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Bertranda esbozó una leve sonrisa.

– Mamá dice que tienes una memoria terrible. Dice que es como un colador.

– Y no se equivoca -replicó él, pero en seguida volvió a ponerse serio-. También es posible que te hagan algunas preguntas respecto a los bons homes y sus creencias. Responde tan sinceramente como puedas; de ese modo, es menos probable que te contradigas. No hay nada que puedas decirles que no les haya dicho ya otra persona. -Dudó un momento y finalmente dijo-: Recuerda. No menciones a Alaïs ni a Harif, por nada del mundo.

Los ojos de Bertranda se llenaron de lágrimas.

– ¿Qué pasará si los soldados registran la fortaleza y la encuentran? -dijo, con una voz que adquirió el tono agudo del pánico-. ¿Qué harán si los encuentran?

– No los encontrarán -replicó él de inmediato-. Recuerda, Bertranda. Cuando los inquisidores hayan terminado tu interrogatorio, quédate exactamente donde estés. Iré a buscarte tan pronto como pueda.

Sajhë casi no tuvo tiempo de terminar la frase, cuando un guardia lo empujó con su pica por la espalda y lo obligó a seguir cuesta abajo, hacia el pueblo, mientras Bertranda era enviada en dirección opuesta.

Lo llevaron a un corral con vallas de madera, donde vio a Pierre-Roger de Mirepoix, el comandante de la guarnición. Ya lo habían interrogado. En opinión de Sajhë, era buena señaclass="underline" un gesto de cortesía. Era un indicio de que las condiciones de la rendición estaban siendo respetadas y de que los militares de la guarnición estaban siendo tratados como prisioneros de guerra y no como criminales.

Cuando se reunió con la multitud de soldados que esperaban ser llamados, Sajhë se quitó con disimulo el anillo de piedra del pulgar y lo ocultó entre la ropa. Se sentía extrañamente desnudo sin él. Casi nunca se lo había quitado desde que Harif se lo había confiado, veinte años antes.

Los interrogatorios estaban teniendo lugar en el interior de dos tiendas separadas. Los frailes aguardaban con las cruces amarillas preparadas, listos para aplicarlas sobre la espalda de los que fueran hallados culpables de confraternizar con los herejes. Después, los prisioneros eran conducidos a un segundo corral, como animales en un mercado.

Era evidente que no tenían intención de poner a nadie en libertad hasta que todos, desde el más viejo hasta el más joven, hubiesen sido interrogados. El proceso podía durar días.

Cuando le llegó el turno a Sajhë, le permitieron dirigirse por su propio pie y sin escolta hasta la tienda de campaña. Se detuvo delante del inquisidor Ferrier y esperó.

La cara de Ferrier, de tez cerosa, era completamente inexpresiva. Le preguntó a Sajhë su nombre, su edad, su rango y su lugar de origen. Se oía el rasguido de la pluma de ganso sobre el pergamino.

– ¿Creéis en el cielo y el infierno? -preguntó bruscamente.

– Sí.

– ¿Creéis en el purgatorio?

– Sí.

– ¿Creéis que el Hijo de Dios se hizo carne y fue hombre?

– Soy un soldado, no un monje -replicó él, manteniendo los ojos fijos en el suelo.

– ¿Creéis que el alma humana tiene un solo cuerpo, con el cual resucitará?

– Los curas dicen que así será.

– ¿Alguna vez habéis oído a alguien afirmar que prestar juramento es pecado? Y de ser así, ¿a quién?

Esta vez, Sajhë levantó la vista.

– No -respondió en tono desafiante.

– Por favor, sargento. ¿Habéis servido en la guarnición durante más de un año y aun así no sabéis que los heretici se niegan a prestar juramento?

– Yo estoy al servicio de Pierre-Roger de Mirepoix, señor. No presto atención a lo que dicen otros.

El interrogatorio prosiguió cierto tiempo, pero Sajhë se mantuvo fiel a su papel de soldado sencillo, ignorante de todo asunto relacionado con la fe o las Sagradas Escrituras. No incriminó a nadie y aseguró no saber nada.

Al final, el inquisidor Ferrier no tuvo más remedio que dejarlo ir.

Todavía no era muy tarde, pero el sol ya se estaba poniendo. La oscuridad regresaba arrastrándose por el valle, sustrayendo la forma de las cosas y cubriéndolo todo de negras sombras.

Sajhë fue enviado a reunirse con el grupo de soldados que ya habían sido interrogados, a cada uno de los cuales le habían entregado una manta, un mendrugo de pan rancio y un vaso de vino. Pudo ver que la gentileza no se había hecho extensiva a los prisioneros civiles.

Mientras la jornada tocaba a su fin, el ánimo de Sajhë se desplomó aún más.

La preocupación de no saber si Bertranda habría superado ya su prueba, ni el lugar donde la tendrían retenida en la vastedad del campamento, le estaba carcomiendo la mente. La idea de Alaïs esperando, viendo caer la noche y desesperándose al comprobar que se aproximaba la hora de la partida, lo llenaba de aprensión, sobre todo por la imposibilidad de hacer nada para ayudarla.

Desazonado e incapaz de seguir sentado sin moverse, Sajhë se incorporó para estirar los músculos. Podía sentir el frío y la humedad filtrándosele en los huesos, y las piernas entumecidas, por el mucho tiempo que había pasado sentado.

– Assis. ¡Sentado! -le gruñó un guardia, golpeándolo en el hombro con la pica. Estaba a punto de obedecer cuando notó un movimiento en la ladera de la montaña, un poco más arriba. Era una brigada de registro avanzando hacia el promontorio rocoso donde Alaïs, Harif y sus guías permanecían escondidos. Las llamas de sus antorchas fluctuaban, proyectando sombras sobre los arbustos agitados por el viento.

A Sajhë se le heló la sangre.

Antes habían registrado la fortaleza y no habían encontrado nada. Sajhë había pensado entonces que lo peor había pasado. Pero era evidente que tenían intención de registrar también los matorrales y la maraña de senderos que se entrecruzaban al pie de la ciudadela. Si seguían avanzando mucho más en la dirección que llevaban, llegarían exactamente al punto por donde saldría Alaïs. Y ya era casi de noche.

Así pues, Sajhë echó a correr hacia el perímetro del recinto.

– ¡Eh! -gritó el guardia-. ¿No me has oído? Arrete!

Sajhë no le hizo caso. Sin pensar en las consecuencias, salvó de un salto la valla de madera y echó a correr cuesta arriba, hacia el grupo de exploradores. Pudo oír que el guardia pedía refuerzos. Su único pensamiento era desviar la atención, para que no descubrieran a Alaïs.

La brigada de registro se detuvo para ver lo que estaba sucediendo.

Sajhë gritó, pues necesitaba hacerlos pasar de espectadores a participantes. Uno por uno, los exploradores se fueron dando la vuelta. En sus rostros vio desconcierto, que no tardó en convertirse en hostilidad. Estaban aburridos, tenían frío y les apetecía una pelea.

Sajhë tuvo el tiempo justo de comprobar que su plan había tenido éxito, cuando un puño se hundió en su vientre. Boqueando para respirar, se dobló en dos. Un par de soldados le sujetaron los brazos detrás de la espalda, mientras le llovían puñetazos desde todas direcciones. Lo golpearon con la empuñadura de sus armas, con las botas y con los puños, sin piedad. Sintió que la piel le estallaba bajo los ojos y percibió el sabor de la sangre en la boca y al fondo de la garganta, mientras le seguían lloviendo los golpes.

Sólo entonces comprendió el grave error cometido. Había pensado únicamente en desviar la atención de Alaïs. Una imagen del pálido rostro de Bertranda esperando su llegada se coló en su mente, justo cuando un puñetazo en la mandíbula hizo que todo se sumiera en la negrura.

CAPÍTULO 76

Oriane había consagrado su vida a la búsqueda del Libro de las palabras.

Bastante pronto, a su regreso en Chartres tras la derrota de Carcasona, su marido perdió la paciencia ante su fracaso para conseguir la mercancía por la que él había pagado. Nunca había habido amor entre ambos, y cuando el deseo que ella le inspiraba se desvaneció, su puño y su cinto reemplazaron a la conversación.