Nadie hablaba del propósito de la expedición, ni de lo que sucedería si el vizconde fracasaba en sus peticiones a su tío.
Un grito áspero a la cola de la comitiva llamó la atención de Pelletier, que miró por encima del hombro. Guilhelm du Mas iba cabalgando en línea de tres, junto a Alzeu de Preixan y Tièrry Cazanon, chavalièrs que también habían aprendido el arte de guerrear en Carcasona y habían sido armados caballeros el mismo domingo de Pascua.
Consciente de la expresión crítica del viejo, Guilhelm irguió la cabeza y buscó sus ojos con actitud insolente. Por un momento, se sostuvieron la mirada. Después, el más joven inclinó ligeramente la cabeza, en insincero gesto de reconocimiento, y desvió la cara. Pelletier sintió que se le calentaba la sangre, tanto peor porque sabía que no podía hacer nada.
Hora tras hora, cabalgaron por la llanura. La conversación se fue apagando hasta agotarse, cuando la exaltación que había acompañado la salida de la Cité cedió el paso a la aprensión.
El sol estaba cada vez más alto en el cielo. Los clérigos eran quienes más sufrían, con sus hábitos negros de lana. Riachuelos de sudor chorreaban de la frente del obispo, y la esponjosa tez de Jehan Congost había adquirido un desagradable tono con manchas rojas, semejante al de las flores de la dedalera. Abejas, grillos y cigarras chirriaban y zumbaban entre la hierba parda. Los mosquitos picaban manos y muñecas, y las moscas atormentaban a los caballos, que sacudían irritados las crines y la cola.
Sólo cuando el sol estuvo en el cénit, sobre sus cabezas, el vizconde Trencavel los condujo fuera del camino para que descansaran un rato. Se instalaron en un claro, junto a un riachuelo perezoso, tras asegurarse de que no había peligro. Los escuderos desensillaron los caballos, les refrescaron la piel con hojas de sauce mojadas en el agua de la corriente y curaron los cortes y las picaduras con hojas de acedera o cataplasmas de mostaza.
Los chavalièrs se quitaron las armaduras de viaje y las botas, y se lavaron el polvo y el sudor de las manos y el cuello. Un pequeño contingente de sirvientes fue enviado a la granja más cercana, de donde regresó poco después con pan, embutidos, queso de cabra, aceitunas y el recio vino del país.
Cuando se difundió la noticia de que el vizconde Trencavel estaba acampado en los alrededores, una corriente incesante de granjeros y campesinos, ancianos y muchachas, tejedores y cerveceros, comenzó a llegar al modesto campamento instalado bajo los árboles, con regalos para el sènhor: cestas de cerezas y ciruelas recién recogidas, una oca, sal y pescado.
Pelletier estaba inquieto. El movimiento los retrasaría y consumiría un tiempo muy valioso. Aún quedaba mucho camino por recorrer antes de que se alargaran las sombras del atardecer y pudieran acampar para la noche. Pero lo mismo que su padre y su madre antes que él, Raymond-Roger disfrutaba recibiendo a sus súbditos y jamás habría rechazado a ninguno.
– Por esto es por lo que olvidamos el orgullo y vamos a negociar la paz con mi tío -dijo serenamente-: para proteger todo lo bueno, inocente y verdadero que hay en nuestra forma de vivir, ¿no crees? Y si es necesario, lucharemos por ello.
Como los antiguos reyes guerreros, el vizconde Trencavel los recibió a todos a la sombra de un roble y aceptó con encanto, gracia y dignidad los tributos ofrecidos. Sabía que aquel día se convertiría en una historia digna de ser atesorada y entretejida en la memoria de la aldea.
Una de los últimos en acercarse fue una bonita niña de cinco o seis años, de piel morena y ojos brillantes como las zarzamoras. Tras hacer una leve reverencia, tendió al vizconde un ramillete de capuchinas, aquileas y trébol blanco. Las manos le temblaban.
Agachándose a la altura de la niña, el vizconde Trencavel se sacó del cinturón un pañuelo de hilo blanco y se lo dio. Incluso Pelletier sonrió cuando los dedos menudos se alargaron tímidamente para coger el blanco cuadrado de tela almidonada.
– ¿Y cómo os llamáis, domnaisela? -preguntó el vizconde.
– Ernestine, messer -susurró ella.
Trencavel asintió.
– Muy bien, domnaisela Ernestine -prosiguió él, mientras separaba una flor rosa del ramillete y se la ponía en la gonela-. Llevaré esta flor aquí para que me dé buena suerte y como recuerdo de la gentileza del pueblo de Picheric.
Sólo cuando el último de los visitantes abandonó el campamento, Raymond-Roger Trencavel se soltó la espada y se sentó a comer. Una vez saciado el apetito, uno a uno, hombres y muchachos se tumbaron en la hierba suave o se apoyaron contra el tronco de un árbol y se quedaron dormidos, con el vientre lleno de vino y la cabeza pesada por el calor de la tarde.
Pelletier fue el único que no descansó. Cuando se hubo asegurado de que el vizconde Trencavel ya no lo necesitaba, salió a caminar junto al riachuelo, deseoso de soledad.
Había chinches barqueras deslizándose por el agua e iridiscentes libélulas que rozaban la superficie y surcaban como dardos el aire agobiante.
En cuanto perdió de vista el campamento, Pelletier se sentó sobre el tronco ennegrecido de un árbol caído y sacó del bolsillo la carta de Harif. No la leyó. Ni siquiera la abrió; sólo la mantuvo apretada entre el índice y el pulgar, como un talismán.
No podía dejar de pensar en Alaïs. Sus cavilaciones iban y venían, balanceándose como los platos de una romana. En determinado momento, se arrepintió de haber confiado en su hija. Pero ¿de quién iba a fiarse, si no de Alaïs? No había nadie más que mereciera su confianza. Al instante siguiente, temió haberle contado demasiado poco.
Dios mediante, todo saldría bien. Si su petición al conde de Toulouse era bien recibida, volverían triunfalmente a Carcasona antes de fin de mes, sin que se derramara ni una sola gota de sangre. Entonces Pelletier se reuniría con Simeón en Béziers y averiguaría la identidad de la «hermana» a quien se refería Harif en su escrito.
Si así lo quería el destino.
El senescal suspiró. Contempló el sereno paisaje que se extendía ante él, pero en su fuero interno vio lo contrario. En lugar del viejo mundo, inalterado e inmutable, vio caos, devastación y destrucción. El final de todas las cosas.
Agachó la cabeza. No podía haber obrado de otra manera. Si no regresaba a Carcasona, al menos moriría seguro de haber hecho cuanto estaba a su alcance para proteger la Trilogía. Alaïs cumpliría con su obligación. Haría suyos los votos que él había pronunciado. El secreto no se perdería en el fragor de la batalla, ni se pudriría en una mazmorra francesa.
Los ruidos del campamento, que ya cobraba vida, devolvieron a Pelletier al presente. Había que ponerse en marcha. Quedaban muchas horas de cabalgata antes del crepúsculo.
Pelletier volvió a guardar en la bolsa la carta de Harif y regresó apresuradamente al campamento, consciente de que momentos como aquél, de paz y serena contemplación, quizá no abundaran en los días que tenía por delante.
CAPÍTULO 19
Cuando Alaïs se despertó de nuevo, estaba acostada entre sábanas de hilo y no sobre la hierba. Oía un murmullo bajo y sordo, como un viento otoñal silbando entre los árboles. Su cuerpo le pareció curiosamente pesado y lastrado, como si no le perteneciera. Había soñado que Esclarmonda estaba allí con ella, poniéndole la mano fresca en la frente para ahuyentar la fiebre.
Sus párpados temblaron y se abrieron. Sobre su cabeza vio el familiar dosel de su cama, con las cortinas de color azul oscuro apartadas y sujetas hacia un lado. La alcoba estaba sumida en la suave luz dorada del crepúsculo. El aire, aunque pesado y caluroso, ya prometía el frescor de la noche. Distinguió un leve perfume de hierbas recién quemadas. Romero y un aroma de lavanda.