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La suerte los acompañó. Durante la noche no nevó mucho. Al día siguiente, el 19 de marzo, amaneció claro y despejado, con unas pocas nubes y brisa ligera.

Sajhë y Guilhelm llegaron a Los Seres al anochecer. El pueblo se encontraba al fondo de un valle pequeño y aislado y, pese al frío, el aire ya tenía el suave aroma de la primavera. En los árboles de los alrededores del caserío se veían brotes verdes entre el blanco de la escarcha. Las primeras flores primaverales empezaban a despuntar tímidamente en los setos y al borde del camino por donde ellos cabalgaban siguiendo la senda que conducía al pequeño grupo de casas. El pueblo parecía desierto, abandonado.

Los dos hombres desmontaron y, llevando a sus caballos de las riendas, recorrieron a pie el último tramo hasta el centro del caserío. El sonido de las herraduras chocando con los guijarros y la dura tierra del camino reverberaba sonoramente en el silencio. Unos pocos penachos de humo se desprendían casi con cautela de las chimeneas de una o dos de las casas. Ojos suspicaces los espiaban a través de rendijas y grietas de los postigos, para retirarse en seguida. Los desertores franceses no solían verse en esas cotas de la montaña, pero de vez en cuando llegaban. Y normalmente traían problemas.

Sajhë ató su caballo junto a la fuente. Guilhelm lo imitó y lo siguió, atravesando el centro del pueblo hasta una casa pequeña. Faltaban tejas del techado y los postigos necesitaban alguna reparación, pero las paredes se veían fuertes. Guilhelm pensó que no haría falta mucho trabajo para poner la casa en condiciones.

Esperó a que Sajhë empujara la puerta, que se resistía a abrirse, hinchada por la humedad y rígida por la falta de uso. Al final crujió y se abrió lo suficiente como para que Sajhë pudiera pasar.

Guilhelm lo siguió y de inmediato sintió el aire húmedo, semejante al de un sepulcro, que le entumecía los dedos. En la pared opuesta a la puerta había un montón de tierra y hojas, que seguramente se habrían colado con el viento del invierno. Había carámbanos por dentro de los postigos y bajo el alféizar de la ventana, donde formaban una orla desigual.

En la mesa habían quedado los restos de una comida. Una jarra vieja, platos, vasos y un cuchillo. En la superficie del vino se había formado una película de moho, como verdes algas sobre una laguna. Las banquetas estaban cuidadosamente arrimadas a la pared.

– ¿Es vuestra casa? -preguntó Guilhelm en voz baja.

Sajhë asintió.

– ¿Cuándo os marchasteis?

– Hace un año.

En el centro de la habitación se localizaba una olla oxidada sobre una pila de ceniza y madera carbonizada que había ardido mucho tiempo atrás. Guilhelm contempló con tristeza el gesto de Sajhë de inclinarse para poner mejor la tapa.

Al fondo de la casa había una cortina raída. Sajhë la apartó, revelando otra mesa con dos sillas, una frente a otra. La pared estaba cubierta por una estrecha estantería, casi completamente vacía. Un viejo mortero, un par de cuencos y cucharones, y unos cuantos botes cubiertos de polvo era todo lo que quedaba. Sobre la estantería, en el techo bajo, había unos ganchos de los que aún colgaban polvorientos atados de hierbas, una rama petrificada de hierba de gato y otra de hojas de zarzamora.

– Para sus medicinas -dijo Sajhë inesperadamente. Guilhelm permaneció en silencio, con las manos cruzadas delante del cuerpo, para no interrumpir a Sajhë en sus rememoraciones.

– Todos acudían a ella, hombres y mujeres: cuando caían enfermos, cuando sufrían tormentos espirituales, o para mantener saludables a sus hijos durante el invierno. Bertranda… Alaïs la dejaba ayudar preparando los ingredientes o llevando paquetes a las casas.

Sajhë sintió que le fallaba la voz y guardó silencio. Guilhelm también tenía un nudo en la garganta. Él también recordaba los frascos y las jarras con que Alaïs había llenado la habitación de ambos en el Château Comtal, y la silenciosa concentración con que solía trabajar.

Sajhë dejó caer la cortina que sostenía en la mano. Después, verificando la firmeza de los peldaños, subió con cuidado la escalera que conducía a la plataforma superior. Allí, mohosa y sucia de excrementos de animales, había una pila de viejas mantas y paja podrida, que era todo lo que quedaba del lugar donde dormía la familia. Una vela solitaria, con restos de cera, permanecía erguida junto a la pila de ropa de cama, delante de las reveladoras manchas de humo que aún se distinguían en la pared del fondo.

Incapaz de seguir siendo testigo del dolor de Sajhë durante mucho tiempo más, Guilhelm salió a esperarlo fuera. Sentía que no tenía derecho a interferir.

Poco después, Sajhë reapareció. Sus ojos estaban enrojecidos, pero se dirigió con paso firme y decidido hacia donde estaba Guilhelm, de pie en el punto más alto del pueblo, mirando en dirección al oeste.

– ¿Cuándo aclarará? -dijo cuando Sajhë llegó a su lado. Los dos hombres eran de similar estatura, pero los surcos de la cara de Guilhelm y los mechones grises de su cabellera revelaban que estaba quince años más cerca de la tumba.

– El sol sale tarde en las montañas en esta época del año.

Guilhelm se quedó un momento en silencio.

– ¿Qué queréis hacer? -preguntó, respetando el derecho de Sajhë a decidir en su casa.

– Tenemos que llevar los caballos a los establos y encontrar un lugar donde dormir. Dudo que lleguen antes de la mañana.

– ¿No queréis…? -empezó Guilhelm, mirando en dirección a la casa.

– No -replicó Sajhë rápidamente-, ahí no. Hay una mujer que nos dará de comer y nos acogerá por la noche. Mañana deberíamos subir un poco más por la montaña y acampar en algún lugar cerca de la cueva, para esperarlos.

– ¿Pensáis que Oriane no entrará en el pueblo?

– Seguramente adivinará dónde ha escondido Alaïs el Libro de las palabras. Ha tenido tiempo suficiente para estudiar los otros dos libros a lo largo de los últimos treinta años.

Guilhelm lo miró por el rabillo del ojo.

– ¿Y no se equivoca? ¿El libro sigue allí, en la cueva?

Sajhë hizo como si no lo hubiese oído.

– No entiendo cómo convenció Oriane a Bertranda para que se fuera con ella -dijo-. Le recalqué que no se fuera sin mí, que esperara mi regreso.

Guilhelm no dijo nada. No había nada que pudiera decir para apaciguar el temor de Sajhë. La rabia de éste no tardó en arder y consumirse por sí sola.

– ¿Creéis que Oriane habrá traído consigo los otros dos libros? -preguntó de pronto.

Guilhelm sacudió la cabeza.

– Supongo que los tendrá a buen recaudo en sus sótanos, en algún lugar de Evreux o de Chartres. ¿Para qué arriesgarse a traerlos hasta aquí?

– ¿La amabais?

La pregunta cogió a Guilhelm por sorpresa.

– La deseaba -respondió lentamente-. Estaba hechizado, embriagado por mi propia importancia…

– No me refiero a Oriane -dijo Sajhë bruscamente-, sino a Alaïs.

Guilhelm sintió como si un aro de hierro le apretara la garganta.

– Alaïs -susurró. Por un momento, quedó atrapado en sus recuerdos, hasta que la fuerza de la intensa mirada de Sajhë lo devolvió al frío del presente-. Después de… -Se le quebró la voz-. Después de la caída de Carcassona, la vi solamente una vez. Se quedó conmigo tres meses. La habían apresado los inquisidores y…

– ¡Lo sé! -exclamó Sajhë, pero después su voz pareció desmoronarse-. Lo sé todo.

Intrigado por la reacción de Sajhë, Guilhelm mantuvo la mirada fija al frente. Para su sorpresa, notó que estaba sonriendo.

– Sí. -La palabra cayó deslizándose de sus labios-. La quise más que a nada en el mundo. Pero no comprendí el valor del amor, ni su fragilidad, hasta haberlo destrozado con mis propias manos.