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Estaba pensando en el segundo libro, el Libro de los números. En la primera página no había un cáliz, sino un dibujo del laberinto. Sin darse cuenta de lo que hacía, Alice miró una vez más la cámara a su alrededor, viendo esta vez el espacio con otros ojos, verificando inconscientemente su forma y proporciones.

Volvió a mirar el altar. Su recuerdo del tercer libro era el más nítido. En la primera página, dorado y resplandeciente, estaba el anj, el antiguo símbolo egipcio de la vida, que había vuelto a ser conocido en todo el mundo. Entre las tapas de madera forradas de cuero del Libro de las palabras, había páginas en blanco, como blancos guardianes rodeando el papiro oculto en el centro. Los jeroglíficos eran espesos e impenetrables: línea tras línea de signos densamente trazados cubrían toda la página. No había detalles de color, ni nada que indicara dónde terminaba una palabra y dónde empezaba la siguiente.

En su interior estaba oculto el conjuro.

Alice abrió los ojos y sintió que Audric la estaba mirando.

Hubo entre los dos un destello de entendimiento. Las palabras estaban volviendo a ella, deslizándose sigilosas desde los rincones más remotos de su mente. Se sintió momentáneamente transportada fuera de su ser y, por una fracción de segundo, contempló la escena desde arriba.

Ochocientos años antes, Alaïs había dicho esas palabras. Y Audric las había oído.

«La verdad nos hará libres.»

Nada había cambiado, pero de pronto Alice había dejado de temer.

Un ruido en el altar llamó su atención. La quietud se deshizo y el mundo presente volvió a irrumpir. Y, con él, el miedo.

Marie-Cécile levantó el cuenco de barro, lo bastante pequeño como para sostenerlo entre las dos manos. De detrás del cuenco, cogió un cuchillo pequeño de hoja roma y gastada, y levantó los largos brazos blancos por encima de la cabeza.

– ¡Entra! -gritó.

François-Baptiste salió de la oscuridad del túnel. Sus ojos barrieron el recinto como dos faros, pasando primero sobre Audric, después sobre Alice y deteniéndose por fin en Will. Alice vio la expresión de triunfo en la cara del muchacho y supo que François-Baptiste era quien le había infligido las heridas.

«Esta vez no dejaré que le hagas daño.»

Después, la mirada del joven siguió recorriendo la cámara. Hizo una breve pausa al ver los tres libros alineados sobre el altar (aunque Alice no hubiese podido decir si con sorpresa o con alivio) y finalmente fue a detenerse sobre el rostro de su madre.

Pese a la distancia, Alice sentía la tensión entre ellos.

El destello de una efímera sonrisa brilló en el rostro de Marie-Cécile cuando ésta bajó del altar, con el cuchillo y el cuenco en las manos. Su túnica reverberaba al resplandor de las velas, como tejida con luz de luna, mientras ella se desplazaba por la cámara. Alice percibía el rastro sutil de su perfume en el aire, una nota leve bajo el pesado olor del aceite que quemaba la lámpara.

François-Baptiste también empezó a moverse. Bajó los peldaños hasta situarse detrás de Will.

Marie-Cécile se detuvo también ante éste y le susurró algo en voz baja, que Alice no pudo oír. Aunque François-Baptiste no perdió la sonrisa, Alice advirtió su expresión de rabia cuando se inclinó hacia adelante, levantó las manos atadas de Will y puso ante Marie-Cécile uno de sus brazos.

Alice se encogió cuando Marie-Cécile practicó una incisión entre la muñeca y el codo de Will. El joven pareció sobresaltarse y sus ojos expresaron conmoción, pero no dejó escapar ni un sonido.

Marie-Cécile sostuvo el cuenco para recoger cinco gotas de sangre.

Repitió el proceso con Audric y después se detuvo delante de Alice. Ésta pudo ver la excitación en el rostro de Marie-Cécile, mientras recorría con la punta del acero la blanca cara interior de su antebrazo, siguiendo la línea de la vieja herida. Después, con la precisión de un cirujano empuñando un bisturí, insertó el cuchillo en la piel y hundió lentamente la punta, hasta que la cicatriz volvió a abrirse.

El dolor invadió a Alice sorpresivamente; no era una sensación aguda, sino un sufrimiento profundo. Al principio sintió calor, pero en seguida frío y entumecimiento. Se quedó mirando electrizada las gotas de sangre que caían, una a una, en la mezcla extrañamente pálida del cuenco.

Después terminó todo. François-Baptiste la soltó y siguió a su madre hasta el altar. Marie-Cécile repitió el procedimiento con su hijo y se situó entre el altar y el laberinto.

Colocó el cuenco en el centro y pasó el cuchillo por su propia piel, mirando cómo la sangre le resbalaba por el brazo.

«La mezcla de sangres.»

De pronto, Alice lo comprendió. El Grial pertenecía a todas las religiones y a ninguna. Era cristiano, judío, musulmán. Había cinco guardianes, elegidos por su carácter y sus actos, no por su cuna. Todos eran iguales.

Alice vio que Marie-Cécile se inclinaba hacia adelante y sacaba algo de entre las páginas de cada uno de los libros. Levantó el tercero de estos objetos. Era una hoja de papel. No, no era papel, sino papiro. Cuando Marie-Cécile sostuvo la hoja a contraluz, la trama del tejido vegetal quedó a la vista. El símbolo se veía claramente.

«El anj, el símbolo de la vida.»

Marie-Cécile se llevó el cuenco a la boca y bebió. Cuando lo hubo vaciado, volvió a depositarlo con las dos manos donde estaba y levantó la vista hacia la cámara, hasta encontrar la mirada de Audric. A Alice le pareció como si lo estuviera desafiando a que intentara detenerla.

Después, se quitó el anillo del pulgar y se volvió hacia el laberinto de piedra, creando una turbulencia en el aire silencioso. Mientras la lámpara parpadeaba tras ella, proyectando sombras que ascendían a saltos por la pared rocosa, Alice distinguió, a la sombra de la piedra labrada, dos figuras que hasta entonces no había visto.

Ocultas bajo el contorno del laberinto, se veían claramente la sombra de la figura del anj y el perfil de un cáliz.

Se oyó un chasquido seco, como el que hace una llave al ser insertada en su cerradura. Por un instante, pareció como si nada fuera a suceder. Después, desde el interior del muro, se oyó el ruido de algo desplazándose, piedra contra piedra.

Marie-Cécile retrocedió. Alice vio que en el centro del laberinto había aparecido una pequeña abertura, sólo un poco más grande que los libros. Un compartimento.

Palabras y frases acudieron a su mente: la explicación de Audric y sus propias investigaciones, todo junto y mezclado.

En el centro del laberinto está la luz, en el centro reside el conocimiento. Alice pensó en los peregrinos cristianos que seguían el camino de Jerusalén en la nave de la catedral de Chartres, recorriendo los circuitos decrecientes de la espiral en busca de la iluminación.

Allí, en el laberinto del Grial, la luz -literalmente- estaba en el corazón del mismo.

Alice miró cómo Marie-Cécile cogía la lámpara del altar y la colgaba en la abertura, donde encajaba a la perfección. Inmediatamente, cobró más brillo e inundó la cámara de luz.

Marie-Cécile levantó uno de los papiros de los libros que había sobre el altar, y lo insertó en una ranura que se abría junto al hueco de la roca. Parte de la luz se perdió y la cueva se ensombreció.

La mujer se dio la vuelta y miró fijamente a Audric, rompiendo el encantamiento con sus palabras.

– ¡Usted me había asegurado que vería algo! -gritó.

El anciano levantó hacia ella sus ojos color ámbar. Alice hubiese querido que guardara silencio, pero sabía que no lo haría. Por alguna razón que ella no alcanzaba a comprender, Audric estaba decidido a dejar que la ceremonia siguiera su curso.