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Un golpe seco en la puerta interrumpió sus pensamientos.

Perfin. Por fin.

– Estoy aquí -respondió.

Se abrió la puerta. La sonrisa se desprendió de su rostro.

– François. ¿Qué quieres?

– El señor senescal requiere vuestra presencia, dòmna.

– ¿A esta hora?

François desplazó torpemente el peso del cuerpo de un pie al otro.

– Os está esperando en su habitación. Creo que tiene cierta prisa, Alaïs.

Ella lo miró, sorprendida de que la llamara por su nombre. No recordaba que hubiese cometido nunca ese error.

– ¿Ocurre algo? -preguntó rápidamente-. ¿No se siente bien mi padre?

François titubeó.

– Está muy… preocupado, dòmna. Vuestra compañía lo alegrará.

La joven suspiró.

– Está visto que hoy nada me sale bien.

El criado pareció asombrado.

– Dòmna?

– No me hagas caso, François. Es sólo que esta noche estoy de mal humor. Claro que iré, si mi padre lo desea. ¿Vamos?

En otra alcoba, en el extremo opuesto de la parte del castillo reservada a los aposentos de sus habitantes, Oriane estaba sentada en su cama, con las largas y bien torneadas piernas recogidas bajo el cuerpo.

Tenía los ojos verdes entrecerrados, como un gato. En su rostro había una sonrisa autocomplaciente, mientras se dejaba pasar el peine a través de la cascada de rizos negros. De vez en cuando, sentía el ligero contacto, delicado y sugerente, de los dientes de hueso sobre la piel.

– Es muy… sedante -dijo.

A su lado había un hombre de pie. Tenía el torso desnudo y se adivinaba un tenue viso de sudor entre sus hombros anchos y fuertes.

– ¿Sedante, dòmna? -dijo en tono ligero-. No era ésa mi intención.

La joven sintió en el cuello su aliento caliente, cuando él se inclinó hacia adelante para retirarle el pelo de la cara y depositarlo sobre su espalda en una coleta retorcida.

– Eres preciosa -susurró.

Empezó a masajearle los hombros y el cuello, suavemente al principio y con creciente firmeza después. Oriane dejó caer la cabeza, mientras él repasaba con manos hábiles el contorno de sus pómulos, su nariz y su mentón, como queriendo memorizar sus facciones. De vez en cuando, las manos se deslizaban más abajo, hacia la suave y blanca piel del cuello.

Oriane se llevó una de las manos de él a la boca y le humedeció con la lengua las yemas de los dedos. El hombre la atrajo de espaldas hacia si. Ella sintió el calor y el peso de su cuerpo y, así comprimida, la prueba de lo mucho que la deseaba. Él la hizo volverse, le separó los labios con los dedos y lentamente comenzó a besarla.

Ella no prestó atención al ruido de pasos en el pasillo, hasta que alguien empezó a aporrear la puerta.

– ¡Oriane! -llamó una voz malhumorada y aguda-. ¿Estás ahí?

– ¡Es Jehan! -masculló ella entre dientes, abriendo los ojos, más contrariada que alarmada por la interrupción-. ¿No habías dicho que no iba a regresar todavía?

El hombre miró en dirección a la puerta.

– No creí que fuera a volver tan pronto. Cuando me marché, parecía que todavía tuviera para un buen rato con el vizconde. ¿Has cerrado con llave?

– Claro que sí -replicó ella.

– ¿No le parecerá raro?

Oriane se encogió de hombros.

– Se guardaría mucho de entrar sin ser invitado. De todos modos, será mejor que te escondas. -Le señaló un pequeño rincón, detrás de un tapiz colgado del otro lado de la cama-. No te preocupes. -Le sonrió al ver la expresión de su rostro-. Me desharé de él tan rápidamente como pueda.

– ¿Y cómo vas a hacerlo?

Ella le rodeó el cuello con las manos y lo atrajo hacia sí, lo bastante cerca para hacerle sentir sus pestañas rozándole la piel. Él se agitó contra ella.

– ¿Oriane? -chilló Congost, levantando cada vez más la voz-. ¡Abre la puerta ahora mismo!

– Ya lo verás -murmuró ella, inclinándose para besar el torso del hombre y su firme vientre, un poco más abajo-. Ahora debes desaparecer. Ni siquiera alguien como él se avendría a quedarse para siempre en el pasillo.

En cuanto estuvo segura de tener a su amante bien oculto, Oriane se acercó de puntillas a la puerta, giró la llave en el cerrojo sin hacer ruido, volvió corriendo a la cama y arregló las cortinas a su alrededor. Estaba lista para divertirse.

– ¡Oriane!

– Esposo mío -contestó ella con afectación-, no hay necesidad de tanto alboroto. Está abierto.

Oriane oyó un forcejeo y la puerta que se abría y cerraba con un golpe. Su marido irrumpió en la habitación. La joven oyó el choque del metal con la madera, cuando él dejó la candela sobre la mesa.

– ¿Dónde estás? -dijo con impaciencia-. ¿Y por qué está tan oscuro aquí dentro? No estoy de humor para juegos.

Oriane sonrió. Se recostó sobre las almohadas, para que su marido la viera con las piernas ligeramente separadas y los suaves brazos desnudos levantados en torno a la cabeza. No quería dejar nada librado a su imaginación.

– Aquí estoy, marido.

– La puerta no estaba abierta cuando lo intenté la primera vez -estaba diciendo él en tono irritado mientras descorría las cortinas, pero al verla se quedó sin habla.

– No habrás… empujado… lo suficiente -replicó ella.

Oriane vio cómo la cara de él se volvía blanca y después roja como una manzana. Los ojos se le salían de las órbitas y se quedó boquiabierto, a la vista de sus pechos firmes y rotundos y sus pezones oscuros; su pelo suelto, desplegado en abanico a su alrededor, sobre la almohada, como una masa de retorcidas serpientes; la curva de su cintura, la suave colina de su vientre y el triángulo de encrespado vello negro entre sus muslos.

– ¿Qué demonios haces así? -chilló él-. ¡Tápate ahora mismo!

– Estaba durmiendo, esposo mío -explicó ella-. Me has despertado.

– ¿Te he despertado? ¿Te he despertado? -escupió él-. ¿Estabas durmiendo de esa guisa? ¿Así estabas durmiendo?

– La noche es calurosa, Jehan. ¿Acaso no puedo permitirme dormir como me plazca en la intimidad de mi alcoba?

– Habría podido verte cualquiera. Tu hermana, tu doncella Guiranda. ¡Cualquiera!

Oriane se incorporó lentamente y lo miró con expresión desafiante, mientras enroscaba un mechón de pelo entre los dedos.

– ¿Cualquiera? -dijo en tono sarcástico-. He despedido a Guiranda -añadió con serena frialdad-. Ya no necesitaba sus servicios.

La joven notaba que su marido deseaba desesperadamente mirar hacia otro lado, pero no lo conseguía. El deseo y la aversión se mezclaban a partes iguales en su torrente sanguíneo.

– Cualquiera habría podido entrar -dijo una vez más, pero con menos seguridad.

– Sí, supongo que sí. Pero no ha entrado nadie. Excepto tú, mi marido -dijo sonriendo. Tenía la mirada de un animal a punto de atacar-. Y ahora, ya que estás aquí, quizá puedas decirme dónde has estado.

– Sabes bien dónde he estado -replicó él secamente-. En el Consejo.

Ella volvió a sonreír.

– ¿En el Consejo? ¿Todo este tiempo? El Consejo se disolvió mucho antes de que cayera la noche.

Congost enrojeció.

– No te corresponde a ti desafiarme.

Oriane entrecerró los ojos.

– ¡Por Sainte Foy, qué pomposo eres, Jehan! «No te corresponde a ti…»

La imitación era perfecta y de una crueldad que hizo encogerse de disgusto a ambos.

– ¡Vamos, Jehan, cuéntame dónde has estado! -prosiguió ella-. ¿Discutiendo algún asuntillo de estado, quizá? ¿O tal vez has estado con una amante, eh, Jehan? ¿Tienes una amante escondida en alguna parte del castillo?