Выбрать главу

El propietario del hotel, monsieur Annaud, tenía un marcado acento local, con vocales abiertas y consonantes nasales. Alice tenía dificultades para entenderlo incluso en persona. Por teléfono, sin la ayuda de la expresión y los gestos, le resultaba imposible. Sonaba como un personaje de dibujos animados.

– Plus doucement, s’il vous plaît -dijo, intentando que hablara más pausadamente-. Vous parlez trop vite. Je ne comprends pas.

Hubo una pausa. Se oyeron unos murmullos rápidos al fondo. Entonces se puso madame Annaud y le explicó que había una persona esperándola en la recepción.

– Une femme? -dijo ella, esperanzada.

Alice le había dejado a Shelagh una nota en la casa de la expedición y un par de mensajes en el buzón de voz, pero no había tenido noticias suyas.

– Non, c’est un homme -respondió madame Annaud.

– Bien -replicó ella, decepcionada-. J’arrive. Deux minutes.

Se pasó un peine por el pelo todavía húmedo, se puso una falda y una camiseta, se calzó un par de alpargatas y bajó la escalera, preguntándose quién demonios sería.

El grueso del equipo de arqueólogos se alojaba en un pequeño albergue cerca del lugar de la excavación. En cualquier caso, ella ya se había despedido de todo el que había querido oírla. Nadie más conocía su paradero y, desde que había roto con Oliver, tampoco tenía a nadie a quien contárselo.

La recepción estaba desierta. Alice escudriñó la zona más oscura, esperando ver a madame Annaud sentada detrás del alto mostrador de madera, pero allí no había nadie. Después se asomó por una esquina, para echar un vistazo rápido al vestíbulo. Las viejas butacas de mimbre, polvorientas por debajo, estaban vacías, como también lo estaban los grandes sofás de piel dispuestos perpendicularmente junto a la chimenea, que estaba rodeada de herraduras y de otros ornamentos ecuestres, así como de testimonios de huéspedes agradecidos. El expositor giratorio de postales, medio inclinado y cargado de gastadas vistas de todo lo que Foix y el Ariège podían ofrecer al turista, estaba inmóvil.

Alice volvió al mostrador e hizo sonar la campanilla. Se oyó un cascabeleo de cuentas en la puerta cuando monsieur Annaud salió de las habitaciones privadas de la familia.

– Quelqu’un a demandé pour moi?

–  -dijo él, inclinándose por encima del mostrador para señalar.

Alice negó con la cabeza:

– Personne.

El hombre rodeó el mostrador para salir a mirar y se encogió de hombros, sorprendido al ver que el vestíbulo estaba vacío.

– Dehors? ¿Fuera? -preguntó, al tiempo que imitaba el gesto de un hombre fumando.

El hotel estaba en una pequeña calle secundaria, entre la avenida principal (con sus bloques de oficinas, sus restaurantes de comida rápida y el extraordinario edificio de correos de los años treinta de estilo art déco) y el pintoresco centro medieval de Foix, con sus bares y sus tiendas de antigüedades.

Alice miró primero a la izquierda y después a la derecha, pero no parecía que hubiese nadie esperando. Todas las tiendas estaban cerradas a esa hora del día y la calle estaba prácticamente vacía.

Intrigada, ya se había dado la vuelta para entrar de nuevo, cuando un hombre salió de un portal. Debía de tener poco más de veinte años y vestía un traje claro de verano que le iba un poco pequeño. Llevaba muy corto el espeso pelo negro y unas gafas oscuras ocultaban sus ojos. Tenía un cigarrillo en la mano.

– Docteur Tanner?

– Oui -dijo ella cautelosamente-. Vous me cherchez?

El hombre introdujo una mano en el bolsillo superior.

– C’est pour vous. Tenez -dijo, mientras le tendía imperiosamente un sobre. No dejaba de lanzar nerviosas miradas a un lado y a otro, claramente temeroso de que alguien los viera. De pronto, Alice lo reconoció como el joven agente uniformado que iba con el inspector Noubel.

– Je vous ai déjà vu, non? Au pie de Soularac.

Entonces él intentó hablar en inglés.

– Por favor -dijo con urgencia-. Tenga esto.

– Vous étiez avec l’inspecteur Noubel? -insistió ella.

El sudor perlaba la frente del joven. Para sorpresa de Alice, la agarró por una mano y la obligó a coger el sobre.

– ¡Eh! -protestó ella-, ¿Qué hace?

Pero él ya había desaparecido, como tragado por una de las muchas callejas que subían hasta el castillo.

Por un momento, Alice se quedó mirando el espacio vacío de la calle, casi resuelta a ir tras él. Pero lo reconsideró. A decir verdad, sintió miedo. Bajó los ojos para contemplar la carta que tenía entre las manos como si fuera una bomba a punto de estallar. Hizo una profunda inspiración y deslizó un dedo bajo el doblez. Dentro del sobre había una sola hoja de papel barato, con la palabra appelez, garabateada en infantiles letras mayúsculas. Debajo, un número de teléfono: 02 68 72 31 26.

Alice frunció el ceño. No era local. El prefijo del Ariège era el 05.

Dio la vuelta a la hoja, para ver si había algo escrito del otro lado, pero estaba en blanco. Estuvo a punto de tirarla a la papelera, pero se lo pensó mejor. «De momento me la quedaré.» Se la guardó en el bolsillo, tiró el sobre entre los envoltorios de helado y volvió a entrar, profundamente intrigada.

Alice no reparó en un hombre que salía del bar de la acera de enfrente. Cuando éste llegó a la papelera para recoger el sobre, ella ya estaba en su habitación.

Con la adrenalina bombeándole en las venas, Yves Biau finalmente dejó de correr. Doblándose por la cintura, apoyó las manos en las rodillas para recuperar el aliento.

En lo alto, el gran castillo de Foix se cernía sobre la ciudad como lo había hecho durante más de mil años. Era el símbolo de la independencia de la región, la única fortaleza importante que había resistido durante la cruzada contra el Languedoc, un refugio para los cátaros y los combatientes por la libertad expulsados de las ciudades y las tierras bajas.

Biau sabía que lo estaban siguiendo. Ellos (fueran quienes fuesen) no habían intentado disimularlo. Su mano buscó el arma que llevaba bajo la americana. Al menos había hecho lo que Shelagh le había pedido. Si ahora conseguía pasar la frontera y entrar en Andorra antes de que descubrieran que se había marchado, estaría a salvo. Comprendía que era demasiado tarde para detener el curso de los acontecimientos que había contribuido a poner en marcha. Había hecho todo lo que le habían pedido, pero ella siempre pedía más. Hiciera lo que hiciese, nunca sería suficiente.

El paquete había salido con el último correo hacia la casa de su abuela. Ella sabría qué hacer. Era lo único que se le había ocurrido para reparar el daño que había hecho.

Biau miró a uno y otro lado de la calle. Nadie.

Echó a andar y se puso en camino, dispuesto a volver a su casa por una ruta ilógica y llena de rodeos, por si acaso lo estaban esperando. Acercándose desde una dirección inesperada, tendría más probabilidades de verlos antes de que ellos lo vieran a él.