Su expresión estaba tan llena de amor y confianza que le llegó al corazón.
– Temo vuestro enfado, paire. En realidad, tenéis todo el derecho a enfadaros.
El senescal endureció la expresión, pero mantuvo la sonrisa.
– Te prometo que no te regañaré, Alaïs. Ahora, ánimo. Habla.
– ¿Ni aunque os diga que he ido al río?
Su padre dudó por un momento, pero su voz no vaciló.
– Ni aun así.
«Cuanto antes se lo diga, antes acabaremos con esto.» Alaïs entrelazó las manos sobre el regazo.
– Esta mañana, poco antes del amanecer, bajé al río, a un lugar donde suelo ir a recoger hierbas.
– ¿Sola?
– Sí, sola -replicó ella, mirándolo a los ojos-. Ya sé que os di mi palabra, paire, y os pido perdón por mi desobediencia.
– ¿Andando?
Ella asintió con la cabeza, y aguardó hasta que él le hizo un gesto para que continuara.
– Me quedé un rato. No vi a nadie. Estaba recogiendo mis cosas para volver, cuando observé algo en el agua que me pareció un atado de ropa, ropa de buena calidad. Pero en realidad… -Alaïs se interrumpió, sintiendo que el color se le retiraba de las mejillas-. En realidad era un cadáver -prosiguió-. Un hombre bastante mayor. Con el pelo rizado y oscuro. Al principio pensé que se habría ahogado. No lo veía bien. Pero entonces advertí que tenía un corte en la garganta.
La postura del senescal se volvió más rígida.
– ¿Has tocado el cadáver?
Alaïs sacudió la cabeza.
– No, pero… -Bajó la vista, turbada-. El espanto de haberlo encontrado… Me temo que perdí la cabeza y eché a correr, dejando todo atrás. Mi único pensamiento era huir y venir a contaros lo que había visto.
Su padre volvió a fruncir el ceño.
– ¿Y dices que no has visto a nadie?
– A nadie. Todo estaba completamente desierto. Pero cuando vi el cadáver, tuve miedo de que los hombres que lo habían matado todavía anduvieran cerca -dijo ella con voz temblorosa-. Imaginaba sus miradas sobre mí, observándome. O eso fue lo que pensé.
– Entonces, ¿no has sufrido ningún daño? -dijo él cautelosamente, eligiendo con cuidado las palabras-. ¿Nadie te ha agraviado? ¿No has sido objeto de ninguna afrenta?
Ella entendió perfectamente lo que intentaba decirle su padre, porque de inmediato se le encendieron las mejillas.
– Ningún daño, salvo mi orgullo herido y… la pérdida de vuestra confianza.
Alaïs vio el alivio pintado en la cara de su padre, que sonrió. Por primera vez desde el inicio de la conversación, la mirada del senescal fue serena.
– Bien -dijo él con un lento suspiro-, dejando al margen de momento tu temeridad, Alaïs, y tu desobediencia… Dejando eso al margen, has hecho lo correcto al venir a contármelo.
Tendió los brazos y cogió las manos de su hija, rodeando con sus grandes manazas los dedos menudos y delgados de Alaïs. Su piel tenía el tacto del cuero curtido.
Alaïs sonrió, agradecida por su indulgencia.
– Lo siento, paire. Tenía intención de cumplir mi promesa, pero es que…
Su padre interrumpió la disculpa con un ademán.
– No se hable más de eso. En cuanto a ese desdichado, no hay nada que hacer. Los ladrones hace tiempo que se habrán marchado. Sería raro que se quedaran por aquí, arriesgándose a ser descubiertos.
Alaïs frunció el ceño. El comentario de su padre había removido algo que se había quedado como al acecho bajo la superficie de su mente. Cerró los ojos y se vio a sí misma de pie en el agua fría, paralizada por la presencia del cadáver.
– Eso es lo raro, paire -dijo lentamente-. No creo que hayan sido bandidos. No se llevaron la casaca, que era muy hermosa y parecía de valor. Y todavía tenía las joyas. Pulseras de oro, sortijas… Si hubiesen sido ladrones, habrían limpiado el cadáver.
– ¿No acabas de decirme que no has tocado el cuerpo? -replicó su padre secamente.
– Y no lo hice. Pero vi sus manos bajo el agua, eso es todo. Joyas. Muchas sortijas, padre. Una pulsera de oro, hecha de varias cadenas entrelazadas. Y un collar parecido. ¿Por qué iban a dejarle esas cosas?
Alaïs se interrumpió, recordando las espectrales manos que se tendían para tocarla, y la sangre y el hueso astillado allí donde hubiese debido estar el pulgar. Empezó a darle vueltas la cabeza. Se recostó en la pared húmeda y fría, y se obligó a concentrarse en la madera dura del banco que soportaba su peso y en el agrio olor de los barriles en su nariz, hasta superar el aturdimiento.
– No había sangre -añadió-. Una herida abierta, roja como un trozo de carne. -Tragó saliva-. Le faltaba el dedo pulgar. Era…
– ¿Le faltaba? -la interrumpió su padre secamente-. ¿Qué quieres decir con eso de que le faltaba?
Alaïs levantó la vista, sorprendida por el cambio de tono.
– Se lo habían cortado. Se lo habían rebanado.
– ¿De qué mano, Alaïs? -preguntó él, que ya no disimulaba el tono apremiante de su voz-. Piénsalo. Es importante.
– No estoy…
Parecía como si él no la oyera.
– ¿De qué mano? -insistió.
– La mano izquierda. La izquierda, estoy segura. Era la que yo tenía más cerca. Y el cadáver estaba mirando río arriba.
Pelletier atravesó a zancadas la estancia, llamando a gritos a François, y abrió la puerta de un empujón. Alaïs también se puso en pie de un salto, sacudida por la actitud apremiante de su padre y desconcertada por lo que estaba ocurriendo.
– ¿Qué sucede? Decídmelo, os lo imploro. ¿Qué importancia tiene que fuera la mano izquierda o la derecha?
– Prepara de inmediato los caballos, François. Mi bayo castrado, la yegua gris de dòmna Alaïs y una montura para ti.
La expresión de François era tan impasible como siempre.
– Así se hará, messer. ¿Vamos lejos?
– Sólo hasta el río -Le hizo un gesto para que se fuera-. ¡Date prisa, hombre! Y trae mi espada y una capa limpia para dòmna Alaïs. Nos reuniremos contigo en el pozo.
En cuanto François se hubo alejado lo suficiente como para no oírlos, Alaïs corrió hacia su padre. Éste rehuyó su mirada; se fue hacia los toneles y, con mano temblorosa, se sirvió un poco de vino. El líquido rojo y espeso se derramó del vaso de barro y salpicó la mesa, manchando la madera.
– Paire -suplicó ella-, decidme qué ocurre. ¿Por qué tenéis que ir al río? Seguramente no es asunto para vos. Dejad que vaya François. Puedo indicarle el lugar.
– No lo entiendes.
– Entonces explicádmelo, para que lo entienda. Confiad en mí.
– Tengo que ver yo mismo el cadáver, averiguar si…
– ¿Averiguar qué? -le instó Alaïs.
– No, no -dijo él, sacudiendo de un lado a otro la cabeza cana-. Tú no puedes… -empezó, con una voz que se desvaneció antes de terminar la frase.
– Pero…
El senescal levantó una mano, dueño una vez más de sus emociones. -Ya basta, Alaïs. Tienes que hacer lo que te diga. Ojalá pudiera ahorrártelo, pero no puedo. No me queda otro remedio. Le tendió el vaso.
– Bebe esto -añadió-. Te dará fuerzas, te dará valor.
– No tengo miedo -protestó ella, ofendida de que su padre tomara por cobardía su renuencia-. No me da miedo ver un muerto. Fue la sorpresa lo que antes me alteró hasta ese punto. -Y tras un momento de vacilación-: Pero os suplico, messer, que me digáis por qué…
Pelletier se volvió hacia ella.
– ¡Basta ya! -le gritó.
Alaïs retrocedió, como si le hubiera dado una bofetada.
– Perdóname -dijo él de inmediato-. No soy dueño de mis actos -añadió, mientras alargaba una mano para rozarle una mejilla-. Ningún hombre podría pedir una hija más noble y leal que tú.
– Entonces, ¿por qué no confiáis en mí?
El senescal vaciló y, por un momento, Alaïs creyó que lo había persuadido para que hablara. Después, la misma expresión impenetrable volvió a adueñarse de su rostro.
– Tú sólo enséñame dónde está -dijo con una voz que sonaba hueca-. El resto queda en mis manos.
Cuando salieron a caballo por la puerta del oeste del Château Comtal, las campanas de Sant Nazari estaban dando la tercia.
El senescal abría la marcha, con Alaïs y François detrás. La joven estaba desolada, agobiada por la culpa de que sus acciones hubiesen precipitado aquel extraño cambio en su padre y a la vez frustrada por no entenderlo.
Recorrieron el estrecho y sinuoso sendero de tierra reseca que descendía por la abrupta pendiente, al pie de la muralla de la Cité, y que una y otra vez parecía volver sobre sí mismo en pronunciados recodos. Cuando llegaron al llano, acomodaron el paso a un medio galope.
Siguieron el curso de la corriente, río arriba. Un sol despiadado les castigaba la espalda mientras se adentraban en los pantanos. Enjambres de mosquitos diminutos y de negros tábanos de la ciénaga flotaban en el aire, sobre los riachuelos y las charcas de agua turbia. Los caballos batían el suelo con los cascos y sacudían la cola, tratando de impedir que la miríada de insectos picadores acribillaran el fino manto estival.
Alaïs vio un grupo de mujeres que lavaban la ropa en la sombreada ribera, del otro lado del Aude; metidas en el agua hasta la cintura, golpeaban las prendas sobre las grises rocas planas. Había un monótono retumbo de ruedas, procedente del único puente de madera que unía los pantanos y las ciudades del norte con Carcasona y sus suburbios. Otros vadeaban el río por el punto menos profundo, formando una corriente ininterrumpida de campesinos y mercaderes. Algunos llevaban niños cargados sobre los hombros y otros traían mulas o rebaños de cabras, pero todos se dirigían al mercado de la plaza mayor.
Alaïs y sus acompañantes cabalgaban en silencio. Cuando pasaron de los espacios abiertos de los pantanos a la sombra de los sauces de la ciénaga, la joven se dejó llevar por la marea de sus pensamientos. Reconfortada por el familiar movimiento de su cabalgadura, así como por el canto de los pájaros y la charla interminable de las cigarras entre los juncos, estuvo a punto de olvidar el propósito de la expedición.