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De pronto, no pudo soportar la idea de que Bertranda estuviera tan cerca.

– Voy a bajar.

– ¡No! -exclamó en seguida Guilhelm-. No -insistió, en tono más sereno-. Es demasiado arriesgado. Si os ven, pondréis en peligro la vida de Bertranda. Sabemos que Oriane vendrá a la cueva. Aquí tendremos de nuestra parte el factor sorpresa. Es mejor esperar a que venga a nuestro encuentro. -Hizo una pausa-. No debéis culparos, amigo mío. No habríais podido evitar lo sucedido. Le haréis mejor servicio a vuestra hija si respetáis nuestro plan hasta el final.

Sajhë se apartó del brazo la mano de Guilhelm.

– No tenéis idea de lo que siento en este momento -replicó, con la voz temblando de ira-. ¿Cómo os atrevéis a suponer que me conocéis?

Guilhelm hizo un gesto de irónica rendición.

– Lo siento.

– No es más que una niña.

– ¿Cuántos años tiene?

– Nueve -replicó Sajhë con brusquedad.

Guilhelm frunció el ceño.

– Entonces tiene edad suficiente para razonar -dijo, pensando en voz alta-. Incluso si Oriane no la ha obligado, sino que la ha convencido para salir del campamento con ella, es probable que a estas alturas Bertranda sospeche de ella. ¿Sabía que Oriane estaba en el campamento? ¿Sabía de la existencia de su tía?

Sajhë hizo un gesto afirmativo.

– Ella sabe que Oriane no es amiga de Alaïs. Jamás se habría ido con ella.

– No, de haber sabido quién era -repuso Guilhelm-. Pero ¿y si no lo sabía?

Sajhë pensó un momento y finalmente sacudió la cabeza.

– Aun así, no creo que se hubiese marchado con una extraña. Le dije claramente que tenía que esperarnos…

Se interrumpió, advirtiendo que había estado a punto de delatarse, pero Guilhelm estaba inmerso en sus razonamientos. Sajhë suspiró aliviado.

– Creo que podremos ocuparnos de los soldados cuando hayamos rescatado a Bertranda -dijo Guilhelm-. Cuanto más pienso al respecto, más probable me parece que Oriane deje a sus hombres acampados y continúe sola con vuestra hija.

Sajhë empezó a prestar atención.

– Continuad.

– Oriane lleva más de treinta años esperando este momento. El ocultamiento le resulta tan natural como respirar. No creo que se arriesgue a que nadie más descubra la ubicación exacta de la cueva. No querrá compartir el secreto, y como cree que nadie sabe que está aquí, a excepción de su hijo, no esperará encontrar ningún obstáculo. -Guilhelm hizo una pausa-. Oriane es… Para apoderarse de la Trilogía del Laberinto -prosiguió-, Oriane ha mentido, ha matado y ha traicionado a su padre y a su hermana. Se ha condenado por los libros.

– ¿Ha matado?

– A su primer marido, Jehan Congost, desde luego, aunque no fue su mano la que empuñó la daga.

– François -murmuró Sajhë, en voz demasiado baja como para que Guilhelm pudiera oírlo. Experimentó entonces el destello de un recuerdo, los gritos, la agitación desesperada de los cascos del caballo mientras el hombre y el animal eran tragados por la ciénaga.

– Y siempre la he creído responsable de la muerte de una mujer que Alaïs apreciaba mucho -prosiguió Guilhelm-. Ya no recuerdo su nombre, después de tantos años, pero era una mujer muy sabia que vivía en la Ciutat. Le había enseñado a Alaïs todo lo que sabía sobre medicinas y remedios, y a utilizar los dones de la naturaleza para hacer el bien. -Hizo una pausa-. Alaïs la adoraba.

Sólo la obstinación impidió a Sajhë revelarle a Guilhelm su identidad. Sólo la obstinación y los celos le impidieron confiarle cómo había sido su vida con Alaïs.

– Esclarmonda no murió -dijo, incapaz de seguir fingiendo.

Guilhelm se quedó petrificado.

– ¿Qué? -dijo-. ¿Lo sabe Alaïs?

Sajhë asintió.

– Cuando huyó del Château Comtal, fue en busca de ayuda a casa de Esclarmonda… y de su nieto. Salió…

El seco sonido de la voz de Oriane, autoritaria y fría, interrumpió la conversación. Los dos hombres, ambos habituados a luchar en las montañas, se echaron de inmediato al suelo. Sin un ruido, desenvainaron las espadas y ocuparon sus puestos cerca de la entrada de la cueva. Sajhë se escondió detrás de una saliente rocosa, un poco por debajo de la entrada, mientras Guilhelm se ocultaba detrás de un círculo de arbustos de espinos, cuyas ramas asumían en la penumbra un aspecto amenazador.

Las voces se estaban acercando. Podían oír el ruido de las botas de los soldados y de sus armaduras y hebillas mientras ascendían entre las piedras y los guijarros de la senda rocosa.

Sajhë sentía como si estuviera dando cada paso con Bertranda. Cada instante duraba una eternidad. El sonido de pasos y el eco de las voces se repetía una y otra vez, sin que pareciera que se estuvieran acercando.

Finalmente, dos figuras emergieron de entre los árboles. Oriane y Bertranda. Como Guilhelm había supuesto, venían solas. Sajhë vio que Guilhelm lo miraba fijamente, advirtiéndole que no se moviera aún, que esperara hasta tener a Oriane al alcance de sus armas y hasta poder apartar de su lado a Bertranda sin riesgo para la niña.

Mientras se acercaban, Sajhë apretó los puños para reprimir el grito de ira que le nacía en las entrañas. Bertranda tenía un corte en la mejilla, rojo sobre su piel de palidez helada. Oriane la había atado con una cuerda que le rodeaba el cuello, le bajaba por la espalda y le sujetaba las muñecas, unidas por detrás del cuerpo. El otro extremo de la soga estaba en la mano izquierda de Oriane. En la derecha empuñaba una daga, que usaba para pinchar a la niña en la espalda, para que ésta no dejara de avanzar.

Bertranda caminaba con dificultad y tropezaba a menudo. Aguzando la mirada, Sajhë advirtió, bajo la falda de la niña, que la pequeña tenía los tobillos atados. El trozo de cuerda que mediaba entre los dos nudos sólo le permitía dar un paso.

Sajhë se obligó a permanecer inmóvil, esperando y mirando, hasta que la mujer y la niña llegaron al claro que se extendía justo al pie de la cueva.

– Dijiste que estaba detrás de los árboles.

Bertranda murmuró en voz baja algo que Sajhë no pudo oír.

– Por tu propio bien, espero que estés diciendo la verdad -dijo Oriane.

– Está ahí -replicó Bertranda. Su voz era firme, pero Sajhë percibió el terror que había en ella y sintió que se le encogía el corazón.

El plan era atacar por sorpresa a Oriane a la entrada de la cueva. Él se ocuparía de poner a salvo a Bertranda, mientras Guilhelm desarmaba a Oriane antes de que ésta tuviera oportunidad de usar el cuchillo.

Sajhë miró a Guilhelm, que hizo un gesto afirmativo, para expresarle que estaba preparado.

– Pero ¡tú no puedes entrar! -estaba diciendo Bertranda-. Es un lugar sagrado. Sólo los guardianes pueden entrar.

– ¿Ah, sí? -dijo Oriane en tono burlón-. ¿Y quién va a impedírmelo? ¿Tú? -Una mueca de amargura le desfiguró el rostro-. Te pareces tanto a ella que me repugnas -añadió, sacudiendo la cuerda que rodeaba el cuello de Bertranda haciéndola gritar de dolor-. Alaïs siempre nos estaba diciendo a todos lo que teníamos que hacer. Siempre se creyó mejor que los demás.

– ¡No es cierto! -exclamó Bertranda, valerosa pese a lo desesperado de su situación. Sajhë hubiese querido hacerla callar, pero al mismo tiempo sabía que Alaïs se habría sentido orgullosa de su coraje. Él mismo se sentía orgulloso del valor de la niña. ¡Se parecía tanto a sus padres!

Bertranda se había echado a llorar.

– ¡No puede ser! ¡No debes entrar! ¡La cueva no te dejará entrar! ¡El laberinto protegerá su secreto de ti y de todo aquel que vaya en su busca con malos propósitos!

Oriane dejó escapar una breve carcajada.

– Ésas no son más que historias para asustar a las niñas estúpidas como tú.