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El trabajo es en su mayor parte afanoso y monótono -excavar y raspar, catalogar y registrar-, y hasta ahora han encontrado pocas cosas de interés que justifiquen sus esfuerzos. Unos cuantos fragmentos de vasijas y cuencos de comienzos de la Edad Media y un par de puntas de lanza de finales del siglo xii o comienzos del xiii, pero ni rastro del asentamiento paleolítico que ha motivado la excavación.

Alice siente el impulso de bajar para reunirse con sus amigos y colegas, y arreglarse el vendaje. El corte le escuece y las pantorrillas ya le duelen de tanto estar agachada. Tiene tensos los músculos de los hombros. Pero sabe que si se detiene, perderá el ritmo de trabajo.

Esperanzada, confía en que su suerte está a punto de cambiar. Poco antes ha notado un destello debajo de una roca pulcramente apoyada contra el flanco de la montaña, casi como si la hubiese colocado allí la mano de un gigante. Aunque no adivina lo que pueda ser el objeto, ni conoce siquiera su tamaño, ha pasado toda la mañana cavando y cree que no le falta mucho para alcanzarlo.

Sabe que debería llamar a alguien. O por lo menos decírselo a Shelagh, su mejor amiga, que es la directora adjunta de la excavación. Alice no es arqueóloga de profesión, sino una simple voluntaria que pasa parte de las vacaciones de verano haciendo algo de provecho. Pero es su última jornada completa sobre el terreno y quiere demostrar de lo que es capaz. Si baja al campamento principal y les cuenta que cree haber encontrado algo, todos querrán participar y el descubrimiento ya no será suyo.

En los días y semanas que vendrán, Alice repasará ese momento. Recordará la cualidad de la luz, el sabor metálico de la sangre y el polvo en su boca, y se preguntará cómo habría sido todo si hubiese decidido bajar en lugar de quedarse. Si hubiese jugado conforme a las reglas.

Apura la última gota de agua y arroja la botella a la mochila. Durante toda la hora siguiente poco más o menos, mientras el sol trepa por el cielo y la temperatura sigue subiendo, Alice no deja de trabajar. Los únicos sonidos son el roce del metal contra la piedra, el zumbido de los insectos y el ocasional rumor de una avioneta a lo lejos. Siente perlas de sudor sobre el labio superior y entre los pechos, pero sigue adelante, hasta que finalmente el hueco bajo la roca es lo bastante grande como para deslizar una mano.

Alice se arrodilla en el suelo y afirma la mejilla y el hombro contra la piedra para apoyarse. Después, palpitante de ansiedad, mete profundamente los dedos en la oscura y ciega tierra. De inmediato comprende que su instinto no le ha fallado y que ha dado con algo digno de ser descubierto. Es suave y viscoso al tacto, de metal y no de piedra. Aferrándolo con firmeza y diciéndose que no debe esperar demasiado, despacio, muy despacio, saca el objeto a la luz. El suelo parece estremecerse, renuente a ceder su tesoro.

El olor intenso y mohoso de la tierra húmeda le llena la nariz y la garganta, aunque casi no lo nota. Ya está perdida en el pasado, cautivada por el trozo de historia que acuna en la palma de sus manos. Es una hebilla pesada y redonda, moteada de negro y verde por la antigüedad y la prolongada sepultura. Alice la frota con los dedos y sonríe cuando la plata y el cobre comienzan a revelar detalles bajo la suciedad. A primera vista, también parece medieval, la clase de hebilla utilizada para ceñir una capa o un manto. Ha visto otras parecidas.

Conoce el riesgo de sacar conclusiones precipitadas o de dejarse seducir por las primeras impresiones, pero no puede resistirse a imaginar a su dueño, muerto desde hace siglos, que debió de frecuentar esos mismos senderos. Un extraño cuya historia aún no conoce.

La conexión es tan fuerte y Alice está tan ensimismada que no nota que la roca se está deslizando por la base. Pero entonces algo, quizá un sexto sentido, hace que levante la vista. Durante una fracción de segundo, el mundo parece suspendido fuera del espacio y del tiempo. Se queda hipnotizada mirando la roca ancestral que se balancea y se inclina, y que grácilmente comienza a caer hacia ella.

En el último momento, la luz se fractura. El hechizo se rompe. Alice se aparta bruscamente, medio trastabillando, medio reptando hacia un lado, justo a tiempo para no ser aplastada. El peñasco golpea el suelo con un ruido sordo, levantando una nube de pálido polvo marrón, y sigue rodando sobre sí mismo, como a cámara lenta, hasta detenerse montaña abajo.

Alice se aferra desesperadamente a los arbustos y matorrales, para no seguir deslizándose. Por un momento, yace desmadejada en la hierba, mareada y desorientada. Cuando por fin comprende lo cerca que ha estado de morir aplastada, se le hiela la sangre. «Demasiado cerca.» Hace una profunda inspiración y espera a que el mundo deje de dar vueltas.

Poco a poco se acalla el latido en el interior de su cabeza. Se le asienta el estómago y todo comienza a volver a la normalidad, lo suficiente como para que pueda sentarse y hacer balance de la situación. Tiene las rodillas raspadas y veteadas de sangre y se ha dado un golpe en la muñeca, que ha recibido el peso del cuerpo cuando ha caído con la hebilla aún aferrada en la mano para protegerla, pero en conjunto sólo han sido unos pocos cortes y magulladuras. «No me he hecho daño.»

Se pone de pie y se sacude el polvo, sintiéndose una completa imbécil. No puede creer que haya cometido un error tan estúpido como ha sido el de no asegurar la roca. Ahora vuelve la vista hacia el campamento, allá abajo. Se sorprende (y se alegra) de que nadie bajo la lona parezca haber visto u oído nada. Levanta una mano y está a punto de llamar, cuando advierte que, en el flanco de la montaña, donde estaba situada la roca, se ve una estrecha abertura. Como una puerta abierta en la pared de piedra.

Se dice que esas montañas están cuajadas de cuevas y pasajes escondidos, por lo que no se sorprende. Aun así -piensa-, de algún modo sabía que la puerta estaba ahí, aunque no era posible verla desde fuera. Lo sabía. «O más bien lo he adivinado.»

Vacila. Sabe que debería ir en busca de alguien para que la acompañase. Sería tonto y posiblemente hasta peligroso entrar sola, sin ningún tipo de ayuda. Es consciente de todo lo que podría salir mal.

De que ni siquiera debería estar allí arriba, trabajando sola. Shelagh no lo sabe. Pero hay algo que la atrae. Algo personal. Es su descubrimiento.

Alice se dice que no tiene sentido importunarlos a todos y alimentar sus esperanzas para nada. Si hay algo que merezca la pena investigar, ya se lo dirá a alguno de ellos. Ahora no va a hacer nada. Solamente quiere mirar.

«Sólo será un minuto.»

Vuelve a escalar hasta donde estaba. Hay una profunda depresión en el suelo, en la boca de la cueva, donde estaba la roca montando guardia. La tierra húmeda está viva, con las frenéticas contorsiones de infinidad de gusanos y escarabajos repentinamente expuestos a la luz y el calor después de tanto tiempo. Su gorra yace en el suelo, donde cayó. También su paleta está ahí, donde la dejó.

Alice se asoma a la oscuridad. La abertura no mide más de metro y medio de altura por uno de ancho y los bordes son irregulares y ásperos. No parece hecha adrede, sino natural, pero cuando recorre la piedra con los dedos, arriba y abajo, descubre, allí donde reposaba la roca, zonas curiosamente lisas.

Poco a poco, sus ojos se habitúan a la penumbra. El negro aterciopelado cede el paso al gris carbón y entonces advierte que tiene puesta la vista en un túnel largo y angosto. Siente que se le erizan los pelillos de la nuca, como advirtiéndole que hay algo acechando en la oscuridad que sería mejor no remover. Pero son supersticiones infantiles que se apresura a desechar. Alice no cree en fantasmas ni en premoniciones.

Apretando con fuerza la hebilla en una mano, como un talismán, hace una profunda inspiración y entra en el pasaje. De inmediato, el olor del aire subterráneo y escondido desde tiempos remotos la envuelve y le llena la boca, la garganta y los pulmones. El ambiente es frío y húmedo, sin indicios de los gases secos y tóxicos que según le han advertido envenenan la atmósfera en algunas cuevas sin ventilación, por lo que supone que por algún sitio entrará aire fresco. Por si acaso, rebusca en los bolsillos de sus pantalones cortos hasta encontrar un mechero. Enciende la llama y la adelanta en la oscuridad, para comprobar que hay oxígeno. Ésta oscila con un golpe de aire, pero no se apaga.