Vuelve a gritar, sintiendo que su voz lucha en su interior por ser oída.
Esta vez el sonido irrumpe. Alice siente que el mundo real regresa impetuosamente. Sonidos, luz, olores, tacto, el sabor metálico de la sangre en su boca. Hasta que todo eso se detiene, durante una fracción de segundo, y se siente de repente envuelta por un frío traslúcido. No es el frío familiar de la cueva, sino algo diferente, intenso y luminoso. En su interior, Alice sólo puede distinguir los efímeros contornos de un rostro, hermoso e indefinido. La misma voz vuelve a llamarla por su nombre.
– Alaïs.
La está llamando por última vez. Es la voz de una amiga. No de alguien que quiera hacerle daño. Alice se debate para abrir los ojos, sabiendo que si consigue ver, podrá entender. No puede. No del todo.
El sueño empieza a desvanecerse, la está dejando ir.
«Es hora de despertar. Tengo que despertar.»
Ahora hay otra voz en su cabeza, diferente de la anterior. La sensibilidad le está volviendo a los brazos y las piernas, a las rodillas raspadas que le escuecen y a la piel rasguñada, que le duele donde se golpeó. Puede sentir la mano que le aprieta con fuerza el hombro y la sacude, devolviéndola a la vida.
– ¡Alice! ¡Alice, despierta!
LA CIUDAD
CAPÍTULO 1
Carcassona
Julhet 1209
Alaïs despertó sobresaltada y se incorporó bruscamente, con los ojos abiertos de par en par. El miedo aleteaba en su interior, como una avecilla atrapada en una red que lucha por soltarse. Se apoyó una mano sobre el pecho para apaciguar el corazón palpitante.
Por un momento no estuvo ni dormida ni despierta, como si parte de ella se hubiera quedado atrás en el sueño. Se sentía flotar, mirándose a sí misma desde gran altura, como las gárgolas de piedra que hacen muecas a los transeúntes desde el techo de la catedral de Sant Nazari.
La habitación volvió a enfocarse. Estaba a salvo en su cama, en el Château Comtal. Gradualmente, sus ojos se habituaron a la oscuridad. Estaba a salvo de la gente escuálida de ojos oscuros que la perseguía por la noche, que le clavaba los dedos puntiagudos y le tironeaba la ropa. «Ahora no pueden alcanzarme.» Las frases labradas en la piedra -más figuras que palabras-, que no significaban nada para ella… Todo se desvanecía, como penachos de humo en el aire otoñal. También el fuego se había esfumado, dejando sólo el recuerdo en su mente.
¿Una premonición? ¿O solamente una pesadilla?
No podía saberlo. Le daba miedo saberlo.
Alaïs extendió la mano buscando las cortinas del baldaquino, que colgaban alrededor de la cama, como si el tacto de algo material pudiera hacerla sentir menos transparente e insustancial. El paño desgastado, lleno del polvo y los olores familiares del castillo, tenía una reconfortante aspereza entre sus dedos.
Noche tras noche, el mismo sueño. Durante toda su infancia, cuando despertaba aterrorizada en la oscuridad, pálida y con la cara bañada en lágrimas, su padre estaba a su lado, cuidándola como lo hubiera hecho con un hijo varón. Mientras una vela se consumía y otra se encendía, le contaba susurrando sus aventuras en Tierra Santa. Le hablaba del interminable mar del desierto, de los curvos contornos de las mezquitas y de la llamada a la plegaria de los fieles sarracenos. Le describía las especias aromáticas, los colores vivos y el sabor picante de la comida. Y el brillo terrible del sol rojo sangre poniéndose sobre Jerusalén.
Durante muchos años, en aquellas horas vacías entre el crepúsculo y el alba, mientras su hermana yacía dormida a su lado, su padre hablaba sin parar y ponía en fuga a sus demonios. No permitía que las negras caperuzas de los sacerdotes católicos se le acercaran, con sus supersticiones y falsos símbolos.
Sus palabras la habían salvado.
– ¿Guilhelm? -murmuró.
Su marido estaba profundamente dormido, con los brazos estirados, proclamando la propiedad de la mayor parte de la cama. Su largo pelo negro, oloroso a humo, vino y establos, se abría en abanico a través de la almohada. La luz de la luna se derramaba por la ventana, con los postigos abiertos para dejar entrar en la alcoba el aire fresco de la noche. A la luz incipiente, Alaïs distinguía una sombra de barba en su mentón. La cadena que Guilhelm llevaba al cuello reverberaba y brillaba cuando cambiaba de postura en su sueño.
Alaïs hubiese querido que despertara y le dijera que todo estaba bien, que ya no había nada que temer. Pero no se movió y a ella no se le ocurrió despertarlo. Valerosa en todo lo demás, era inexperta en los arcanos del matrimonio y todavía cautelosa en el trato con su marido, por lo que se limitó a recorrer con los dedos sus brazos lisos y bronceados, y sus hombros, anchos y firmes por las muchas horas transcurridas practicando para las justas con la espada y el estafermo. Alaïs podía sentir la vida agitándose bajo la piel de él incluso cuando dormía. Y cuando recordó cómo habían pasado la primera parte de la noche, se le encendieron las mejillas, aunque no había nadie para verla.
Estaba impresionada por las sensaciones que Guilhelm despertaba en ella. La deleitaban los brincos de su corazón cuando inesperadamente lo veía o la manera en que el suelo se movía bajo sus pies cuando él le sonreía. Por otra parte, le desagradaba la sensación de impotencia. Temía que ese sentimiento la estuviera volviendo débil y frívola. No dudaba de su amor por Guilhelm, pero sabía que no se estaba entregando por completo.
Suspiró. Sólo podía esperar que con el tiempo todo le fuera más fácil.
Algo en la cualidad de la luz, de negro a gris, y en la ocasional insinuación de un canto de ave en los árboles del patio le decía que el amanecer estaba próximo. Sabía que no volvería a dormirse.
Alaïs se escabulló entre las cortinas y atravesó la alcoba de puntillas hasta el arcón ropero que había en la esquina opuesta de la estancia. Las losas del suelo estaban frías y las esteras de esparto le arañaban los pies. Abrió la tapa, retiró la bolsa de lavanda de lo alto del montón y sacó un sencillo vestido verde oscuro. Estremeciéndose un poco, se lo puso por los pies e introdujo los brazos por las estrechas mangas. Tiró del paño ligeramente húmedo, para ajustárselo sobre la camisa, y se ciñó con fuerza el cinturón.
Tenía diecisiete años y llevaba seis meses casada, pero aún no había adquirido la blandura ni las redondeces de una mujer. El vestido colgaba sin forma sobre el endeble armazón de su cuerpo, como si no fuera suyo. Apoyándose con la mano en la mesa, se calzó unas suaves babuchas de piel y cogió su capa roja preferida del respaldo de la silla. Los bordes y la bastilla llevaban bordado un intrincado motivo azul y verde de cuadrados y rombos, con diminutas flores amarillas intercaladas, que ella misma había inventado para el día de su boda. Había tardado muchas semanas en bordarlo. Todo noviembre y todo diciembre había trabajado en la labor, hasta que los dedos le dolían y se le ponían rígidos de frío, mientras se daba prisa para terminar a tiempo.
Alaïs volvió su atención al capazo que estaba en el suelo junto al arcón. Comprobó que estuvieran dentro su bolsa monedero y su saquillo de hierbas, así como las tiras de paño que usaba para envolver plantas y raíces, y los utensilios para cavar y cortar. Por último, se ajustó firmemente la capa al cuello con un lazo, metió el cuchillo en la vaina que llevaba a la cintura y se levantó la capucha para cubrirse el pelo largo y suelto. Atravesó sigilosamente la estancia y salió al pasillo desierto. La puerta se cerró tras ella con un ruido sordo.