En cualquier caso, el resultado era el mismo. Tenía problemas.
La pesada puerta que conducía a la Gran Sala estaba abierta. Guilhelm subió apresuradamente los peldaños, de dos en dos.
Cuando sus ojos se habituaron a la penumbra del pasillo, vio la inconfundible figura de su suegro, de pie junto a la entrada de la sala. Guilhelm hizo una profunda inspiración y siguió andando, cabizbajo. Pelletier extendió un brazo, impidiéndole el paso.
– ¿Dónde estabas? -preguntó.
– Disculpadme, messer. No recibí el aviso.
El rostro de Pelletier era de un rojo profundo y tormentoso.
– ¿Cómo te atreves a llegar tarde? -dijo en tono acerado-. ¿Crees que las órdenes no valen para ti? ¿Que un chavalièr de tanto renombre como tú puede ir y venir como le plazca y no como le ordene su señor?
– Os juro por mi honor, messer, que de haber sabido…
Pelletier soltó una amarga carcajada.
– ¡Tu honor! -dijo ferozmente, hundiendo un dedo acusador en el pecho de Guilhelm-. ¿Me tomas por tonto, Du Mas? Envié a mi propio criado a tus habitaciones para que te diera el mensaje. Tuviste tiempo más que suficiente para estar listo. Aun así, he tenido que ir yo personalmente a buscarte. ¡Y cuando lo he hecho, te he encontrado en la cama!
Guilhelm abrió la boca, pero volvió a cerrarla. Podía ver gotitas de saliva en las comisuras de la boca de Pelletier y en las cerdas grises de su barba.
– ¡Ya no es tanto tu engreimiento, por lo que veo! ¿Qué? ¿No tienes nada que decir? Te lo advierto, Du Mas, el hecho de que estés casado con mi hija no me impedirá administrarte un castigo ejemplar.
– Señor, yo…
Sin previo aviso, el puño de Pelletier le golpeó el estómago. El puñetazo no fue muy fuerte, pero sí lo suficiente para hacerle perder el equilibrio, al no encontrarse en guardia.
Trastabillando hacia atrás, Guilhelm cayó contra la pared del fondo.
En seguida, la manaza del senescal lo cogió por el cuello y le empujó la cabeza contra la piedra. Por el rabillo del ojo, Guilhelm pudo ver al guarda apostado junto a la puerta, que se inclinaba hacia adelante para ver mejor lo que estaba ocurriendo.
– ¿Ha quedado suficientemente claro? -escupió Pelletier en la cara de su yerno, aumentando otra vez la presión. Guilhelm no podía hablar-. No te oigo, gojat -dijo el senescal-. ¿Ha quedado suficientemente claro?
Esta vez, el joven consiguió articular sofocadamente unas palabras.
– Òc, messer.
Sentía que se estaba poniendo de color morado. La sangre le martillaba en la cabeza.
– Te lo advierto, Du Mas. Estaré observando. Estaré esperando. Y si das un paso en falso, me ocuparé de que lo lamentes. ¿Me has entendido bien?
Guilhelm abrió la boca buscando aire. Había conseguido asentir con la cabeza, rasguñándose el cuello con la superficie rugosa de la pared, cuando Pelletier le propinó un último y malicioso empujón que le aplastó las costillas contra la dura piedra, antes de soltarlo.
En lugar de entrar en la Gran Sala, el senescal salió en tromba en dirección opuesta, hacia la plaza.
En cuanto se hubo marchado, Guilhelm se dejó caer, doblado por la cintura, tosiendo, frotándose el cuello e inhalando aire a grandes bocanadas, como alguien a punto de ahogarse. Se masajeó la garganta y se limpió la sangre del cuello.
Poco a poco, su respiración volvió a la normalidad. Se arregló la ropa. Su cabeza ya bullía con las mil maneras en que haría pagar a Pelletier la humillación sufrida. Dos veces en el espacio de un día. El insulto era demasiado grande como para pasarlo por alto.
De pronto, consciente del murmullo ininterrumpido de voces que desbordaba del interior de la Gran Sala, Guilhelm advirtió que debía reunirse con sus compañeros antes de que regresara Pelletier y lo encontrara aún de pie en la puerta
El guardia no hizo el menor intento por ocultar lo mucho que se estaba divirtiendo
– ¿Y tú qué miras? -le espetó Guilhelm-. Mantén la boca cerrada, ¿me oyes?, o lo lamentarás
No era una amenaza vacía. De inmediato, el guardia bajó la vista y se apartó para dejar pasar a Guilhelm.
– Así está mejor.
Con las amenazas de Pelletier resonando aún en sus oídos, Guilhelm entró en la sala intentando pasar inadvertido. Sólo sus mejillas encendidas y el ritmo desbocado de su corazón delataban lo ocurrido.
CAPÍTULO 6
El vizconde Raymond-Roger Trencavel estaba de pie sobre una plataforma, en el extremo más alejado de la Gran Sala. Advirtió que Guilhelm du Mas, al fondo, entraba subrepticiamente y con retraso, pero a quien él esperaba era a Pelletier.
Trencavel iba vestido para la diplomacia, no para la guerra. La túnica roja de manga larga, con ribetes dorados en torno al cuello y los puños, le llegaba a las rodillas. Llevaba una capa azul sujeta al cuello por un broche de oro grande y redondo, refulgente a la luz del sol que se colaba a través de las alargadas ventanas alineadas en lo alto de la pared meridional de la estancia. Sobre su cabeza había un gran escudo con el emblema de los Trencavel y dos pesadas picas de metal cruzadas debajo, en forma de aspa. Era la misma enseña que lucía en los estandartes, los ropajes de ceremonia y las armaduras, y que colgaba sobre el rastrillo de la puerta de Narbona, detrás del foso, para dar la bienvenida a los amigos y recordarles el vínculo histórico entre la dinastía Trencavel y sus vasallos. A la izquierda del escudo había un tapiz con un unicornio danzante, que llevaba generaciones suspendido del mismo muro.
Del otro lado de la plataforma, hundida en la pared, una puerta pequeña daba paso a los aposentos privados del vizconde, en la torre Pinta, que era la torre del vigía y la parte más antigua del Château Comtal. La puerta estaba flanqueada por largas cortinas azules, con tres franjas bordadas con los armiños del escudo de los Trencavel. Las cortinas brindaban cierta protección contra las frías corrientes de aire que soplaban por la Gran Sala en invierno, pero ahora estaban sujetas con un único y pesado torzal dorado.
Raymond-Roger Trencavel había pasado los primeros años de su infancia en aquellas salas, y después había regresado para vivir entre aquellos antiguos muros con su esposa, Agnès de Montpelhièr, y su hijo y heredero de dos años de edad. Se arrodillaba en la misma capilla diminuta donde habían orado sus padres, y dormía en su cama, donde él mismo había venido al mundo. En días de verano como aquél, miraba el amanecer a través de las mismas ventanas y contemplaba el sol poniente, que pintaba de rojo el cielo sobre el Pays d’Òc.
Visto de lejos, Trencavel parecía sereno e impasible, con el pelo castaño que descansaba levemente sobre sus hombros y las manos entrelazadas a la espalda. Pero la expresión de su rostro era ansiosa y su mirada se clavaba una y otra vez en la puerta principal.
Pelletier sudaba profusamente. La rígida ropa le molestaba bajo los brazos y se le pegaba a la base de la espalda. Se sentía viejo e insuficiente para la tarea que le aguardaba.
Esperaba que el aire fresco le aclarara las ideas. No fue así. Todavía estaba enfadado consigo mismo por haber perdido los estribos y dejado que la animosidad contra su yerno lo desviara de la tarea que tenía entre manos. De momento no podía permitirse pensar en ello. Ya se ocuparía de Du Mas más adelante, llegado el caso. Ahora su lugar estaba al lado del vizconde.
Simeón tampoco estaba lejos de sus pensamientos. Aún podía sentir el miedo candente que le había aherrojado el corazón cuando volteó el cuerpo en el agua, y el alivio al ver el rostro abotargado de un desconocido que le devolvía la mirada con sus ojos muertos.
El calor en el interior de la Gran Sala era agobiante. Más de un centenar de hombres de iglesia y estado llenaban la estancia, tórrida y apenas ventilada, que apestaba a sudor, ansiedad y vino. Había un persistente goteo de conversación agitada e incómoda.