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– ¿Seréis capaz de cabalgar?

Sajhë vio que el hombre lo rodeaba para cortar las sogas que le mantenían los brazos atados a un poste, y advirtió que sus facciones le resultaban familiares. Le pareció reconocer algo en su voz y en su forma de inclinar la cabeza

Se puso de pie con gran dificultad

– ¿A quién debo este favor? -preguntó, frotándose las muñecas. Entonces, repentinamente, lo supo. Sajhë volvió a verse a sí mismo como un chico de once años, encaramado a los muros del Château Comtal, sobre las almenas, buscando a Alaïs, prestando oídos al viento para oír su risa flotando en el aire. Y la voz de un hombre que charlaba y bromeaba- Guilhelm du Mas -dijo lentamente.

Guilhelm hizo una pausa y miró sorprendido a Sajhë.

– ¿Nos hemos visto antes, amigo?

– No creo que podáis recordarlo -replicó Sajhë, que apenas se sentía capaz de mirarlo a la cara-. Decidme, amic -prosiguió, enfatizando la palabra-, ¿qué queréis de mí?

– He venido a… -Guilhelm estaba perplejo por la hostilidad que percibía-. ¿Sois Sajhë de Servian?

– ¿Y qué, si lo soy?

– En nombre de Alaïs, a quien ambos… -Guilhelm se interrumpió y se recompuso-. Su hermana, Oriane, está aquí, con uno de sus hijos. Forman parte del ejército cruzado. Oriane ha venido en busca del libro.

Sajhë lo miró fijamente.

– ¿Qué libro? -preguntó desafiante.

Guilhelm siguió hablando, sin prestar atención a la pregunta.

– Oriane se ha enterado de que tenéis una hija y se la ha llevado. No sé adonde van, pero sé que partieron del campamento al anochecer. He venido para ofreceros mi ayuda. -Se incorporó-. Pero si no la queréis…

Sajhë se sintió palidecer.

– ¡Esperad! -gritó.

– Si queréis recuperar viva a vuestra hija -prosiguió Guilhelm con voz firme-, os sugiero que dejéis de lado la animosidad que os inspiro, sea cual sea su causa.

Guilhelm tendió la mano para ayudar a Sajhë a ponerse de pie.

– ¿Sabéis adonde pudo haber llevado Oriane a la niña?

Sajhë miró a los ojos al hombre que había odiado durante toda su vida y entonces, en nombre de Alaïs y de la hija de ese mismo hombre, aceptó la mano que le tendía.

– La niña tiene un nombre -dijo-. Se llama Bertranda.

CAPÍTULO 77

Pico de Soularac

Viernes 8 de julio de 2005

Audric y Alice ascendían en silencio la montaña.

Se habían dicho demasiado para que fueran necesarias más palabras. Audric respiraba pesadamente, pero mantenía la vista fija en el suelo y no dio ni un solo traspié.

– Ya no puede faltar mucho -dijo ella, tanto por sí misma como por él.

– No.

Cinco minutos después, Alice advirtió que habían llegado al lugar del yacimiento, desde la dirección opuesta al aparcamiento. Las tiendas de campaña habían desaparecido, pero todavía quedaban indicios de la reciente ocupación, por las zonas pardas de hierba reseca y los escasos residuos dispersos. Alice distinguió una paleta y el clavo de una tienda, que recogió y se metió en el bolsillo.

Prosiguieron el ascenso, girando hacia la izquierda, hasta llegar al peñasco que Alice había desplazado. Yacía tumbado de lado, bajo la entrada de la cámara, exactamente en el lugar donde había caído. A la luz fantasmagórica de la luna, parecía la cabeza de un ídolo abatido.

«¿De verdad que eso fue solamente el lunes pasado?»

Baillard se detuvo y se recostó en el peñasco, para recuperar el aliento

– Falta muy poco para llegar -dijo ella, para darle ánimos-. Lo siento. Debí advertirle que la cuesta era muy empinada.

Audric sonrió.

– Ya lo recordaba -dijo.

La cogió de la mano. Su piel tenía el tacto de un papel finísimo.

– Cuando lleguemos a la cueva -prosiguió él-, esperarás hasta que te diga que puedes seguirme sin temor. Debes prometerme que te quedarás escondida.

– Sigo pensando que no es buena idea que entre solo -dijo ella empecinadamente-. Aunque esté en lo cierto y no vengan hasta que haya caído la noche, puede quedarse atrapado. Ojalá aceptara mi oferta, Audric. Si voy con usted, podré ayudarlo a buscar el libro. Será más rápido y más fácil si somos dos. Podremos entrar y salir en cuestión de minutos. Entonces nos esconderíamos los dos aquí fuera, para ver lo que ocurre.

– Perdona, pero será mejor para los dos que nos separemos.

– Realmente, no veo por qué, Audric. Nadie sabe que estamos aquí. No creo que corramos un gran peligro -insistió ella, aunque intuía que no era así.

– Eres muy valiente, donaisela -dijo él suavemente-. Como lo era Alaïs. Siempre anteponía la seguridad de los demás a la suya propia. Sacrificó mucho por las personas que amaba.

– Aquí nadie está sacrificando nada -replicó secamente Alice, a quien el miedo empezaba a poner nerviosa-. Y todavía no comprendo por qué no me permitió que viniera antes. Habríamos podido entrar en la cámara cuando todavía era de día, sin correr el riesgo de ser sorprendidos.

Baillard se comportó como si ella no hubiese hablado.

– ¿Ha telefoneado al inspector Noubel? -preguntó.

«No sirve de nada discutir. Al menos de momento.»

– Sí -dijo ella con un sonoro suspiro-. Le he dicho lo que usted me pidió que le dijera.

– Ben -replicó él suavemente-. Comprendo que pienses que no estoy siendo razonable, Alice, pero ya verás. Todo tiene que ocurrir en el momento justo y en el orden adecuado. De lo contrario, no brillará la verdad.

– ¿La verdad? -repitió ella-. Me ha dicho todo lo que hay que saber, Audric. Todo. Ahora mi única preocupación es sacar de aquí a Shelagh, y también a Will, sanos y salvos.

– ¿Todo? -dijo él con delicadeza-. ¿Es posible tal cosa?

Audric se dio la vuelta y miró la entrada de la cueva, un pequeño hueco negro en la extensión rocosa.

– Una verdad puede contradecir a otra -murmuró-. Ahora no es lo mismo que entonces. -La cogió por el brazo-. ¿Te parece que concluyamos la última fase de nuestro trayecto? -preguntó.

Alice lo miró perpleja, desconcertada por su actitud. Se lo veía sereno y confiado. Una especie de pasiva aceptación había descendido sobre él, mientras que ella estaba muy nerviosa, asustada por todo lo que podía salir mal, aterrada ante la perspectiva de que Noubel llegara tarde y temerosa de que Audric se equivocara.

«¿Y si ya están muertos?»

Alice apartó la idea. No podía permitirse pensar de ese modo. Tenía que seguir creyendo que todo iba a salir bien.

En la entrada, Audric se volvió hacia ella y le sonrió, con sus moteados ojos color ámbar resplandecientes de expectación.

– ¿Qué pasa, Audric? -dijo ella rápidamente-. Hay algo. -Se interrumpió, incapaz de encontrar la palabra que buscaba-. Algo…

– ¡Llevo tanto tiempo esperando! -dijo él en voz baja.

– ¿Esperando? ¿Encontrar el libro?

Él sacudió la cabeza.

– La redención -dijo él.

– ¿La redención? ¿De qué?

Alice advirtió con asombro que el anciano tenía lágrimas en los ojos, y se mordió los labios para no romper a llorar.

– No lo entiendo, Audric -susurró, con la voz quebrada.

– Pas a pas se va luènh -dijo él-. ¿Viste estas palabras en la cámara, labradas en los peldaños?

Alice lo miró asombrada.

– Sí, ¿pero cómo…?

Él le tendió la mano, para que le pasara la linterna.

– Tengo que entrar.

Luchando con sus emociones contradictorias, Alice se la dio sin añadir palabra. Lo observó internándose en el túnel y esperó hasta ver desaparecer el último atisbo de luz. Entonces se volvió y se alejó.

El grito de un búho cercano la sobresaltó. Hasta el sonido más leve parecía multiplicarse por cien. Había algo maligno en la oscuridad, en los árboles que se cernían sobre ella, en la ominosa sombra de la montaña misma, en la forma en que las rocas parecían asumir formas poco familiares y amenazadoras. A lo lejos, creyó distinguir el ruido de un coche pasando por una carretera, abajo, en el valle.