El suelo no se acercaba. Alice ya no tenía miedo. Porque en el instante en que las imágenes del sueño comenzaron a resquebrajarse y desaparecer, su subconsciente comprendió lo que su mente consciente no podía entender: que no era ella, Alice, quien caía, sino otra mujer.
Y que aquello no era un sueño, sino un recuerdo. Un fragmento de una vida vivida hacía mucho, mucho tiempo.
CAPÍTULO 17
Carcassona
Julhet 1209
Las ramas y las hojas crujieron cuando Alaïs cambió de postura. Había un generoso olor a musgo, líquenes y tierra en su nariz y su boca. Algo afilado le horadó el dorso de la mano, una puñalada diminuta que en seguida empezó a escocerle. Un mosquito o una hormiga. Podía sentir el veneno destilando en su sangre. Alaïs se movió para ahuyentar al insecto. El movimiento le produjo náuseas.
«¿Dónde estoy?»
La respuesta, como un eco. Fuera.
Estaba tumbada boca abajo en el suelo. Tenía la piel viscosa y ligeramente fría por el rocío. ¿Era el amanecer o el crepúsculo? Su ropa, enredada en torno a ella, estaba húmeda. Poco a poco, Alaïs logró incorporarse hasta quedar sentada, con la espalda apoyada sobre un tronco de haya para mantenerse erguida.
Lentamente, con cuidado.
A través de los árboles, en lo alto de la ladera, podía ver un cielo blanco que contrastaba con el rosa del horizonte. Nubes achatadas flotaban como barcos al pairo. Podía distinguir los negros contornos de los sauces llorones. Tras ellos había perales y cerezos, pardos y desnudos de color por lo avanzado del verano.
Así pues era el alba. Alaïs intentó concentrarse en su entorno. Parecía muy brillante, enceguecedor, aunque no había sol. A escasa distancia se oía una corriente de agua, poco profunda y perezosa, sobre un lecho pedregoso, y a lo lejos, el grito inconfundible de un búho real, volviendo de su cacería nocturna.
Alaïs se miró los brazos, marcados con pequeñas y coléricas picaduras. Se examinó también los cortes y rasguños de las piernas. Además de las picaduras de insectos, tenía aros de sangre seca en torno a los tobillos. Levantó las manos para vérselas mejor. Los nudillos estaban amoratados y doloridos, y tenía líneas de un rojo herrumbroso entre los dedos.
Un recuerdo. De ser arrastrada sujeta por los brazos.
No, antes de eso.
«Iba andando por la plaza de armas. Había luces en las ventanas de arriba.»
El miedo le aguijoneó la nuca. Pasos en la oscuridad, una mano encallecida sobre su boca y, después, el golpe.
Peligro.
Se tocó la cabeza y no pudo evitar encogerse cuando sus dedos tomaron contacto con la masa pegajosa de sangre y pelo que tenía detrás de la oreja. Cerró con fuerza los ojos, intentando suprimir el recuerdo de las manos que le habían recorrido el cuerpo como ratas. Dos hombres. El olor habitual a caballo, cerveza y heno.
«¿Habrán encontrado el merel?»
Alaïs intentó ponerse en pie. Tenía que contarle a su padre lo sucedido. Iba a salir para Montpellier, era todo lo que recordaba. Pero antes tenía que hablar con él. Trató de incorporarse, pero las piernas no la sostuvieron. La cabeza volvió a darle vueltas y otra vez se encontró cayendo y cayendo, a punto de sumirse en un sueño ingrávido. Intentó combatirlo y permanecer despierta, pero no le sirvió de nada. Pasado, presente y futuro formaban parte de un tiempo infinito que se extendía ante ella. Color, sonido y luz dejaron de tener sentido.
CAPÍTULO 18
Con una última y ansiosa mirada por encima del hombro, Bertran Pelletier salió cabalgando por la puerta del este, junto al vizconde Trencavel. No comprendía por qué Alaïs no había acudido a despedirlos.
El senescal iba en silencio, perdido en sus pensamientos, prestando poca atención a la charla insustancial que se desarrollaba a su alrededor. Tenía el espíritu turbado por la ausencia de su hija, que no había acudido a la plaza de armas para verlo marchar ni para desear suerte a la expedición. Estaba sorprendido y también decepcionado, aunque le costara admitirlo. Ahora lamentaba no haber enviado a François para despertarla.
Pese a lo temprano de la hora, las calles estaban abarrotadas de gente que los saludaba y aclamaba. Para el viaje sólo los mejores caballos habían sido escogidos, corceles de resistencia y entereza a toda prueba, palafrenes de las cuadras del Château Comtal, seleccionados por su vivacidad y su fuerza. Raymond-Roger Trencavel montaba su favorito, un garañón bayo que él mismo había domado cuando era un potro. El pelaje del animal era del color de un zorro en invierno y en la frente tenía una estrella blanca distintiva, con la forma exacta -o al menos eso decían- de las tierras de Trencavel.
En todos los escudos lucía el emblema de Trencavel. Su divisa estaba bordada en cada estandarte y en la gonela que cada caballero lucía sobre la armadura de viaje. El sol naciente resplandecía en los yelmos, las espadas y las bridas relucientes. Hasta las alforjas de los caballos de carga habían sido lustradas hasta que los mozos vieron reflejarse sus caras en el cuero.
No había sido fácil decidir las dimensiones precisas de la comitiva: demasiado pequeña, y habría parecido que Trencavel era un aliado menor y sin importancia, por no hablar del riesgo de sufrir un ataque de bandoleros; demasiado grande, y habría podido interpretarse como una declaración de guerra.
Finalmente, dieciséis chavalièrs habían sido elegidos, entre ellos Guilhelm du Mas, pese a las objeciones de Pelletier. Con sus escuderos, más un puñado de sirvientes y clérigos, Jehan Congost y un herrero para reparar las herraduras de los caballos sobre la marcha, el cortejo sumaba en total unas treinta personas.
Su destino era Montpellier, principal ciudad de los dominios del vizconde de Nîmes y cuna de dòmna Agnès, la esposa de Raymond-Roger. Al igual que Trencavel, el vizconde de Nîmes era vasallo del rey de Aragón, Pedro II, por lo que aun cuando Montpellier era una ciudad católica y Pedro un enérgico y resuelto enemigo de la herejía, era razonable esperar que pudieran transitar sin problemas.
Habían calculado tres días de viaje desde Carcasona. Era imposible saber quién sería el primero en llegar a la ciudad, si Trencavel o el conde de Toulouse.
Al principio marcharon hacia el este, siguiendo el curso del Aude en dirección a levante. En Trèbes, torcieron al noroeste, hacia las tierras del Minervois, por la antigua vía romana que atravesaba La Redorte, la ciudad fortificada de Azule, sobre un altozano, y, más adelante, Olonzac.
Las mejores tierras se reservaban a los cultivos de cáñamo, que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. A la derecha había viñas, algunas podadas y otras silvestres, creciendo sin freno junto al camino, detrás de setos exuberantes. A la izquierda estaba el mar verde esmeralda de los campos de cebada, que se volverían de oro para la época de la cosecha. Los campesinos, con el rostro oscurecido bajo grandes sombreros de paja, ya estaban trabajando duramente, recogiendo el último trigo de la temporada, con la curva de hierro de las guadañas atrapando de vez en cuando un reflejo de sol.
Más allá de la ribera, bordeada de robles y hierba de San Antonio, estaban los bosques profundos y silenciosos que sobrevolaban las águilas. En ellos abundaban los venados, los linces y los osos, y también los lobos y los zorros en invierno. A lo lejos, por encima de los montes y la espesura del llano, se cernían los oscuros bosques de la Montaigne Noire, donde reinaba el jabalí.
Con la energía y el optimismo de la juventud, el vizconde Trencavel estaba de buen humor y cabalgaba intercambiando anécdotas graciosas y escuchando historias de hazañas pasadas. Iba discutiendo con sus hombres sobre los mejores perros de caza, galgos o mastines, y acerca del precio que alcanzaba una buena hembra reproductora, además de prestar oídos a las últimas habladurías sobre quién había perdido qué jugando a los dados o a los dardos.