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Era la primera vez que Noubel veía a Authié en persona, pero lo conocía de oídas, como casi todos los del cuerpo de policía. El abogado era famoso por su extremismo en materia religiosa y, según se decía, tenía a toda la Pólice Judiciaire y a la gendarmería del sur de Francia en el bolsillo. Más concretamente, un colega de Noubel había sido testigo en un caso en el que Authié actuaba como defensor. Se acusaba a dos miembros de un grupo de extrema derecha del asesinato de un taxista argelino en Carcasona. Hubo rumores de intimidación y amenazas. Al final, los dos acusados fueron absueltos y varios oficiales de policía se vieron obligados a retirarse.

Noubel bajó la vista hacia las gafas de sol de Biau y las recogió del suelo. Antes se había sentido incómodo. Ahora la situación le gustaba aún menos.

La radio del coche cobró vida con un chisporroteo, ofreciendo la información que necesitaba acerca de los parientes más próximos de Biau. El inspector aplazó un poco más el momento. Después empezó a hacer las llamadas.

CAPÍTULO 16

Eran las once cuando Alice llegó a las afueras de Toulouse. Estaba demasiado cansada para seguir hasta Carcasona, de modo que decidió dirigirse al centro de la ciudad y buscar un lugar donde dormir esa noche.

El viaje se le había pasado en un abrir y cerrar de ojos. Su mente estaba llena de imágenes confusas de los esqueletos y del cuchillo al lado de éstos, del pálido rostro que la contemplaba a la luz gris y mortecina, del cuerpo tendido en el suelo, delante del mercado en Foix. ¿Estaría muerto?

«Y el laberinto.» Siempre, al final, volvía al laberinto. Alice se dijo que se estaba volviendo paranoica, que todo aquello no tenía nada que ver con ella. «Simplemente, estabas en un mal sitio, en un mal momento.» Pero por muchas veces que se lo repitiera, no acababa de creérselo.

Se quitó de un puntapié los zapatos y se tumbó en la cama sin desvestirse. Todo en la habitación era barato. Plástico y tableros de aglomerado, baldosas grises y parquet de imitación. Las sábanas estaban demasiado almidonadas y le rascaban la piel como si fueran de papel.

Sacó de la mochila la botella de Bushmills single malt. Todavía quedaban dos dedos. De pronto se le hizo un nudo en la garganta. Se los había estado reservando para su última noche en la excavación. Volvió a intentarlo, pero en el teléfono de Shelagh seguía saliendo el buzón de voz. Reprimiendo la irritación, dejó otro mensaje. Esperaba que Shelagh abandonara ya ese juego.

Se tomó un par de analgésicos con el whisky, se metió en la cama y apagó a luz. Estaba completamente exhausta, pero no encontraba una postura cómoda. Le palpitaba la cabeza, tenía la muñeca caliente e hinchada y el corte del brazo le dolía terriblemente. Más que nunca.

Hacía calor y el aire de la habitación era sofocante. Después de acomodarse y dar vueltas en la cama, y de oír las campanas dando las doce y la una, Alice se levantó y abrió la ventana para que entrara el aire. No sirvió de nada. Su mente no se estaba quieta. Intentó evocar arenas blancas y transparentes aguas azules, playas caribeñas y atardeceres hawaianos, pero su pensamiento regresaba una y otra vez a la roca gris y el gélido aire subterráneo de la montaña.

Le daba miedo dormir. ¿Y si volvía a tener el mismo sueño?

Las horas pasaban reptando. Tenía la boca seca y el corazón vacilante por efecto del whisky. Sólo cuando el pálido y blanco amanecer comenzó a arrastrarse bajo los bordes desgastados de las cortinas, su mente finalmente cedió.

Esta vez, el sueño fue diferente.

Iba montada en un caballo alazán a través de la nieve. El pelaje invernal del animal era espeso y brillante, y las crines y la cola, que eran blancas, estaban trenzadas con cintas rojas. Ella iba vestida para cazar, envuelta en su mejor capa, con capucha y orlas de piel de ardilla, y largos guantes de cuero forrados de piel de marta, que le llegaban hasta los codos.

Un hombre cabalgaba a su lado en un animal más grande y recio, de pelo gris y crines y cola negras. Tiraba repetidamente de las riendas para controlarlo. Llevaba el cabello castaño, demasiado largo para un hombre, rozándole los hombros. Su capa de terciopelo azul ondeaba tras él mientras cabalgaba. Alice vio que llevaba una daga a la cintura. Alrededor del cuello lucía una cadena de plata, de la que colgaba una solitaria piedra verde, que le golpeaba el pecho al ritmo del paso del caballo.

El hombre no dejaba de mirarla con una mezcla de orgullo y posesividad. La conexión entre ambos era íntima e intensa. En sueños, Alice cambió de postura y sonrió.

A cierta distancia, el sonido seco y agudo de un cuerno, en el aire frío de diciembre, proclamaba que los perros iban sobre la pista de un lobo. Ella sabía que era diciembre, un mes especial. También sabía que era feliz.

Después, la luz cambió.

Ahora estaba sola en una parte del bosque que no reconoció. Los árboles eran más altos y compactos, y sus ramas, negras y desnudas, se retorcían contra un cielo blanco y cargado de nieve, como los dedos de un muerto. En algún lugar tras ella, invisibles y amenazadores, los perros ganaban terreno, excitados por la promesa de sangre.

Ya no era la cazadora, sino la presa.

El bosque reverberaba con un millar de cascos atronadores, que se acercaban más y más. Ahora podía oír los aullidos de los cazadores. Se hablaban a gritos en una lengua que no entendía, pero ella sabía que la estaban buscando.

Su caballo tropezó. Alice salió despedida sobre la cabeza del animal y cayó en el frío y duro suelo. Oyó el crujido del hueso del hombro y sintió el dolor desgarrador. Bajó la vista, espantada. Una ramita, que la helada había vuelto dura y sólida como una punta de flecha, le había atravesado la manga y se le había hundido en el brazo.

Con dedos entumecidos y desesperados, Alice tiró de la astilla hasta arrancarla, cerrando los ojos para no sentir el dolor lacerante. En seguida empezó a manar la sangre, pero no podía dejar que eso la detuviera.

Conteniendo la hemorragia con el borde de la capa, Alice logró ponerse en pie y se obligó a continuar a través de las ramas desnudas y los zarzales petrificados. Las ramas, quebradizas, crepitaban bajo sus pies y el aire gélido le aguijoneaba las mejillas y le hacía llorar los ojos.

El campanilleo en sus oídos se volvió más fuerte e insistente, y se sintió a punto de desmayarse. Inmaterial como un espectro.

De pronto, el bosque desapareció y Alice se encontró de pie al borde de un acantilado. No le quedaba ningún sitio adonde ir. A sus pies, el suelo caía en picado hacia un boscoso precipicio. Frente a ella había montañas coronadas de nieve, que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Estaban tan cerca que tenía la impresión de poder tocarlas si extendía la mano.

En sueños, Alice se movió, inquieta.

«Despierta. Por favor, despierta.»

Intentó despertar, pero no lo consiguió. El sueño la tenía firmemente atrapada en su abrazo.

Los perros irrumpieron a través de la cortina de árboles que tenía detrás, ladrando y gruñendo. Su aliento nubló el aire, mientras sus fauces se abrían y cerraban, con hilos de baba y sangre colgando de los dientes. En la penumbra del crepúsculo, refulgían las puntas de las lanzas empuñadas por los cazadores, en cuyos ojos había odio y exaltación. Podía oír sus voces, susurrando y burlándose de ella en tono provocador.

– Héréticque, héréticque.

En esa fracción de segundo, tomó su decisión. Si le había llegado la hora de morir, no lo haría a manos de aquellos hombres. Alice levantó los brazos, los abrió y saltó, encomendando su cuerpo al aire.

De inmediato, el mundo guardó silencio.

El tiempo dejó de tener sentido, mientras caía, lenta y suavemente, con la verde falda hinchándose a su alrededor. Entonces se percató de que llevaba algo colgado a la espalda, un trozo de tela en forma de estrella. No, no era una estrella, sino una cruz. Una cruz amarilla. Roiele. Mientras la palabra desconocida avanzaba y retrocedía en su mente, la cruz se soltó y se alejó flotando, como una hoja cayendo de un árbol en otoño.