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Como todavía no habían dado la hora prima, no había nadie en las salas. Alaïs recorrió a paso rápido el pasillo, oyendo el roce del borde de la capa sobre el suelo de piedra, en dirección a la estrecha y empinada escalera. Pasó por encima del cuerpo de un paje que dormía recostado contra la pared, junto a la puerta de la alcoba que su hermana Oriane compartía con su marido.

Mientras descendía, el sonido de voces subió flotando a su encuentro desde las cocinas del sótano. Los criados ya estaban trabajando. Alaïs oyó el ruido de un palmetazo, seguido al poco de un grito, señal de que algún crío desdichado había comenzado el día recibiendo en la nuca la pesada mano del cocinero.

Uno de los niños de las cocinas venía trastabillando en su dirección, luchando con media barrica de agua que había sacado del pozo.

Alaïs le sonrió.

– Bonjorn.

– Bonjorn, dòmna -respondió él cautelosamente.

– Espera -dijo ella, apresurándose a bajar la escalera antes que él, para abrirle la puerta.

– Mercé, dòmna -dijo él, un poco menos tímido-. Grandmercé.

La cocina bullía de animación. Grandes volutas de vapor escapaban ya de la enorme payrola, el caldero que colgaba de un gancho sobre el fuego. Un criado viejo le quitó la barrica al chico, la vació en el perol y volvió a dársela al muchacho sin añadir palabra. El chico le hizo a Alaïs un gesto de cómica desesperación, mientras se dirigía a la escalera, para subir y volver una vez más al pozo.

Capones, lentejas y col en conserva, en botes de barro, esperaban a ser cocidos sobre la mesa grande del centro de la estancia, junto con tarros de salmonete, anguila y lucio en salazón. En una punta de la mesa había fogaças dulces en bolsas de paño, paté de ganso y rodajas de carne de cerdo salada. En la otra, bandejas de uvas pasas, membrillos, higos y cerezas. Un niño de nueve o diez años estaba acodado sobre la mesa, con una mueca en el rostro que delataba lo poco que ansiaba pasar otro día agobiante y sudoroso junto al espetón, viendo asarse la carne. Junto al hogar, la leña ardía furiosamente en el interior del abovedado horno de pan. La primera hornada de pan de blat, pan de trigo, se estaba enfriando ya sobre la mesa. El olor le abrió el apetito a Alaïs.

– ¿Puedo comerme uno de ésos?

El cocinero levantó la vista, furioso por la intrusión de una mujer en su cocina. Pero entonces vio quién era, y su expresión malhumorada se resquebrajó en una sonrisa ladeada, que reveló una hilera de dientes picados.

– Dòmna Alaïs -dijo con delectación, secándose las manos en el delantal-. Benvenguda. ¡Qué gran honor! ¡Cuánto hace que no veníais a visitarnos! Os hemos echado de menos.

– Jacques -respondió ella amablemente-, no quisiera importunarte.

– ¡Importunarme vos, señora! -rió él-. ¿Cómo podríais importunarme?

De pequeña, Alaïs solía pasar mucho tiempo en la cocina, mirando y aprendiendo; a ninguna otra chica le habría permitido Jacques traspasar el umbral de sus dominios masculinos.

– Y ahora decidme, dòmna Alaïs, ¿qué se os ofrece?

– Sólo un poco de pan, Jacques, y también algo de vino, si puedes darme.

El hombre frunció el ceño.

– Disculpadme, pero no iréis al río, ¿no? ¿A esta hora y sin compañía? Una señora de vuestra posición… cuando ni siquiera es de día. Se cuentan cosas, rumores de…

Alaïs le apoyó una mano en el brazo.

– Gracias por preocuparte, Jacques. Sé que lo dices por mi bien, pero no me pasará nada. Te doy mi palabra. Ya casi ha amanecido. Sé exactamente adonde voy. Estaré de vuelta antes de que nadie note mi ausencia.

– ¿Lo sabe vuestro padre?

Ella se llevó a los labios un dedo conspiratorio.

– Sabes que no; pero, por favor, guárdame el secreto. Tendré mucho cuidado.

Jacques no parecía en absoluto convencido, pero sintiendo que ya había dicho todo cuanto se atrevía a decir, no la contradijo. Se fue andando lentamente hasta la mesa, le envolvió una hogaza de pan en un lienzo blanco y ordenó a un criado que fuera a buscar una jarra de vino. Alaïs lo miraba con el corazón encogido. Últimamente, su andar era más lento, con una pronunciada cojera en el lado izquierdo.

– ¿Todavía te molesta la pierna?

– No mucho -mintió él.

– Te la puedo vendar más tarde, si quieres. No parece que ese corte esté sanando como debiera.

– No está tan mal.

– ¿Te has puesto el ungüento que te preparé? -le preguntó, viendo por su expresión que no lo había hecho.

Jacques abrió las manos regordetas como rindiéndose a la evidencia.

– ¡Hay tanto que hacer, dòmna, con tantos invitados! Son cientos, si contáis sirvientes, escuderos, lacayos y doncellas, por no mencionar los cónsules y sus familias. ¡Y cuesta tanto encontrar algunas cosas! ¡Qué os voy a decir! Ayer mismo envié a…

– Todo eso está muy bien, Jacques -dijo Alaïs-, pero tu pierna no va a curarse sola. El corte es demasiado profundo.

De pronto se dio cuenta de que el nivel de ruido había disminuido Levantó la vista y vio que toda la cocina estaba pendiente de su conversación. Acodados en la mesa, los chicos más pequeños contemplaban boquiabiertos el espectáculo de alguien – ¡y para colmo una mujer!- interrumpiendo a su temperamental jefe cuando hablaba.

Fingiendo que no lo había notado, Alaïs bajó la voz.

– ¿Qué te parece si vuelvo más tarde y te la curo? Como agradecimiento por esto -dijo, señalando la hogaza-. Será nuestro segundo secreto, òc ben? ¿Es un trato?

Por un momento, Alaïs pensó que se había excedido en familiaridad y había actuado presuntuosamente. Pero al cabo de un instante de vacilación, Jacques sonrió.

– Ben -dijo ella-. Volveré cuando el sol esté alto y me ocuparé de ello. A totora. Hasta entonces.

Mientras salía de la cocina y subía la escalera, Alaïs oyó a Jacques aullando a todos que dejaran de estarse allí como unos pasmarotes y volvieran a trabajar, como si nunca hubiese habido ninguna interrupción. Sonrió.

Todo era tal como debía ser.

Alaïs empujó la pesada puerta que conducía a la plaza de armas y salió al día recién nacido.

Las hojas del olmo que se alzaba en el centro del recinto, a cuya sombra el vizconde Trencavel administraba justicia, parecían negras sobre la noche agonizante. Alondras y currucas animaban las ramas con sus gorjeos, agudos y penetrantes en el aire del alba

El abuelo de Raymond-Roger Trencavel había construido el Château Comtal más de cien años antes, como sede desde la cual gobernar sus territorios en expansión. Sus tierras se extendían desde Albí, al norte, hasta Narbona, al sur, y desde Béziers, al este, hasta Carcasona, al oeste.

El castillo se levantaba en torno a una amplia plaza de armas rectangular e incorporaba, en el flanco de poniente, los vestigios de un castillo más antiguo. Formaba parte del refuerzo de la sección occidental de las murallas que protegían la Cité, un anillo de sólida piedra que dominaba desde su altura el río Aude y las ciénagas del norte a lo lejos.

El donjon, o torre del homenaje, donde se reunían los cónsules y se firmaban los documentos importantes, se alzaba bien protegido en la esquina suroccidental de la plaza de armas. A la luz tenue, Alaïs distinguió algo apoyado contra el muro. Forzando la vista, vio que era un perro, enroscado y dormido en el suelo. Un par de niños, apostados como cuervos en la cerca del corral de las ocas, intentaban despertar al animal arrojándole piedras. En el silencio, Alaïs podía oír el monótono y seco golpeteo de sus talones contra las estacas.