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Después, volvió a reinar el silencio.

Alice miró el reloj. Eran las nueve y cuarenta.

A las diez menos cuarto, dos potentes faros delanteros barrieron el aparcamiento, al pie del pico de Soularac.

Paul Authié apagó el motor y salió. Le sorprendió que François-Baptiste no estuviera allí, esperándolo. Levantó la vista en dirección a la cueva, con un repentino destello de alarma en la mirada, pensando que quizá ya hubieran entrado en la cámara.

Descartó la idea. Estaba empezando a ponerse nervioso. Braissart y Domingo habían estado allí hasta una hora antes. Si Marie-Cécile o su hijo se hubieran presentado, lo habrían llamado para decírselo.

Su mano se dirigió al dispositivo de control que llevaba en el bolsillo, preparado para hacer detonar las cargas explosivas y con la cuenta atrás ya iniciada. No tenía que hacer nada. Sólo esperar. Y mirar.

Authié se tocó el crucifijo que llevaba al cuello y se puso a rezar.

Un leve sonido en el bosque que rodeaba el aparcamiento llamó su atención. Aguzó la vista, pero no vio nada. Volvió al coche y encendió las luces largas. Los árboles parecieron saltar hacia él desde la oscuridad, despojados de color.

Protegiéndose los ojos del resplandor, volvió a mirar. Esta vez, distinguió movimientos en el denso sotobosque.

– ¿François-Baptiste?

No hubo respuesta. Authié sintió que se le erizaba el vello de la nuca.

– ¡No tenemos tiempo para esto! -gritó a la oscuridad, imprimiendo un tono de irritación a su voz-. Si quieres el libro y el anillo, ven aquí, donde pueda verte.

Authié empezó a preguntarse si no habría juzgado mal la situación.

– ¡Estoy esperando! -gritó.

Tuvo que reprimir una sonrisa, cuando vio una figura que cobraba forma entre los árboles.

– ¿Dónde está O’Donnell?

Authié estuvo a punto de echarse a reír al ver a François-Baptiste ir hacia él con una cazadora de una talla varias veces más grande de lo que le habría convenido. Tenía un aspecto patético.

– ¿Estás solo? -le preguntó.

– ¿Y a usted qué mierda le importa? -respondió el muchacho, deteniéndose en el límite del bosque-. ¿Dónde está Shelagh O’Donnell?

Con un movimiento de la cabeza, Authié señaló la entrada de la cueva.

– Ya está arriba, esperándote, François-Baptiste. Pensé que así te ahorraría la molestia de subirla. -Dejó escapar una risita breve-. No creo que te ocasione ningún problema.

– ¿Y el libro?

– También arriba -contestó Authié, estirándose los puños de la camisa-. Lo mismo que el anillo. Todo entregado según lo prometido. A tiempo.

François-Baptiste soltó una carcajada.

– Y envuelto para regalo, supongo -dijo el joven en tono sarcástico-. ¿No esperará que me crea que lo ha dejado todo ahí, simplemente?

Authié lo miró con desprecio.

– Mi tarea consistía en conseguir el libro y el anillo, y es lo que he hecho. Al mismo tiempo, os he devuelto también a vuestra…, ¿cómo llamarla?…, a vuestra espía. Considéralo filantropía de mi parte. -Estrechó los ojos-. Lo que madame De l’Oradore decida hacer con ella ya no es asunto mío.

La sombra de la duda atravesó el rostro del muchacho.

– ¿Y todo por vuestro bondadoso corazón?

– Por la Noublesso Véritable -dijo Authié con suavidad-. ¿O es que aún no te han propuesto ingresar? Supongo que el mero hecho de ser su hijo no supone ningún privilegio. Ve y echa un vistazo. ¿O tu madre ya está dentro, preparándose?

François-Baptiste lo fulminó con la mirada.

– ¿Creías que no me había contado nada? -Authié dio un paso hacia él-. ¿Creías que no sé lo que hace? -Podía sentir el odio del muchacho creciendo en su interior-. ¿La has visto, François-Baptiste? ¿Has visto el éxtasis en su cara cuando pronuncia esas palabras obscenas, esas blasfemias? ¡Es una ofensa contra Dios!

– ¡No se atreva a hablar así de ella! -exclamó el muchacho, llevándose la mano al bolsillo.

Authié se echó a reír.

– ¡Muy bien! ¡Coge el teléfono y llámala! Te dirá lo que tienes que hacer y lo que tienes que pensar. No hagas nada sin preguntárselo primero a ella.

Se dio la vuelta para dirigirse hacia el coche. Oyó el chasquido del seguro del arma y tardó una fracción de segundo en comprender lo que era. Incrédulo, se giró. Fue demasiado lento. El otro ya había apretado el gatillo, primero una vez y después otra, en rápida sucesión.

El primer tiro falló por un amplio margen. El segundo le dio de lleno en el muslo. La bala le atravesó la pierna, astillándole el hueso y saliendo por el otro lado. Authié cayó al suelo, gritando, mientras una oleada de dolor le recorría el cuerpo.

François-Baptiste caminaba hacia él, sosteniendo la pistola con los dos brazos extendidos. Authié intentó ponerse a salvo arrastrándose, dejando tras de sí una estela de sangre sobre la grava, pero ya tenía al muchacho encima.

Por un instante, sus miradas se encontraron Entonces François-Baptiste volvió a disparar.

Alice se sobresaltó.

El estallido de los disparos desgarró el aire quieto de la montaña y reverberó hacia ella, reflejado por la roca.

Su corazón se desbocó. No podía determinar la procedencia de los balazos. Si hubiese estado en su casa, habría pensado que era un granjero disparando a los conejos o los cuervos.

«No ha sonado como una escopeta de caza.»

Se puso de pie tan sigilosamente como pudo e intentó mirar a través de la oscuridad, en dirección a donde pensaba que debía de estar el aparcamiento. Oyó una puerta de coche que se cerraba y, poco después, el sonido de unas voces humanas y de palabras transportadas por el viento.

«¿Qué estará haciendo Audric ahí dentro?»

Estaban muy lejos, pero podía sentir su presencia en la montaña. De vez en cuando, Alice distinguía el ruido de un guijarro rodando por la grava del camino, desplazado por los pasos de los recién llegados, o bien el crujido de una rama.

Se acercó un poco más a la entrada de la cueva, enviando miradas desesperadas a la misma, como si fuera posible, por la sola fuerza de su voluntad, conjurar a Audric y hacer que se materializara en la oscuridad.

«¿Por qué no sale?»

– ¡Audric! -susurró-. Alguien viene. ¡Audric!

Nada más que silencio. Alice se asomó a la oscuridad del túnel que se extendía ante ella y sintió flaquear su coraje.

«Tienes que prevenirlo.»

Rezando para que no fuera demasiado tarde, Alice entró y bajó corriendo, en dirección a la cámara del laberinto.

CAPÍTULO 78

Los Seres

Març 1244

Pese a las heridas de Sajhë, avanzaron a buen ritmo, desde Montségur hacia el sur, siguiendo el río. Viajaban ligeros y cabalgaron sin tregua, deteniéndose únicamente para que los caballos pudieran beber y descansar, y utilizando las espadas para romper el hielo. Guilhelm advirtió de inmediato que las habilidades de Sajhë superaban las suyas.

Sabía algo del pasado de Sajhë, de cómo solía llevar los mensajes de los parfaits a los pueblos más remotos y aislados de los Pirineos, y de cómo transmitía información a los combatientes rebeldes. Era evidente que aquel hombre más joven que él conocía todos los valles y pasos practicables y todos los senderos ocultos en los bosques, los barrancos y las llanuras.

Guilhelm también se daba cuenta de la feroz animadversión que él le inspiraba, aunque no dijera nada. Era como sentir el sol ardiente abrasándole la nuca. Guilhelm conocía la fama de Sajhë de hombre leal, valeroso y honrado, dispuesto a morir por aquello en lo que creía. A pesar de su animosidad, Guilhelm podía comprender que Alaïs lo amara y hubiera tenido una hija con él, aun cuando la sola idea fuera como un puñal clavado en el corazón.