– Esta mañana recibimos la noticia de que la amenaza del ejército del norte es más contundente e inmediata de lo que creíamos. La Hueste, la Ost , como se hace llamar esa tropa impía, se congregó en Lyon para la fiesta de San Juan Bautista. Calculamos que unos veinte mil chavalièrs inundaron la ciudad, acompañados por quién sabe cuántos miles de escuderos, mozos, palafreneros, carpinteros, clérigos y herreros. La Hueste ha partido de Lyon encabezada por ese lobo blanco de Arnald-Amalric, el abad de Cîteaux. -Hizo una pausa y recorrió con la mirada la sala.
– Ya sé que su nombre se hincará como un puñal en el corazón de muchos de vosotros -prosiguió.
Pelletier vio que los señores más ancianos hacían gestos afirmativos.
– Con él están los arzobispos católicos de Reims, Sens y Rouen, así como los obispos de Autun, Clermont, Nevers, Bayeux, Chartres y Lisieux. En cuanto al poder temporal, aunque el rey Felipe de Francia no ha prestado oídos a la convocatoria, ni ha permitido que su hijo acuda en su lugar, muchos de los barones y príncipes más poderosos del Norte han respondido al llamamiento. Congost, por favor.
Al oír su nombre, el escrivan depositó ostentosamente la pluma sobre la mesa. El pelo lacio le caía a ambos lados de la cara. Su piel blanca y esponjosa era casi traslúcida, por toda una vida transcurrida en interiores. Congost convirtió en aparatosa exhibición el simple hecho de agacharse y buscar en su enorme bolsa de cuero un rollo de pergamino que pareció cobrar vida propia entre sus manos sudorosas.
– ¡Vamos, hombre! -masculló Pelletier entre dientes.
Congost hinchó el pecho y se aclaró varias veces la garganta, antes de proceder finalmente a dar lectura al documento.
– Eudes, duque de Borgoña; Hervé, conde de Nevers; el conde de Sant Pol; el conde de Auvernia; Pierre de Auxerre; Hervé de Ginebra; Guy d’Evreux; Gaucher de Châtillon; Simón de Montfort…
La voz de Congost era chillona e inexpresiva, pero cada nombre parecía caer como una piedra en un pozo seco, reverberando por toda la sala. Eran enemigos poderosos, influyentes barones del norte y del este, con recursos, dinero y hombres a su disposición. Eran adversarios temibles, que era preciso tener en cuenta.
Poco a poco, fueron cobrando forma las dimensiones y la naturaleza del ejército que se estaba concentrando contra el sur. Incluso Pelletier, que ya había leído la lista en silencio, sintió que un estremecimiento le recorría la espalda.
Se extendió por la estancia un rumor bajo y continuado: sorpresa, ira y escepticismo. Pelletier distinguió al obispo cátaro de Carcasona. Estaba escuchando con atención, con el rostro inexpresivo, rodeado de varios destacados sacerdotes cátaros, los llamados parfaits. Después, la aguda mirada del senescal localizó la expresión acongojada de Berengier de Rochefort, el obispo católico de Carcasona, semioculta bajo una capucha; estaba de pie en el lado opuesto de la Gran Sala, con los brazos cruzados, flanqueado por los sacerdotes de la catedral de Sant Nazari y otros de Sant Sarnin.
Pelletier confiaba en que, al menos de momento, Rochefort se mantuviera fiel al vizconde Trencavel y no al papa. Pero ¿por cuánto tiempo? Un hombre con la lealtad dividida no era digno de confianza. Iba a cambiar de bando, tan cierto como que el sol salía por el este y se ponía por el oeste. Pelletier se preguntó -y no era la primera vez que lo hacía- si no hubiese sido aconsejable despedir en ese momento a los clérigos, para que no oyeran nada que luego se sintieran obligados a referir a sus superiores.
– ¡Podemos hacerles frente, no importa cuántos sean! -se oyó gritar al fondo-. ¡Carcassona es inexpugnable!
– ¡También lo es Lastours! -exclamó otro.
Al momento hubo voces procedentes de todos los rincones de la Gran Sala, reverberando sobre cada una de sus superficies, como truenos atrapados en los valles y barrancos de la Montagne Noire.
– ¡Que vengan a las colinas! -aulló un tercero-. ¡Les enseñaremos lo que es luchar!
Levantando una mano, Raymond-Roger agradeció con una sonrisa el apoyo demostrado.
– Caballeros, amigos -dijo, casi gritando para hacerse oír-, gracias por vuestro coraje y vuestra lealtad inquebrantable. -Hizo una pausa, esperando a que se disipara el alboroto-. Esos hombres del norte no nos deben ninguna fidelidad, ni nosotros a ellos, más allá de los vínculos que unen a todos los hombres de este mundo bajo Dios nuestro Señor. Sin embargo, de quien no esperaba traición es de alguien que por todos los lazos de obligación, familia y deber tendría que proteger nuestras tierras y a nuestra gente. Me refiero a mi tío y señor, Raymond, conde de Tolosa.
Un pesado silencio descendió sobre la asamblea.
– Hace unas semanas, me llegó la noticia de que mi tío se había sometido a un ritual tan humillante que me avergüenza hablar de ello. Pedí que fueran comprobados los rumores. Han resultado ser ciertos. En la gran catedral de Saint Gile, en presencia del legado del papa, el conde de Tolosa ha sido recibido de nuevo en el seno de la Iglesia católica. Desnudo de cintura para arriba, con la soga de penitente en torno al cuello, fue azotado por los sacerdotes, mientras se arrastraba de rodillas implorando perdón.
Trencavel hizo una breve pausa, esperando a que sus palabras surtieran efecto.
– Mediante esa vil degradación, fue recibido una vez más en el seno de la Santa Madre Iglesia. -Un murmullo de desprecio se extendió por el Consejo-. Pero hay más, amigos míos. No me cabe duda de que su ignominiosa actuación tenía por objeto demostrar la fortaleza de su fe y su oposición a la herejía. Sin embargo, parece que ni siquiera así ha podido evitar el peligro que él sabía próximo. Ha cedido el control de sus dominios a los legados del papa. Lo que he sabido hoy… -Hizo una pausa-. Lo que he sabido hoy es que Raymond, conde de Tolosa, se encuentra en Valença, a menos de una semana de marcha de aquí, con varios cientos de sus hombres. Solamente aguarda una orden para conducir a los invasores del norte a través del río, en Belcaire, hacia nuestras tierras. -Se detuvo una vez más-. Trae consigo la cruz de los cruzados. Caballeros, piensa marchar contra nosotros.
Finalmente, la sala estalló en gritos indignados.
– ¡Silencio! -aulló Pelletier hasta quedarse sin voz, intentando en vano poner orden en el caos-. ¡Silencio, os lo ruego! ¡Silencio!
Fue una batalla desigual, una sola voz contra tantas otras.
El vizconde se adelantó hasta el borde del estrado, colocándose directamente bajo el escudo de armas de los Trencavel. Tenía las mejillas encendidas, pero sus ojos brillaban con la luz de la batalla y su rostro irradiaba desafiante bravura. Extendió los brazos abiertos, como para abarcar la sala entera y a todos cuantos estaban en ella. El gesto los hizo callar.
– Ahora me presento ante vosotros, mis amigos y aliados, con el antiguo espíritu del honor y la lealtad que a todos nos une, para pedir vuestro consejo. A los hombres del Mediodía sólo nos quedan dos caminos y muy poco tiempo para decidir cuál de los dos hemos de tomar. La pregunta es ésta. Per Carcassona, per lo Miègjorn, ¿qué hemos de hacer? ¿Someternos o luchar?
Cuando Trencavel volvió a sentarse en su sitial, agotado por el esfuerzo, el ruido en la Gran Sala, a su alrededor, volvió a hacerse ensordecedor.
Pelletier no pudo contenerse. Se inclinó hacia adelante y apoyó una mano sobre el hombro del joven.
– Bien dicho, messer -dijo en tono sereno-. ¡Con cuánta nobleza habéis obrado, mi señor!
CAPÍTULO 7
Durante horas, el debate arreció. Los criados iban y venían a toda prisa, llevando cestas de pan y de uvas, bandejas de carne y queso blanco, y llenando y rellenando interminablemente grandes jarras de vino. Nadie comía mucho, pero todos bebían, lo cual encendía su ira y nublaba su juicio.