Había dos vías de entrada y salida del Château Comtal. La ancha y arqueada puerta del oeste se abría a las laderas cubiertas de hierba que conducían a las murallas y por lo general estaba cerrada. La puerta del este, pequeña y estrecha, parecía comprimida entre dos altas torres y llevaba directamente a las calles de la Cité, la población que rodeaba el castillo.
La comunicación entre los niveles superior e inferior de las torres que flanqueaban la puerta sólo era posible mediante escalas de madera y una serie de trampillas. En su infancia, uno de los juegos favoritos de Alaïs había sido subir y bajar por las torres con los niños de las cocinas, tratando de eludir a los guardias. Alaïs era rápida. Siempre ganaba.
Ajustándose la capa al cuerpo, atravesó la plaza a buen paso. Tras el toque de queda, y una vez cerradas las puertas para la noche y establecida la guardia, se suponía que nadie podía pasar sin la autorización del padre de Alaïs. Aunque no era cónsul, Bertran Pelletier ocupaba una posición elevada y singular en la casa, y pocos se atrevían a desobedecerle.
Siempre le había disgustado la costumbre de su hija de escabullirse a la Cité antes del amanecer, pero en aquellos días insistía aún más en que permaneciera entre los muros del castillo por la noche. Suponía que su marido sería de la misma opinión, aunque Guilhelm nunca había dicho nada al respecto. Pero sólo en el silencio y el anonimato del alba, libre de las restricciones y los límites de su casa, Alaïs se sentía realmente ella misma. No la hija, ni la hermana, ni la esposa de nadie. En el fondo, siempre había creído que su padre la comprendía. Por mucho que le disgustara desobedecerlo, no quería renunciar a esos momentos de libertad.
La mayoría de los guardias hacían como que no se enteraban de sus idas y venidas. O al menos así había sido antes. Desde que habían empezado a circular rumores de guerra, la plaza se había vuelto más precavida. Superficialmente, la vida continuaba como siempre, y aunque de vez en cuando llegaban nuevos refugiados a la Cité, sus historias de ataques o de persecución religiosa no le parecían a Alaïs nada fuera de lo corriente. Las incursiones militares salidas de la nada, que caían como una tormenta de verano antes de alejarse y desaparecer, eran una realidad de la vida para cualquiera que viviera fuera de la seguridad de una ciudadela fortificada. Las historias que se contaban eran las mismas de siempre, ni más ni menos que lo habitual.
Guilhelm no parecía particularmente inquieto por los rumores de conflicto, o al menos ella no lo percibía. Él nunca le hablaba de esas cosas. Sin embargo, Oriane decía que una hueste francesa de cruzados y clérigos se estaba preparando para atacar las tierras del Pays d’Òc. Decía también que la campaña contaba con el apoyo del papa y del rey de Francia. Alaïs sabía por experiencia que mucho de lo que decía Oriane no tenía otro propósito que fastidiarla a ella. Aun así, muchas veces su hermana parecía enterarse de las cosas antes que el resto de los miembros de la casa, y era indudable que el número de mensajeros que entraban y salían a diario del castillo iba en aumento. También era innegable que las arrugas en la cara de su padre se estaban volviendo más profundas y oscuras, y los huecos de sus mejillas, más pronunciados.
Los gardians d’armas que montaban guardia en la puerta del este estaban alerta, aunque sus ojos tenían rojos los contornos después de la larga noche. Llevaban los plateados y angulosos yelmos echados hacia atrás, en lo alto de la cabeza, y las lorigas de cota de malla parecían grises a la pálida luz del alba. Con los escudos cansinamente suspendidos de los hombros y las espadas envainadas, parecían más dispuestos a irse a dormir que a entrar en batalla.
Al acercarse, fue un alivio para Alaïs reconocer a Berengier. Cuando él la vio, le sonrió y la saludó con una inclinación de cabeza.
– Bonjorn, dòmna Alaïs. Habéis salido pronto.
Ella sonrió.
– No podía dormir.
– ¿Y a ese marido vuestro no se le ocurre nada para llenaros las noches? -dijo el otro, con un guiño salaz. Tenía la cara picada de viruela y las uñas de los dedos mordisqueadas y sangrantes. El aliento le olía a comida rancia y cerveza.
Alaïs lo ignoró.
– ¿Cómo está tu mujer, Berengier?
– Bien, dòmna. Ya vuelve a ser la misma de siempre.
– ¿Y tu hijo?
– Cada día más grande. Come tanto que uno de estos días nos echará de casa, porque no cabremos todos.
– ¡Desde luego, tiene a quién salir! -replicó ella, palmoteándole la enorme barriga.
– Es lo mismo que dice mi mujer.
– Dale recuerdos míos, Berengier, ¿lo harás?
– Os agradecerá que la recordéis, dòmna. -Hizo una pausa. Supongo que querréis que os deje pasar.
– Solamente voy a la Cité, quizá al río. Será un momento.
– No podemos dejar pasar a nadie -gruñó su compañero-. Órdenes del senescal Pelletier.
– Nadie te ha preguntado nada -replicó Berengier secamente-. No es eso, dòmna -prosiguió, sosegando el tono de voz-. Pero ya sabéis cómo están las cosas. Si os sucediera algo y se supiera que fui yo quien os dejó pasar, vuestro padre me…
Alaïs le apoyó una mano en el brazo.
– Lo sé, lo sé -dijo suavemente-. Pero de verdad, no hay motivo para preocuparse. Sé cuidarme. Además… -añadió, desviando ostensiblemente la mirada hacia el otro guardia, que para entonces se estaba limpiando los dedos en la manga después de hurgarse la nariz-, cualquier cosa que pueda sucederme en el río difícilmente será peor que lo que tú soportas aquí.
Berengier se echó a reír.
– Prometedme que tendréis cuidado, ¿eh?
Alaïs hizo un gesto afirmativo y se abrió por un momento la capa, para enseñarle el cuchillo de caza que llevaba a la cintura.
– Lo tendré. Te doy mi palabra.
Había que franquear dos puertas. Berengier quitó los cerrojos de ambas, levantó la pesada viga de roble que aseguraba la puerta exterior y la empujó, abriéndola justo lo suficiente para dejar paso a Alaïs. Con una sonrisa de agradecimiento, la joven se agachó para pasar bajo el brazo del guardia y salió al mundo exterior.
CAPÍTULO 2
Cuando emergió de las sombras entre las torres de la entrada, Alaïs sintió que el corazón le echaba a volar. Era libre. Al menos por un rato.
Una pasarela levadiza de madera conectaba el portal con el puente plano de piedra que unía el Château Comtal con las calles de Carcasona. La hierba del foso seco, muy por debajo del puente, resplandecía de rocío bajo una reverberante luz violácea. Aún se veía la luna, pero cada vez más tenue a la luz del amanecer.
Alaïs caminaba rápidamente, trazando con su capa ondulantes motivos en el polvo, deseosa de eludir las preguntas de los guardias del otro lado del puente. Tuvo suerte. Estaban adormilados en sus puestos y no la vieron pasar. Prosiguió a paso veloz por terreno abierto y se encorvó para entrar en una red de estrechas callejuelas, de camino hacia una poterna junto a la torre del Moulin d’Avar, en el tramo más antiguo de la muralla. La puerta daba directamente a los huertos y ferratjals, los pasturajes que ocupaban las tierras en torno a la Cité y al suburbio norteño de Sant-Vicens. A esa hora del día, era el camino más rápido para bajar al río sin ser vista.
Recogiéndose la falda, Alaïs sorteó con cuidado los restos dispersos de otra tumultuosa noche en la taberna de Sant Joan deis Evangèlis. Manzanas machucadas, peras a medio comer, huesos roídos y fragmentos de jarras de cerveza yacían en el polvo. Un poco más allá, un mendigo dormía acurrucado en un portal, con el brazo apoyado sobre el dorso de un perro enorme, viejo y roñoso. Tres hombres yacían contra las paredes del pozo, gruñendo y roncando con tanta fuerza que sofocaban el canto de los pájaros.