No podía llevar mucho tiempo allí. François arreglaba la habitación todas las mañanas; lo habría visto. Ningún otro criado podía entrar en la alcoba, que había estado todo el día cerrada con llave.
Pelletier miró a su alrededor buscando otros signos de intrusión. Se sintió incómodo. ¿Eran imaginaciones suyas o estaban ligeramente desordenados los objetos de su escritorio? ¿Estaba desarreglada su ropa de cama? Esa noche, todo lo inquietaba.
– Paire?
Alaïs habló en voz baja, pero aun así lo sobresaltó. Rápidamente, se guardó la hebilla en la bolsa que llevaba colgada al cinto.
– Padre -repitió ella-, ¿me habéis mandado llamar?
Pelletier se rehizo.
– Sí, así es. Ven, pasa.
– ¿Se os ofrece algo más, messer? -preguntó François desde la puerta.
– No. Pero espera fuera, por si te necesito.
Esperó a que la puerta estuviera cerrada y con un gesto le indicó a Alaïs que se sentara junto a la mesa. Le sirvió un vaso de vino y volvió a llenar el suyo, pero él no se sentó.
– Pareces cansada.
– Y lo estoy un poco.
– ¿Qué se comenta del Consejo, Alaïs?
– Nadie sabe qué pensar, messer. Corren muchas historias. Todos rezan para que las cosas no estén tan mal como parece. Se dice que el vizconde saldrá mañana hacia Montpelhièr, acompañado de una pequeña comitiva, para pedir audiencia a su tío, el conde de Tolosa. -Levantó la cabeza-. ¿Es verdad?
Su padre asintió.
– Pero también dicen que el torneo se celebrará de todos modos.
– También es cierto. El vizconde tiene intención de completar su misión y estar de vuelta en dos semanas. Antes de final de julio, con toda seguridad.
– ¿Tiene buenas perspectivas de éxito la misión del vizconde?
Pelletier no contestó, sino que siguió recorriendo la habitación, arriba y abajo. Le estaba contagiando a Alaïs su ansiedad.
La muchacha bebió un sorbo de vino para armarse de valor.
– ¿Será Guilhelm de la partida?
– ¿No te lo ha informado él mismo? -le preguntó su padre secamente.
– No lo he visto desde que se levantó la sesión del Consejo -reconoció ella.
– ¡En nombre de Sainte Foy! ¿Dónde se ha metido? -dijo Pelletier.
– Por favor, decidme sí o no.
– Guilhelm du Mas ha sido elegido, aunque debo decir que contra mi voluntad. El vizconde lo aprecia.
– Y con razón, paire -replicó ella serenamente-. Es un hábil chavalièr.
Pelletier se inclinó hacia adelante para servirle un poco más de vino.
– Dime, Alaïs, ¿confías en él?
La pregunta la sorprendió con la guardia baja, pero respondió sin vacilaciones.
– ¿Acaso no deben confiar todas las esposas en sus maridos?
– Desde luego, desde luego. No esperaría de ti otra respuesta -contestó él, agitando una mano con gesto impaciente-. Pero ¿te ha preguntado por lo sucedido esta mañana en el río?
– Me ordenasteis que no le hablara a nadie al respecto -dijo ella- y, naturalmente, os he obedecido.
– Yo también esperaba que mantuvieras tu palabra -repuso él-. Pero no has respondido a mi pregunta. ¿Te ha preguntado Guilhelm dónde habías estado?
– No ha habido ocasión -le dijo ella en tono desafiante-. Como ya os he dicho, no lo he visto.
Pelletier se acercó a la ventana.
– ¿Temes que estalle la guerra? -dijo él, dándole la espalda.
Aunque desconcertada por el abrupto cambio de tema, Alaïs respondió sin el menor titubeo.
– La idea me atemoriza, lo reconozco, messer -replicó cautamente-. Pero seguramente no estallará, ¿verdad?
– No, quizá no.
El senescal apoyó las manos en el alféizar de la ventana, aparentemente perdido en sus pensamientos y ajeno a la presencia de su hija.
– Sé que mi pregunta te ha parecido impertinente, pero te la he hecho por una causa. Mira en lo profundo de tu corazón. Sopesa con cuidado tu respuesta y dime la verdad. ¿Confías en tu marido? ¿Confías en él para que te proteja, para que cuide de ti?
Alaïs sabía que las palabras más importantes permanecían inexpresadas y ocultas bajo la superficie, pero temía responder. No quería ser desleal con Guilhelm, pero tampoco se avenía a mentirle a su padre.
– Ya sé que no lo apreciáis, messer -dijo en tono sereno-, aunque no comprendo qué ha podido hacer para ofenderos…
– Sabes perfectamente lo que hace para ofenderme -soltó Pelletier con impaciencia-. Te lo digo con suficiente frecuencia. Sin embargo, mi opinión personal de Du Mas, buena o mala, no tiene importancia, puedes detestar a un hombre y aun así reconocer su valor. Por favor, Alaïs, responde a mi pregunta. De lo que digas dependen muchas cosas.
Imágenes de Guilhelm durmiendo. De sus ojos oscuros como la calamita, de la curva de sus labios besando el íntimo interior de su muñeca. Recuerdos tan poderosos que la aturdían.
– No puedo responder -dijo finalmente.
– Ah -suspiró él-. Bien, bien. Ya veo.
– Con todos mis respetos, paire, no veis nada -se encrespó Alaïs-. No he dicho nada.
El senescal se volvió.
– ¿Le has dicho a Guilhelm que yo te había mandado llamar?
– Ya os he dicho que no lo he visto y… y no es justo que me interroguéis de este modo. Ni que me obliguéis a elegir entre mi lealtad hacia vos o hacia él. -Alaïs hizo ademán de levantarse-. Así pues, messer, a menos que haya alguna razón por la que hayáis requerido mi presencia a hora tan avanzada, os pido permiso para retirarme.
Pelletier intentó calmar la situación.
– Siéntate, siéntate. Veo que te he ofendido. Perdóname. No era mi intención.
Le tendió una mano y, al cabo de un momento, Alaïs la aceptó.
– No pretendo hablar en acertijos. Lo que no sé… Necesito aclarar mis propias ideas. Esta noche he recibido un mensaje de la mayor importancia, Alaïs. He pasado las últimas horas decidiendo qué hacer, sopesando las alternativas. Aunque creía haber tomado una resolución, y por eso te mandé llamar, las dudas persistían.
La mirada de Alaïs encontró la de su padre.
– ¿Y ahora?
– Ahora mi camino se muestra claramente ante mí. En efecto. Estoy convencido de que sé lo que debo hacer.
El color se retiró de las mejillas de la joven.
– Entonces habrá guerra -dijo ella, suavizando repentinamente el tono de su voz.
– Me parece inevitable, sí. Los signos no son buenos -dijo el senescal, sentándose-. Estamos atrapados en una situación de implicaciones demasiado vastas para que podamos controlarla, por más que queramos convencernos de lo contrario. -Dudó un momento-. Pero hay algo más importante que eso, Alaïs. Y si las cosas se tuercen para nosotros en Montpelhièr, es posible que nunca tenga oportunidad de… de decirte la verdad.
– ¿Qué puede ser más importante que la amenaza de guerra?
– Antes de que siga hablando, debes darme tu palabra de que todo lo que te diga esta noche quedará entre nosotros.
– ¿Por eso me habéis preguntado por Guilhelm?
– En parte, sí -admitió él-, pero no es ésa la única razón. Antes que nada, tienes que asegurarme que nada de lo que te diga saldrá de estas cuatro paredes.
– Tenéis mi palabra -dijo ella sin dudarlo.
Una vez más, Pelletier suspiró, pero en esta ocasión ella no notó ansiedad, sino alivio en su voz. La suerte estaba echada. El senescal había tomado una decisión. Ahora sólo restaba actuar con determinación para llegar hasta el final, fueran cuales fuesen las consecuencias.
Alaïs se acercó un poco más. La luz de las velas bailaba y titilaba en sus ojos pardos.