Выбрать главу

Alice seguía oyendo el estruendo, pero ya podía permitirse mirar atrás. Sus dedos acababan de hallar las letras labradas en lo alto de la escalera. En ese instante, resonó una voz.

– ¡Quieto ahí! ¡Quieto o disparo!

Alice se quedó paralizada.

«No puede ser ella. Estaba herida. Yo misma la vi caer.»

Lentamente, Alice se incorporó. Marie-Cécile estaba delante del altar y se mantenía en pie con dificultad. Tenía la túnica salpicada de sangre y había perdido la tiara, de modo que el pelo le caía salvaje e indómito alrededor de la cara. En la mano empuñaba la pistola de François-Baptiste. Estaba apuntando con ella a Audric.

– Retroceda lentamente hacia mí, doctora Tanner.

Alice advirtió que el suelo se estaba moviendo. Sintió el temblor que subía vibrando por sus pies y sus piernas; era un grave retumbo procedente de las profundidades de la tierra, que a cada segundo se volvía más fuerte e intenso.

De pronto, pareció que Marie-Cécile empezaba también a oírlo. La confusión le nubló momentáneamente la cara. Otro estallido sacudió la cámara. Esa vez no hubo duda de que se trataba de una explosión. Una ráfaga de aire frío barrió la cueva. Detrás de Marie-Cécile, la lámpara empezó a sacudirse, mientras el laberinto de piedra se agrietaba y empezaba a fragmentarse.

Alice volvió corriendo junto a Audric. La tierra también se estaba agrietando y se desmoronaba bajo sus pies, la sólida piedra y la tierra milenaria se partían y fracturaban. Trozos de roca comenzaron a llover sobre ella desde todos los ángulos, mientras saltaba para evitar las zanjas que se abrían a su alrededor.

– ¡Démelos! -gritó Marie-Cécile, apuntando a Alice con el arma-. ¿De verdad pensaba que iba a dejar que ella me los arrebatara?

Sus palabras fueron ahogadas por el ruido de la roca desmoronándose, mientras la cámara se desplomaba.

Audric se incorporó y habló por primera vez.

– ¿Ella? -dijo-. No, no será Alice quien se los quite.

Marie-Cécile se volvió para ver lo que estaba mirando Audric.

Lanzó un grito.

Entre las sombras, Alice consiguió ver algo. Un resplandor, un blanco fulgor semejante a un rostro. Presa del pánico, Marie-Cécile volvió a apuntar a Alice. Dudó y apretó el gatillo. Su vacilación duró el tiempo suficiente para que Audric se interpusiera entre las dos.

Todo parecía moverse a cámara lenta.

Alice gritó. Audric cayó de rodillas. La fuerza del disparo impulsó a Marie-Cécile hacia atrás y la hizo perder el equilibrio. Sus dedos intentaron agarrarse del aire, desesperados, mientras ella se precipitaba en el profundo abismo que se había abierto en el suelo rocoso.

Audric estaba tendido en el suelo, y la mancha de sangre desde el orificio de bala en medio de su pecho iba extendiéndose. Su cara tenía el color del papel y Alice pudo ver las venas azules bajo el fino pergamino de su piel.

– ¡Tenemos que salir de aquí! -exclamó-. Podría haber otra explosión. Todo esto podría derrumbarse en cualquier momento.

El anciano sonrió.

– Ha terminado, Alice -dijo él en voz baja-. Perfin. El Grial ha protegido sus secretos, como la otra vez. No podía dejar que ella se llevase lo que quería.

Alice sacudió la cabeza.

– No, Audric, la cueva estaba minada -dijo-. Puede que haya otra bomba. ¡Tenemos que salir!

– No habrá ninguna más -replicó él-. Ha sido el eco del pasado.

Alice advirtió que le hacía daño hablar. Bajó la cabeza hasta la suya. En su pecho comenzaban los estertores y su respiración era tenue y superficial. Intentó detener la hemorragia, pero se dio cuenta de que era inútil.

– Quería saber cómo pasó Alaïs sus últimos momentos, ¿me entiendes? No pude salvarla. Quedó atrapada dentro y no pude llegar hasta ella -dijo él, jadeando de dolor. Inhaló un poco más de aire.

– Pero esta vez…

Por fin, Alice aceptó lo que instintivamente sabía desde el momento en que llegó a Los Seres y lo vio de pie en la puerta de la casita de piedra, en un recoveco de la montaña.

«Ésta es su historia. Éstos son sus recuerdos.»

Pensó en el árbol genealógico, confeccionado tan laboriosamente y con tanto amor.

– Sajhë -dijo-. Tú eres Sajhë.

Por un momento, la vida animó sus ojos color ámbar. Una mirada de intenso placer iluminó su rostro agonizante.

– Cuando desperté, Bertranda estaba a mi lado. Alguien nos había arropado con unas capas para protegernos del frío…

– Guilhelm -dijo Alice, sabiendo que era verdad.

– Hubo un estruendo terrible. Vi desmoronarse la cornisa de piedra que había sobre la entrada. El peñasco se estrelló contra el suelo, entre un tumulto de piedras y polvo, atrapándola en el interior. No pude llegar a ella -dijo, con voz temblorosa-. A ellos.

Después dejó de hablar. De pronto, todo quedó en calma y silencio.

– No lo sabía -prosiguió él con angustia-. Le había dado mi palabra a Alaïs de que, si algo le sucedía, me aseguraría de que el Libro de las palabras estuviera a salvo, pero no lo sabía. No sabía si Oriane tenía el libro, ni dónde estaba. -Su voz se desvaneció en un suspiro-. Nada.

– Entonces los cuerpos que encontré eran los de Guilhelm y Alaïs -dijo Alice. No era una pregunta, sino una aseveración.

Sajhë asintió.

– Encontramos el cadáver de Oriane un poco más abajo en la montaña. No llevaba el libro consigo. Sólo entonces supe que no lo tenía.

– Murieron juntos, protegiendo el libro. Alaïs quería que tú vivieras, Sajhë. Que vivieras y cuidaras de Bertranda, que era tu hija en todos los aspectos, menos en uno.

Él sonrió.

– Sabía que lo entenderías -dijo. Sus palabras se deslizaron de sus labios como un suspiro-. He vivido demasiado tiempo sin ella. Cada día he sentido su ausencia. Cada día he deseado no haber recibido esa maldición, no verme obligado a seguir viviendo, mientras todos los que amaba envejecían y morían. Alaïs, Bertranda…

Se interrumpió. Ella sentía como propio su dolor.

– Debes dejar de culparte, Sajhë. Ahora que sabes lo que sucedió, debes perdonarte.

Alice sentía que lo estaba perdiendo.

«Haz que siga hablando. No dejes que pierda el sentido.»

– Había una profecía -dijo-: que en el Pays d’Òc, en el segundo milenio, nacería alguien destinado a ser testigo de la tragedia sobrevenida en estas tierras. Como los que me precedieron (Abraham, Matusalén, Harif…), yo no lo deseaba. Pero lo acepté.

Sajhë jadeaba. Alice lo atrajo hacia sí, acunando su cabeza en sus brazos.

– ¿Cuándo? -le preguntó-. Cuéntame.

– Alaïs convocó el Grial. Aquí. En esta misma cámara. Yo tenía veinticinco años. Había regresado a Los Seres convencido de que mi vida estaba a punto de cambiar. Confiaba en poder cortejar a Alaïs y ser amado por ella.

– ¡Ella te quería! -dijo Alice desafiante.

– Harif le enseñó a entender la antigua lengua de los egipcios -prosiguió él, con una sonrisa-. Por lo visto, tú aún conservas una huella de ese conocimiento. Utilizando las habilidades que Harif le había transmitido y su conocimiento de los pergaminos, vinimos hasta aquí. Lo mismo que tú, cuando llegó el momento, Alaïs supo qué decir. El Grial actuó a través de ella.

– Cómo… -dijo Alice, vacilante-. ¿Qué ocurrió?

– Recuerdo el suave tacto del aire sobre mi piel, el parpadeo de las velas, las hermosas voces que describían espirales en la oscuridad. Las palabras parecían fluir de sus labios, casi como si no las pronunciara. Alaïs estaba ante el altar, con Harif a su lado.

– Seguramente había otros.

– Los había, pero… Te parecerá extraño, pero apenas recuerdo nada. Yo sólo veía a Alaïs: su rostro, en un rapto de concentración, con una fina línea marcándole el entrecejo. El pelo le caía por la espalda como una cortina de agua. Yo sólo la veía a ella, no era consciente más que de ella. Levantó el cáliz entre sus manos y pronunció las palabras. Sus ojos se abrieron en un único momento de iluminación. Me dio la copa y bebí.