sino que aún vivía, oculto en las montañas del desierto, donde pasaría cien años o más en compañía de un selecto grupo de fieles.

Alice miraba a Audric atónita, pero el rostro de él era hermético, allí nada podía leer.

– Que Cristo no había muerto en la cruz… -repitió, sin dar crédito a lo que estaba diciendo.

– U otras historias -replicó él lentamente-. Algunos decían que María Magdalena y José de Arimatea no habían desembarcado en Marsella, sino en Narbona. Durante siglos existió la creencia de que había algo de gran valor escondido en algún lugar de los Pirineos.

– Entonces no eran los cátaros los que poseían el secreto del Grial -dijo ella, haciendo encajar mentalmente las piezas-, sino Alaïs. Ellos sólo la protegieron.

Un secreto disimulado detrás de otro secreto. Alice se recostó en la silla, repasando en su mente la secuencia de los acontecimientos.

– ¿Y ahora que la cueva del laberinto ha sido abierta?

– Por primera vez, en casi ochocientos años, los libros pueden reunirse una vez más -confirmó-. Y aunque tú, Alice, no sabes si debes creerme o desechar lo que digo como los desvaríos de un anciano, hay otros que no dudan.