Alice miró hacia abajo. Shelagh la había adelantado tanto que casi se había perdido de vista, su alargada y enjuta figura semiescondida entre los matorrales y las hierbas altas de las laderas más bajas. Ya no había esperanza de darle alcance, aunque lo hubiese querido.
Alice suspiró. Estaba al límite de sus fuerzas. «Como siempre.» Estaba sola. «Mejor así.» Era orgullosamente autosuficiente y prefería no confiar en ninguna otra persona. Pero en ese instante no estaba segura de tener bastante reserva de energía como para llegar al campamento. El sol era demasiado despiadado y sus piernas demasiado débiles. Bajó los ojos para mirar el corte que tenía en el brazo. Había empezado a sangrar otra vez, peor que nunca.
Alice recorrió con la vista el abrasado paisaje estival de los montes Sabarthès, todavía en su paz intemporal. Por un momento se sintió bien. Después, bruscamente, fue consciente de otra sensación, un pinchazo en la base de la columna. Anticipación, una sensación de expectación. Reconocimiento.
«Todo termina aquí.»
Alice hizo una profunda inspiración. El corazón empezó a latirle más de prisa.
«Termina donde empezó.»
De pronto, sintió la cabeza llena de sonidos susurrados e inconexos, como ecos en el tiempo. Las palabras inscritas en lo alto de los peldaños volvieron a resonar en su mente. Pas a pas. Daban vueltas y más vueltas en su cabeza, como una cancioncilla infantil recordada a medias.
«Es imposible. Es una tontería.»
Conmocionada, Alice apoyó las manos sobre las rodillas y se obligó a ponerse de pie. Tenía que volver al campamento. Golpe de calor, deshidratación. Tenía que apartarse del sol y beber un poco de agua.
Poco a poco, empezó a descender, sintiendo en las piernas cada pequeña irregularidad del suelo de la montaña. Tenía que alejarse de las rocas y de sus ecos, y de los espíritus que allí vivían. No sabía lo que le estaba ocurriendo, sólo que tenía que huir.
Apresuró cada vez más el paso, casi hasta correr, trastabillando con las piedras y los pedruscos de aristas aguzadas que sobresalían de la tierra seca. Pero las palabras habían arraigado en su mente y se repetían con sonora claridad, como un mantra.
«Paso a paso nos abrimos camino. Paso a paso.»
CAPÍTULO 12
El termómetro rozaba los treinta y tres grados a la sombra. Eran casi las tres de la tarde. Sentada bajo el toldo de lona, Alice sorbía obediente una Orangina que le habían puesto entre las manos. Las burbujas tibias le crepitaban en la garganta, mientras el azúcar entraba aceleradamente en su torrente sanguíneo. Había un olor intenso a vendajes, apósitos y antisépticos.
El corte en el interior del codo había sido desinfectado y vendado. Le habían aplicado un blanco vendaje nuevo en la muñeca, hinchada como una pelota de tenis, y le habían desinfectado los pequeños cortes y abrasiones que le cubrían las rodillas y las espinillas.
«Tú te lo has buscado.»
Se contempló en el pequeño espejo que colgaba del mástil de la tienda. Una carita en forma de corazón, con inteligentes ojos castaños, le devolvió la mirada. Debajo de las pecas y la piel bronceada, estaba pálida. Tenía un aspecto lamentable, con el pelo lleno de polvo y manchas de sangre seca en el delantero de la camiseta.
Lo único que quería era volver a su hotel, en Foix, quitarse la mugrienta ropa y darse una larga ducha de agua fría. Después bajaría a la plaza, pediría una botella de vino y no se movería durante el resto del día.
«Y no pensaría en lo sucedido.»
No parecía muy probable que pudiera hacerlo.
La policía había llegado media hora antes. En el aparcamiento, al pie de la ladera, una fila de vehículos oficiales azules y blancos aparecía alineada junto a los deteriorados Citroën y Renault de los arqueólogos. Era como una invasión.
Alice había supuesto que primero se ocuparían de ella, pero aparte de preguntarle si había sido quien había hallado los esqueletos y de anunciarle que la interrogarían a su debido tiempo, la habían dejado sola. No se le acercaba nadie. Alice lo comprendía. Ella era la culpable de todo el ruido, el caos y la confusión. No era mucho lo que podía hacer al respecto. De Shelagh no había ni rastro.
La presencia de la policía había cambiado el carácter del campamento. Parecía haber docenas de agentes, todos con camisas azul claro, botas negras hasta las rodillas y pistolas en las caderas, concentrados como un enjambre de avispas sobre la ladera de la montaña, levantando una polvareda y gritándose instrucciones en un francés demasiado rápido y cerrado para que ella pudiera entenderlo.
De inmediato acordonaron la cueva, extendiendo una tira de cinta plástica a través de la entrada. El ruido de sus actividades reverberaba en el aire quieto de la montaña. Alice podía oír el zumbido del rebobinado automático de las cámaras de fotos, compitiendo con el canto de las cigarras.
Unas voces transportadas por la brisa le llegaron flotando desde el aparcamiento. Alice se volvió y vio al doctor Brayling subiendo la escalera, en compañía de Shelagh y del corpulento oficial de policía que parecía estar al mando.
– Obviamente, esos esqueletos no pueden pertenecer a las dos personas que están buscando -insistió el doctor Brayling-. Esos huesos tienen claramente cientos de años. Cuando se lo notifiqué a las autoridades, ni por un momento pensé que éste iba a ser el resultado -añadió, haciendo un amplio gesto con las manos-. ¿Tiene idea del daño que están causando sus hombres? Le aseguro que no estoy nada conforme.
Alice estudió al inspector, un hombre de mediana edad, bajo, moreno y pesado, con más barriga que pelo. Estaba sin aliento y era evidente que el calor lo hacía sufrir mucho. Apretaba un pañuelo flácido, que usaba para enjugarse el sudor de la cara y el cuello con muy escasos resultados. Incluso a distancia, Alice distinguía los círculos de sudor bajo sus axilas y en los puños de su camisa.
– Le ruego disculpe la molestia, monsieur le directeur -dijo lenta y ceremoniosamente-. Pero tratándose de una excavación privada, estoy seguro de que podrá explicar la situación a su patrocinador.
– El hecho de que tengamos la suerte de que nos financie un particular y no una institución pública es irrelevante. Lo verdaderamente irritante, por no mencionar los inconvenientes de índole práctica, es la suspensión de los trabajos sin motivo alguno. Nuestra tarea aquí es de la mayor importancia.
– Doctor Brayling -dijo el inspector Noubel, como si llevaran un buen rato hablando de lo mismo-, tengo las manos atadas. Estamos en medio de una investigación de asesinato. Ya ha visto los carteles de las dos personas desaparecidas, oui? Así pues, con o sin inconvenientes, hasta que quede demostrado a nuestra entera satisfacción que los huesos hallados no son los de nuestros desaparecidos, sus trabajos quedarán suspendidos.
– ¡Por favor, inspector! Pero ¡si es evidente que los esqueletos tienen cientos de años!
– ¿Los ha examinado?
– A decir verdad, no -respondió Brayling-. No como es debido, desde luego que no. Pero es obvio. Sus forenses me darán la razón.
– Estoy seguro de que así será, doctor Brayling, pero hasta entonces -Noubel se encogió de hombros-, no puedo decir nada más.
– Comprendo su situación, inspector -intervino Shelagh-, pero ¿puede al menos darnos una idea de cuándo cree que habrán terminado aquí?
– Bientôt. Pronto. Yo no pongo las reglas.
El doctor Brayling levantó los brazos en un gesto de desesperación.
– ¡En ese caso, me veré obligado a saltarme la jerarquía y acudir a alguien con más autoridad! ¡Esto es completamente ridículo!
– Como quiera -replicó Noubel-. Mientras tanto, además del nombre de la señorita que encontró los cadáveres, necesito una lista de todos los que hayan entrado en la cueva. Cuando hayamos concluido nuestra investigación preliminar, retiraremos los cuerpos de la cueva, y entonces usted y su equipo podrán irse si así lo desean.