Alaïs apartó en seguida la mirada. No quería ver la huella de la muerte en la cara del desconocido.
El estado de ánimo de su padre fue muy diferente en el camino de vuelta a Carcasona. Estaba notoriamente aliviado, como si se hubiese quitado un peso de encima. Iba hablando con François de cosas sin importancia y, cada vez que su mirada se encontraba con la de su hija, le sonreía afectuosamente.
Pese al cansancio y a la frustración de no entender el significado de lo ocurrido, una sensación de bienestar se había adueñado de Alaïs. Era como en los viejos tiempos, cuando salían a cabalgar juntos y tenían tiempo para disfrutar de la mutua compañía.
Mientras se alejaban del río y subían la cuesta hacia el castillo, la curiosidad finalmente pudo con ella y Alaïs hizo acopio del coraje necesario para formular a su padre la pregunta que tenía en la punta de la lengua desde que habían emprendido el regreso.
– ¿Habéis descubierto lo que necesitabais saber, paire?
– Así es.
Alaïs aguardó, hasta que se hizo evidente que iba a tener que arrancarle la explicación palabra por palabra.
– No era él, ¿verdad?
Su padre le lanzó una mirada aguda.
– Por mi descripción, creísteis que era alguien que conocíais, ¿no es así? -insistió ella-. Por eso quisisteis ver el cuerpo con vuestros propios ojos, ¿verdad?
Por el brillo de su mirada, Alaïs supo que había acertado.
– Creí que quizá fuera un conocido mío -reconoció él finalmente-. De mi época en Chartres. Alguien a quien yo apreciaba mucho.
– Pero éste era un judío.
Pelletier arqueó las cejas.
– En efecto.
– Un judío -repitió ella-, ¿y aun así un amigo?
Silencio. Alaïs insistió:
– Pero no era él, ¿verdad? No era ese amigo vuestro.
Esta vez, Pelletier sonrió.
– No, no era él.
– ¿Quién era entonces?
– No lo sé.
La joven guardó silencio un momento. Estaba segura de que su padre nunca le había mencionado a ese amigo. Era un buen hombre, un hombre tolerante; pero aun así, si alguna vez hubiese mencionado a un amigo como ése, a un judío de Chartres, ella no lo habría olvidado. Sabiendo de sobra que era inútil insistir en un tema contra la voluntad de su padre, intentó un enfoque diferente.
– No ha sido un robo, ¿verdad? Yo tenía razón.
Su padre pareció feliz de poder darle una respuesta.
– No. Sólo querían matarlo. La herida era demasiado profunda, demasiado intencionada. Además, se han dejado casi todo lo de valor.
– ¿Casi todo?
Pero Pelletier no respondió.
– ¿Los habrá interrumpido alguien? -sugirió ella, arriesgándose a preguntar un poco más.
– No creo.
– O quizá estaban buscando algo en concreto.
– Basta ya, Alaïs. Éste no es el momento, ni el lugar.
La joven abrió la boca, sin resignarse a renunciar al tema, pero volvió a cerrarla. Era evidente que la conversación había terminado. No iba a averiguar nada más. Era mucho mejor esperar a que su padre quisiera hablar. Recorrieron el resto del camino en silencio.
Cuando tuvieron a la vista la puerta del oeste, François se adelantó.
– Sería aconsejable no mencionar a nadie nuestra salida de esta mañana -se apresuró a decir el senescal.
– ¿Ni siquiera a Guilhelm?
– No creo que a tu marido le complazca saber que has ido al río sin compañía -replicó él secamente-. Los rumores circulan con rapidez. Deberías tratar de descansar y quitarte de la cabeza este desagradable incidente.
Alaïs lo miró a los ojos con expresión inocente
– Claro que si. Como mandéis. Os doy mi palabra, paire. No hablaré de esto con nadie, salvo con vos.
Pelletier titubeó, como si sospechara que la joven lo estaba engañando, pero después sonrió.
– Eres una hija obediente, Alaïs. Sé que puedo confiar en ti.
A su pesar, Alaïs se ruborizó.
CAPÍTULO 4
Desde su privilegiada posición en el tejado de la taberna, el chico de ojos color ámbar y cabello rubio oscuro se volvió para ver de dónde venía el alboroto.
Un mensajero subía galopando por las atestadas calles de la Cité desde la puerta de Narbona, con el más completo desprecio por quien se interpusiera en su camino. Los hombres le gritaban que desmontara. Las mujeres apartaban a sus hijos de debajo de los cascos del caballo. Un par de perros que andaban sueltos se abalanzaron sobre el corcel, ladrando, gruñendo e intentando morderle la grupa. El jinete no les prestó atención.
El caballo sudaba terriblemente. Incluso a tanta distancia, Sajhë podía ver líneas de espuma blanca en la cruz y en los belfos del animal. Con un brusco viraje, el jinete se encaminó hacia el puente que conducía al Château Comtal.
Sajhë se puso de pie para ver mejor, en precario equilibrio sobre el borde afilado de las tejas desiguales, a tiempo para ver al senescal Pelletier saliendo de entre las torres de la puerta, montado sobre un corpulento caballo gris, seguido de Alaïs, también a caballo. La joven le pareció preocupada, y se preguntó qué habría ocurrido y adonde irían. No iban vestidos para cazar.
A Sajhë le gustaba Alaïs. Solía hablar con él cuando iba a visitar a su abuela, Esclarmonda, a diferencia de otras muchas damas de la casa, que fingían no verlo, demasiado ansiosas por las pociones y medicinas que iban a pedirle a la menina, a la abuela, y que ésta les preparaba para bajar la fiebre, reducir una hinchazón o provocar un parto, o bien para resolver asuntos del corazón.
Pero en todos los años que llevaba adorando a Alaïs, Sajhë nunca la había visto tan trastornada como acababa de verla. El chico bajó arrastrándose por las tejas rojizas hasta el borde del techo, desde donde se dejó caer para ir a aterrizar, con un golpe seco, casi encima de una cabra que estaba atada a un carro volteado.
– ¡Eh! ¡Más cuidado con lo que haces! -le gritó una mujer.
– ¡Si ni siquiera la he tocado! -exclamó él, alejándose a toda prisa del radio de alcance de su escoba.
La Cité vibraba con los colores, los olores y los sonidos de un día de mercado. Los postigos de madera chocaban contra los muros de piedra en cada calle y calleja, mientras las señoras y criadas abrían las ventanas al aire, antes de que el calor se volviera demasiado agobiante. Los toneleros vigilaban a sus aprendices, que hacían rodar sus barriles por el empedrado, traqueteando, saltando y dando tumbos, en competencia para llegar a las tabernas antes que sus rivales. Los carros se sacudían torpemente por el terreno desigual, con las ruedas chirriando y atascándose de vez en cuando, en un estruendoso recorrido hacia la plaza Mayor.
Sajhë conocía todos los atajos de la Cité y se movía con soltura entre la maraña de brazos y piernas, escabullándose entre rebaños de ovejas y cabras, entre mulas y burros cargados de cestas y mercancías, y entre piaras de cerdos que circulaban a paso lento y perezoso. Un chico mayor de expresión colérica iba conduciendo un insumiso grupo de ocas, que trompeteaban, se picaban entre sí y lanzaban picotazos a las piernas de dos niñas que tenían cerca. Sajhë les hizo un guiño a las chicas e intentó hacerlas reír. Se situó detrás de la más fea de las aves y aleteó con los brazos.
– ¡Eh! ¿Qué estás haciendo? -le gritó el chico de las ocas-. ¡Fuera, fuera!
Las niñas soltaron una carcajada. Sajhë imitó el trompeteo de las aves, justo en el preciso instante en que la vieja oca gris se daba la vuelta, alargaba el cuello y resoplaba malignamente en la cara del chico.
– Te está bien empleado, pèc -dijo el muchacho-. ¡Idiota!
Sajhë dio un salto atrás, para sustraerse al amenazador pico anaranjado.
– Deberías controlarlas mejor.