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Los párpados del anciano se abrían y cerraban rápidamente, como el aleteo de una mariposa.

– Si tu vida ha sido una carga tan pesada para ti, ¿por qué has seguido adelante?

– Perqué? -preguntó él sorprendido-. ¿Por qué? Porque era lo que Alaïs quería. Tenía que vivir para contar la historia de lo sucedido a la gente de estas tierras, aquí, en estas montañas y estas llanuras. Para asegurarme de que la historia no muriera. Para eso sirve el Grial. Para ayudar a los que debemos dar testimonio. La historia la escriben los vencedores, los mentirosos, los más fuertes, los más resueltos. La verdad suele encontrarse en el silencio, en los lugares silenciosos.

Alice asintió.

– Lo has hecho, Sajhë. Has cambiado las cosas.

– Guilhelm de Tudela compuso una falsa historia de la cruzada que los franceses lanzaron contra nosotros. La chanson de la croisade, la llamó. Cuando murió, un poeta anónimo, más cercano en sus simpatías al Pays d’Òc, la completó. La Cansó. Nuestra historia.

A su pesar, Alice estaba sonriendo.

– Les mots vivants -susurró el anciano. Palabras vivas-. Fue el comienzo. Le prometí a Alaïs que contaría la verdad, que escribiría la verdad, para que las generaciones futuras conocieran el horror de lo que en un tiempo se hizo en estas tierras, en su nombre. Para ser recordados.

Alice hizo un gesto afirmativo.

– Harif lo comprendió. Había recorrido antes que yo este camino solitario. Había viajado por el mundo y había visto cómo las palabras se retuercen, se quiebran y se transforman en mentiras. Él también vivió para dar testimonio. -Sajhë inhaló un poco más de aire-. Vivió muy poco tiempo más que Alaïs -añadió-, pero tenía más de ochocientos años cuando murió. Aquí, en Los Seres, con Bertranda y conmigo a su lado.

– Pero ¿dónde has vivido todos estos años? ¿Cómo has vivido?

– He visto el verde de cada primavera ceder al dorado del verano, y he visto el castaño cobrizo del otoño dejar paso al blanco del invierno, esperando que la luz se extinguiera.

»Mil veces me he preguntado por qué. Si hubiese sabido cómo iba ser vivir con tanta soledad, soportar como único testigo el ciclo interminable del nacimiento, la vida y la muerte, ¿qué habría hecho? He sobrevivido esta larga vida con un vacío en el corazón, un vacío que con el tiempo se ha ido extendiendo hasta volverse más grande que mi corazón mismo.

– Ella te amaba, Sajhë -dijo Alice suavemente-. No de la manera que la amabas tú a ella, pero con todas sus fuerzas y todo su corazón.

Una expresión de paz inundó su rostro.

– Es vertat. Ahora lo sé.

– Si fuera…

Le sobrevino un acceso de tos. Esta vez, salpicaduras de sangre mancharon las comisuras de su boca. Alice las enjugó con el borde de su túnica.

Él hizo un esfuerzo para incorporarse.

– Lo he escrito todo para ti, Alice. Mi testamento. Te está esperando en Los Seres. En casa de Alaïs, donde vivimos, que ahora te dejo a ti.

A lo lejos, Alaïs distinguió el ruido de unas sirenas desgarrando el silencio de la montaña.

– Ya casi están aquí -dijo, intentando controlar su dolor-. ¿Ves? Te dije que vendrían. Quédate conmigo. Por favor, no te des por vencido.

Sajhë sacudió la cabeza.

– Ya está hecho. Mi viaje ha terminado El tuyo no ha hecho más que comenzar.

Alice le retiró el pelo blanco de la cara.

– Yo no soy ella -dijo en voz baja-. No soy Alaïs.

El anciano dejó escapar un largo y suave suspiro.

– Lo sé. Pero ella vive en ti… y tú en ella.

Hizo una pausa. Alice veía que le costaba mucho hablar.

– Ojalá hubiésemos tenido más tiempo, Alice. Pero haberte conocido, haber compartido contigo estas horas, es más de lo que nunca hubiese podido desear.

Sajhë se quedó en silencio. Los últimos vestigios de color fueron desapareciendo de su rostro y de sus manos, hasta que no quedó nada.

A Alice le vino a la mente una oración, una plegaria pronunciada mucho tiempo atrás.

– Paire Sant, Dieu dreiturier dels bons sperits…

Las palabras antaño familiares brotaron sin esfuerzo de sus labios.

– Padre santo, Dios legítimo de los espíritus buenos, permítenos conocer lo que Tú conoces y amar lo que Tú amas.

Reprimiendo las lágrimas, Alice lo sostuvo entre sus brazos, mientras la respiración de él se volvía cada vez más superficial y ligera. Finalmente, se detuvo del todo.

EPILOGO

Los Seres

Domingo 8 de julio de 2007

Son las ocho de la mañana. El final de otro día perfecto de verano. Alice se acerca al amplio ventanal y abre los postigos para dejar entrar la oblicua luz anaranjada. Una leve brisa le acaricia los brazos desnudos. Su piel es del color de las avellanas y lleva el pelo recogido hacia atrás, en una trenza.

El sol está bajo en el horizonte: un perfecto círculo rojo en el rosa y el blanco del cielo, y proyecta negras sombras a través de las cercanas cumbres de los montes Sabarthès, como piezas de tela tendidas a secar. Desde la ventana, ve el Col des Sept Frères y, más atrás, el pico de Saint Barthélémy.

Han pasado dos años desde la muerte de Sajhë.

Al principio, a Alice no le resultaba fácil vivir con los recuerdos. El ruido del disparo en la claustrofóbica cueva, el temblor de tierra, el pálido rostro en la oscuridad, la expresión de la cara de Will cuando irrumpió en la cámara acompañado del inspector Noubel…

Más que nada, vivía atormentada por el recuerdo de la luz apagándose en los ojos de Audric, o de Sajhë, como había aprendido a llamarlo. En ellos vio paz, y no dolor, en los últimos momentos, pero no por eso era menor su pena.

Sin embargo, cuanto más sabía Alice, más se desvanecían los terrores que la mantenían atada a aquellos instantes finales. El pasado había perdido su capacidad de hacerle daño.

Sabía que Marie-Cécile y su hijo habían muerto cuando la bóveda se desplomó y que ambos se habían perdido en el temblor de tierra. Paul Authié fue hallado donde François-Baptiste le había disparado, junto al temporizador ajustado para detonar las cuatro cargas explosivas, que prosiguió inexorable su cuenta atrás. Un apocalipsis con la firma de Authié.

Cuando aquel primer verano cedió el paso al otoño, y el otoño al invierno, Alice empezó a recuperarse, con la ayuda de Will. Ahora el tiempo ha hecho su labor. El tiempo y la promesa de una nueva vida. Poco a poco, los recuerdos dolorosos se han ido desdibujando. Como viejas fotografías, a medias recordadas e indefinidas, han comenzado a acumular polvo en su mente.

Con lo obtenido de la venta de su piso en Inglaterra y de la casa de su tía en Sallèles d’Aude, Alice ha podido establecerse con Will en Los Seres.

La casa donde Alaïs vivió con Sajhë, Bertranda y Harif es ahora su hogar. La han ampliado y adaptado a la vida moderna, pero el espíritu del lugar permanece inalterado.

El secreto del Grial está a salvo, como Alaïs pretendía que estuviera, oculto en las montañas intemporales. Los tres papiros, separados de sus libros medievales, yacen sepultados bajo la piedra y la roca.

Alice sabe que estaba destinada a terminar lo que había quedado inconcluso ochocientos años antes. También sabe, como lo supo Alaïs, que el auténtico Grial reside en el amor transmitido de generación en generación, en las palabras pronunciadas de padre a hijo y de madre a hija. La verdad está a nuestro alrededor. En las piedras, las rocas y el cambiante aspecto de las montañas con el paso de las estaciones.