El aire parecía cada vez más frío, y hasta gélido, como si algo le estuviera sorbiendo la vida a la cueva. No lo comprendía. Si era un lugar sagrado, si en efecto era la cueva del laberinto, ¿por qué se sentía en presencia de tanta perversidad?
Guilhelm se encontró de pie sobre una plataforma natural de piedra. Un par de peldaños anchos y de escasa altura, directamente delante de él, conducían a una zona donde el suelo era liso y llano. Una antorcha ardía sobre un altar de piedra, proyectando algo de luz a su alrededor.
Las dos hermanas estaban frente a frente: Oriane, con el puñal apoyado aún sobre el cuello de Bertranda, y Alaïs, completamente inmóvil.
Guilhelm se agachó, rezando por que Oriane no lo hubiera visto aún. Tan sigilosamente como pudo, empezó a acercarse poco a poco a la pared, al amparo de las sombras, hasta estar suficientemente cerca para ver y oír lo que estaba ocurriendo.
Oriane arrojó algo al suelo, delante de Alaïs.
– ¡Cógelo! -gritó- ¡Abre el laberinto! ¡Sé que allí está oculto el Libro de las palabras!
Guilhelm vio que los ojos de Alaïs se abrían por el asombro – ¿No has leído el Libro de los números? -dijo Oriane-. Me sorprendes, hermana. Allí está la explicación de la llave.
Alaïs vaciló.
– El anillo, con el merel inserto en él, abre la cámara en el corazón del laberinto.
Oriane tiró hacia atrás de la cabeza de Bertranda, tensando la piel del cuello de la pequeña, sobre el cual resplandecía el acero del puñal.
– ¡Hazlo ya, hermana!
Bertranda gritó. El sonido pareció atravesar la cabeza de Guilhelm como un cuchillo. Arrugando la frente, miró a Alaïs, que tenía el brazo herido colgando inservible a un lado del cuerpo.
– Deja que se vaya ella primero -dijo.
Oriane sacudió la cabeza. Se le había soltado el pelo y sus ojos parecían salvajes, obsesivos. Sosteniendo la mirada de Alaïs, lentamente y con deliberada frialdad, hizo una nueva incisión en el cuello de Bertranda.
La niña volvió a gritar, mientras la sangre resbalaba por su cuello.
– El próximo corte será más profundo -dijo Oriane, con la voz temblando de odio-. Ve a buscar el libro.
Alaïs se agachó, recogió el anillo y se dirigió hacia el laberinto. Oriane la siguió, arrastrando consigo a Bertranda. Alaïs podía sentir la respiración acelerada de su hija, que estaba a punto de perder el conocimiento, avanzando a tropezones con los pies aún atados.
Por un instante se detuvo, mientras sus pensamientos retrocedían hasta el momento en que había visto a Harif realizar esa misma tarea por primera vez.
Alaïs empujó con la mano izquierda la áspera piedra del laberinto, sintiendo que el dolor le estallaba en el brazo herido. No le hizo falta ninguna vela para distinguir el contorno del símbolo egipcio de la vida, el anj, como Harif le había enseñado a llamarlo. Después, impidiendo con la espalda que Oriane viera sus movimientos, insertó el anillo en la pequeña abertura que había en la base del círculo central del laberinto, justo delante de su cara. Por el bien de Bertranda, rezó por que funcionara. No se habían pronunciado las palabras, ni se había preparado nada tal como hubiese debido prepararse. Las circunstancias no podían diferir más de la vez anterior, cuando se había presentado como suplicante ante la piedra del laberinto.
– Di anj djet -murmuró. Las antiguas palabras le supieron a ceniza.
Hubo un chasquido seco, como cuando se inserta una llave en su cerradura. Por un instante, pareció como si nada fuera a suceder. Después, desde el interior del muro, se oyó el ruido de algo desplazándose, piedra contra piedra. Entonces Alaïs se movió y, en la penumbra, Guilhelm vio que un compartimento había quedado al descubierto en el centro del laberinto. Dentro, había un libro.
– ¡Dámelo! -ordenó Oriane-. ¡Ponlo aquí, sobre al altar!
Alaïs obedeció, sin desviar ni una vez la mirada de la cara de su hermana.
– Ahora déjala ir. Ya no la necesitas.
– ¡Ábrelo! -gritó Oriane-. Quiero asegurarme de que no me engañas.
Guilhelm se acercó un poco más. En la primera página, dorado y resplandeciente, había un símbolo que él nunca había visto: un óvalo, o más bien una lágrima por su forma, dispuesto sobre una especie de cruz, semejante al báculo de un pastor.
– Sigue -ordenó Oriane-. Quiero verlo todo.
Las manos de Alaïs temblaban mientras pasaba las páginas. Guilhelm pudo ver una extraña mezcla de dibujos y trazos, y línea tras línea de símbolos de escritura menuda que cubrían toda la hoja.
– Cógelo, Oriane -dijo Alaïs, haciendo un esfuerzo para mantener firme la voz-. Quédate con el libro y devuélveme a mi hija.
Guilhelm vio el resplandor del acero. Comprendió lo que estaba a punto de suceder, un instante antes de que sucediera. Supo que los celos y la envidia de Oriane la llevarían a destruir todo lo que Alaïs apreciaba o amaba.
Se abalanzó sobre Oriane, golpeándola de lado. Al hacerlo, sintió que sus costillas rotas cedían y estuvo a punto de perder el conocimiento por el dolor, pero el impulso había sido suficiente para hacer que la mujer soltara a Bertranda.
El cuchillo cayó de las manos de Oriane y se perdió de vista, resbalando por el suelo, hasta confundirse con las sombras detrás del altar. Bertranda salió despedida hacia adelante con la colisión. Gritó y se golpeó la cabeza con la esquina del altar. Después, se quedó completamente inmóvil.
– ¡Guilhelm, llévate a Bertranda! -gritó Alaïs-. Está herida, y Sajhë también lo está. Ayúdalos. Hay un hombre llamado Harif esperando en el pueblo. Él te ayudará.
Guilhelm dudó.
– ¡Por favor, Guilhelm, sálvala!
Sus últimas palabras se perdieron, porque Oriane había conseguido ponerse en pie con gran esfuerzo y, tras recuperar el cuchillo, se había abalanzado sobre Alaïs. El acero se hundió en el brazo ya herido de la joven.
Guilhelm sentía el corazón desgarrado. No quería dejar a Alaïs enfrentarse sola con Oriane, pero tampoco podía ver a Bertranda yaciendo inerte y pálida en el suelo.
– ¡Por favor, Guilhelm, llévatela!
Volviéndose para echar una última mirada a Alaïs, recogió a la hija de ambos en sus brazos doloridos y corrió, intentando no ver la sangre que manaba de la herida. Comprendió que era lo que Alaïs quería que hiciera.
Mientras atravesaba con paso inseguro la cámara, Guilhelm oyó un rugido, como de un trueno atrapado en lo profundo de la montaña. Cuando tropezó, pensó que sus piernas ya no lo sostenían, pero siguió adelante y logró subir los peldaños y regresar al túnel. Resbaló en las piedras flojas, con las piernas y los brazos ardiendo de dolor. Entonces se dio cuenta de que el suelo se estaba moviendo, temblando. La tierra bajo sus pies se estremecía.
Ya casi no le quedaban fuerzas. Bertranda yacía inerte en sus brazos y parecía pesarle más a cada paso que daba. El ruido aumentaba en intensidad a medida que avanzaban. Trozos de roca y polvo empezaron a caer del techo, precipitándose a su alrededor.
Pero entonces Guilhelm comenzó a sentir el aire fresco que salía a su encuentro. Unos pasos más, y salió al gris anochecer.
Guilhelm corrió hacia donde Sajhë yacía inconsciente y pudo ver que su respiración era regular.
Bertranda tenía una palidez mortal, pero empezaba a gemir y a mover los brazos. La depositó en el suelo, junto a Sajhë, y corrió a despojar de sus capas a los soldados muertos, para abrigarlos. Después se arrancó del cuello su propia capa, soltando con el movimiento la hebilla de plata y cobre, que salió despedida y cayó en el suelo polvoriento. Plegó la capa y la puso debajo de la cabeza de Bertranda, para que le sirviera de almohada.