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– Sólo los bebés tienen miedo de las ocas -replicó el chico con sorna, haciendo frente a Sajhë-. ¿Te dan miedo las ocas, nenon?

– Yo no tengo miedo -se ufanó Sajhë-. Pero ellas sí -añadió, señalando a las dos niñas escondidas detrás de las faldas de su madre-. Deberías tener más cuidado.

– Y a ti qué te importa lo que yo haga, ¿eh?

– Sólo te digo que tengas más cuidado.

El otro chico se acercó un poco más, sacudiendo la vara delante de la cara de Sajhë.

– ¿Y quién va a obligarme? ¿Tú?

El chico le sacaba la cabeza a Sajhë y su piel era una masa de magulladuras y marcas rojizas. Sajhë dio un paso atrás y levantó las manos.

– He dicho que quién va a obligarme -repitió el chico, poniéndose en guardia para pelear.

Las palabras habrían cedido paso a los puños de no haber sido porque un viejo borracho que dormitaba contra una pared se despertó y empezó a vociferarles que se marcharan y lo dejaran en paz. Sajhë aprovechó la distracción para esfumarse.

El sol acababa de trepar a los tejados de las casas más altas, inundando de listones de luz algunos tramos de la calle y haciendo resplandecer la herradura que colgaba sobre la puerta del taller del herrero. Sajhë se detuvo y miró al interior, sintiendo en la cara el calor de la fragua, incluso desde la calle.

Había unos cuantos hombres esperando su turno alrededor de la forja, así como varios escuderos con los yelmos, los escudos y las cotas de sus amos, todo lo cual requería atención. El chico supuso que el herrero del castillo debía de estar desbordado de trabajo.

Sajhë no tenía la cuna ni la estirpe para servir de paje, pero eso no le impedía soñar con llegar a ser chevalièr algún día, con sus propios colores. Sonrió a un par de chicos de su edad, pero ellos hicieron como que no lo veían, como hacían siempre y seguirían haciendo.

El niño se dio la vuelta y se alejó.

La mayoría de los vendedores del mercado acudían todas las semanas y se instalaban siempre en el mismo sitio. El olor a grasa caliente llenó la nariz de Sajhë en el instante en que pisó la plaza. Se quedó remoloneando en un tenderete donde un hombre freía tortitas, dándoles vueltas sobre una reja caliente. El olor del espeso guiso de alubias y del tibio pan mitadenc, hecho con la misma cantidad de trigo que de cebada, le abrió el apetito. Pasó junto a puestos donde vendían hebillas y caperuzas, pieles, cueros y paños de lana, mercancías locales y otros artículos más exóticos, como cinturones y monederos de Córdoba o de lugares todavía más lejanos, pero no se paró a mirar. Se detuvo en cambio un momento delante de un puesto que ofrecía tijeras para esquilar y cuchillos, antes de continuar hasta el rincón de la plaza donde se concentraba la mayoría de los corrales para animales. Siempre había allí gran cantidad de pollos y capones en jaulas de madera, y a veces alondras y jilgueros, que silbaban y gorjeaban. Sus preferidos eran los conejos, amontonados unos junto a otros formando una pila de pelos blancos, negros y marrones.

Sajhë pasó delante de los tenderetes de grano y sal, carne en salazón, cerveza y vino, hasta llegar a un puesto de hierbas y especias exóticas. Delante de la mesa había un mercader. El chico nunca había visto a un hombre tan alto y negro como aquél. Vestía una túnica larga, de un azul iridiscente, un turbante de seda brillante, y puntiagudas babuchas rojas y doradas. Tenía la tez aún más oscura que la de los gitanos que llegaban de Navarra y Aragón, atravesando las montañas. Sajhë supuso que debía de ser sarraceno, aunque nunca había visto ninguno.

El mercader había desplegado su mercancía formando un círculo: verdes y amarillos, naranjas, castaños, rojos y ocres. Al frente había romero y perejil, ajo, caléndula y lavanda, pero al fondo estaban las especias más caras, cardamomo, nuez moscada y azafrán. Sajhë no reconoció ninguna de las otras, pero ardía en deseos de contarle lo visto a su abuela.

Estaba a punto de acercarse un poco más para ver mejor, cuando el sarraceno rugió con voz atronadora. Su mano oscura y pesada acababa de aferrar la muñeca de un ladronzuelo que había intentado sustraerle una moneda del saquillo bordado que llevaba colgado de la cintura, en el extremo de una cuerda roja trenzada. Le dio al pillastre un bofetón que le hizo volver la cara y lo lanzó contra una mujer que venía detrás y que a su vez soltó un alarido. En seguida empezó a congregarse una pequeña muchedumbre.

Sajhë se escabulló del lugar. No quería meterse en líos.

Dejó atrás la plaza y se encaminó hacia la taberna de Sant Joan dels Evangèlis. Como no llevaba dinero, había concebido el vago proyecto de ofrecerse para hacer algún recado a cambio de una taza de caldo. Entonces oyó que alguien lo llamaba por su nombre.

Sajhë se volvió y vio a na Martí, una amiga de su abuela, sentada en su tenderete con su marido, haciéndole señas para que se acercara. Ella era hilandera y su marido, cardador, y casi todas las semanas se instalaban en el mismo sitio, para peinar la lana, hilarla y preparar las madejas.

El chico le devolvió el saludo. Al igual que Esclarmonda, na Martí era seguidora de la nueva iglesia. Su marido, el sènher Martí, no era uno de los fieles, pero el día de Pentecostés había estado en casa de Esclarmonda con su esposa, escuchando la prédica de los bons homes.

Na Martí le revolvió el pelo.

– ¿Qué tal estás, muchacho? ¡Cuánto has crecido! ¡Casi no te reconozco!

– Bien, gracias -le respondió él sonriendo. Después se volvió hacia el marido, que estaba peinando la lana en madejas listas para vender-. Bonjorn, sènher.

– ¿Y Esclarmonda? -prosiguió na Martí-. ¿También está bien? ¿Mirando por todos, como siempre?

El chico sonrió.

– Como siempre.

– Ben, ben.

Sajhë se sentó, con las piernas cruzadas, a los pies de la mujer, y se puso a contemplar la rueda de la rueca, dando vueltas y más vueltas.

– Na Martí -dijo al cabo de un rato-, ¿por qué ya no venís a orar con nosotros?

El sènher Martí detuvo lo que estaba haciendo y cruzó con su esposa una mirada inquieta.

– Oh, ya sabes cómo es esto -replicó na Martí rehuyendo sus ojos. – ¡Tenemos tanto trabajo últimamente! No es fácil hacer el viaje a Carcassona con tanta frecuencia como quisiéramos.

Ajustó el huso y siguió hilando, mientras el balanceo del pedal llenaba el silencio que había caído entre ellos.

– La menina os echa de menos.

– Yo también, pero las amigas no siempre pueden estar juntas.

Sajhë frunció el entrecejo.

– Pero entonces, ¿por qué…?

El sènher Martí le dio un golpecito seco en el hombro.

– No hables tan alto -dijo en voz baja-. Estas cosas no deben salir de entre nosotros.

– ¿Qué cosas no deben salir de entre nosotros? -preguntó el chico desconcertado-. Yo solamente…

– Ya te hemos oído, Sajhë -dijo el sènher Martí, mirando por encima del hombro-. Todo el mercado te ha oído. Ahora ya basta de hablar de prédicas, ¿me has entendido?

Sin comprender qué había podido decir que hiciera enfadar tanto al sènher Martí, Sajhë se puso en pie rápidamente y trastabillando. Na Martí se volvió hacia su marido. Parecían haber olvidado su presencia.

– Eres demasiado duro con él, Rogier -dijo ella en un susurro-. No es más que un chiquillo.

– Basta con que uno solo se vaya de la lengua para que nos encierren con los demás. No podemos correr ningún riesgo. Si la gente piensa que nos juntamos con herejes…

– ¡Vaya con el hereje! -le replicó ella-. ¡Si no es más que un niño!