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Mientras atravesaba el mercado cubierto, su subconsciente registró el Mercedes gris metalizado en la Place Saint-Volusien, pero le prestó poca atención. No oyó el suave carraspeo del motor que aguardaba encendido, ni el cambio de marchas cuando el coche empezó a deslizarse por la pendiente, retumbando sobre el empedrado de la ciudad medieval.

Cuando Biau puso un pie en la calzada para cruzar la calle, el vehículo aceleró violentamente, lanzado como un avión por la pista de despegue. El joven se volvió, con una expresión de asombro congelada en la cara. Un golpe seco le arrebató las piernas de debajo del cuerpo y su masa ingrávida voló por encima del parabrisas. Por una fracción de segundo, le pareció estar flotando, antes de salir despedido con violencia contra uno de los pilares de hierro forjado que sustentaban la cubierta inclinada del mercado.

Allí se quedó, suspendido en el aire contra el pilar, como un niño en una de esas atracciones de feria que aprovechan la fuerza centrífuga. Pero en seguida se impuso la gravedad y Biau se desplomó al suelo, dejando un rastro rojo de sangre sobre el metal negro de la columna.

El Mercedes no se detuvo.

El ruido hizo salir a la calle a los clientes de los bares. Dos mujeres se asomaron a la ventana de sus casas, que daban a la plaza. El propietario del café PMU echó un vistazo y entró corriendo a llamar a la policía. Una mujer empezó a gritar, pero en seguida guardó silencio, mientras la gente se congregaba alrededor de la víctima.

Al principio, Alice no prestó atención al ruido. Pero cuando el aullido de las sirenas estuvo más cerca, salió a la ventana para mirar, como todos los demás.

«No tiene nada que ver contigo.»

No había razón para involucrarse. Aun así, por algún motivo que no hubiese podido explicar, Alice se sorprendió abandonando la habitación y encaminándose hacia la plaza.

Había un coche de policía bloqueando la callejuela que bajaba hasta la plaza, con las luces parpadeando en silencio. Justo al otro lado, un grupo de transeúntes formaba un semicírculo alrededor de algo o alguien que yacía en el suelo.

– No hay seguridad en ninguna parte -murmuraba una norteamericana hablando con su marido-, ni siquiera en Europa.

La sensación de mal presagio de Alice se fue haciendo más intensa a medida que se acercaba. No soportaba la idea de lo que quizá iba a ver, pero por alguna causa, no podía detenerse. Un segundo coche de policía asomó de una calle secundaria y frenó con un chirrido delante del primero. Las caras se volvieron y la selva de brazos, piernas y torsos se abrió justo lo suficiente como para que Alice pudiera ver el cuerpo en el suelo. Traje claro, pelo negro y unas gafas de sol con cristales marrones y montura metálica tiradas al lado.

«No puede ser él.»

Alice se abrió paso a empujones, apartando a la gente, hasta ponerse delante. El chico yacía inmóvil en el suelo. Automáticamente, su mano fue en busca del papel que tenía en el bolsillo. «No puede ser coincidencia.»

Muda de estupor, Alice retrocedió con paso vacilante. La puerta de un coche se cerró de golpe. Sobresaltada, se volvió a tiempo de ver al inspector Noubel emergiendo con dificultad del asiento del conductor. Se encogió, intentando confundirse con la multitud. «Que no te vea.» El instinto la envió al otro lado de la plaza, lejos de Noubel, con la cabeza gacha.

Nada más doblar la esquina, echó a correr.

– S’il vous plaît -gritaba Noubel, despejando un camino a través de los curiosos-. Pólice. S’il vous plaît.

Yves Biau yacía desmadejado sobre el duro suelo, con los brazos extendidos en ángulo recto. Tenía una pierna doblada bajo el cuerpo, claramente rota, con un blanco hueso del tobillo asomando a través de los pantalones. La otra yacía plana, torcida hacia un lado de manera antinatural. Uno de los mocasines marrones se le había salido.

Noubel se agachó e intentó encontrarle el pulso. El chico aún respiraba, con jadeos breves y superficiales, pero su piel resultaba viscosa al tacto y sus ojos estaban cerrados. A lo lejos, Noubel distinguió el bienvenido aullido de una ambulancia.

– S’il vous plait -volvió a gritar-. Écartez. Apártense.

Llegaron otros dos coches de policía. Se había dado por radio la noticia de la caída de un agente, por lo que había más policías que civiles. Acordonaron la calle y separaron a los testigos de los curiosos. Eran eficaces y metódicos, pero sus caras revelaban la tensión.

– No ha sido un accidente, inspector -dijo la norteamericana-. El coche ha ido directo hacia él, a toda velocidad. No le ha dado la menor oportunidad.

Noubel concentró en ella su mirada.

– ¿Usted ha visto el accidente, señora?

– Claro que sí.

– ¿Ha visto qué clase de coche era? ¿La marca?

La mujer sacudió la cabeza.

– Gris metalizado. Es todo lo que puedo decirle. -Se volvió hacia su marido.

– Mercedes -dijo el hombre de inmediato-. No vi muy bien el accidente. Sólo me di la vuelta al oír el ruido.

– ¿Pudo ver la matrícula?

– Creo que el último número era un once. Sucedió demasiado rápido.

– La calle estaba prácticamente vacía, inspector -repitió ella, como temiendo que no la tomaran en serio.

– ¿Vio cuánta gente viajaba en el coche?

– Delante, una sola persona, con toda seguridad. No sabría decirle si había alguien más en el asiento de atrás.

Noubel se la pasó a un agente, para que tomara nota de su declaración, y después se acercó a la parte trasera de una ambulancia, donde estaban cargando a Biau en una camilla. Tenía el cuello y la cabeza fijados con un collarín, pero una corriente continua de sangre fluía por debajo del vendaje que le envolvía la herida, manchándole de rojo la camisa.

Tenía la piel de un blanco antinatural, del color de la cera. Llevaba un tubo pegado con esparadrapo a la comisura de la boca y una vía intravenosa adherida a la mano.

– S’en tirera, vous croyez? ¿Se salvará?

El enfermero hizo una mueca.

– Yo en su lugar -respondió mientras cerraba las puertas- llamaría a sus parientes más próximos.

Noubel dio un puñetazo a un lado de la ambulancia que ya arrancaba y, tras asegurarse de que sus hombres estaban haciendo un buen trabajo, regresó a su coche, maldiciéndose a sí mismo. Se agachó para acomodarse en el asiento delantero, consciente de cada uno de sus cincuenta años, sin dejar de repasar las decisiones equivocadas que había tomado durante el día y que habían llevado a aquella situación. Deslizó un dedo bajo el cuello de la camisa y se aflojó la corbata.

Sabía que hubiese debido hablar antes con el chico. Biau no había sido el mismo desde el momento en que llegó al pico de Soularac. Habitualmente su actitud era entusiasta y era el primero en ofrecerse para todo. Pero ese día había estado inquieto e irritado, y había desaparecido a media tarde.

Noubel golpeteó nerviosamente el volante con los dedos. Authié había dicho que Biau no le había transmitido el mensaje del anillo. ¿Por qué iba a mentir acerca de algo así?

La sola imagen de Paul Authié le provocó a Noubel un dolor agudo en el abdomen. Para aliviar el ardor, se metió una pastilla de menta en la boca. Ése había sido otro error. No hubiese debido permitir que Authié se acercara a la doctora Tanner, aunque pensándolo bien, no sabía con certeza qué hubiese podido hacer para evitarlo. Cuando le llegó la noticia de los esqueletos hallados en Soularac, el informe venía acompañado de órdenes de facilitarle a Authié el acceso al lugar y ofrecerle toda la ayuda posible. Noubel aún no había podido averiguar cómo había hecho Authié para enterarse tan rápidamente del hallazgo, y menos aún para abrirse paso hasta el sitio.