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– ¿Ha matado?

– A su primer marido, Jehan Congost, desde luego, aunque no fue su mano la que empuñó la daga.

– François -murmuró Sajhë, en voz demasiado baja como para que Guilhelm pudiera oírlo. Experimentó entonces el destello de un recuerdo, los gritos, la agitación desesperada de los cascos del caballo mientras el hombre y el animal eran tragados por la ciénaga.

– Y siempre la he creído responsable de la muerte de una mujer que Alaïs apreciaba mucho -prosiguió Guilhelm-. Ya no recuerdo su nombre, después de tantos años, pero era una mujer muy sabia que vivía en la Ciutat. Le había enseñado a Alaïs todo lo que sabía sobre medicinas y remedios, y a utilizar los dones de la naturaleza para hacer el bien. -Hizo una pausa-. Alaïs la adoraba.

Sólo la obstinación impidió a Sajhë revelarle a Guilhelm su identidad. Sólo la obstinación y los celos le impidieron confiarle cómo había sido su vida con Alaïs.

– Esclarmonda no murió -dijo, incapaz de seguir fingiendo.

Guilhelm se quedó petrificado.

– ¿Qué? -dijo-. ¿Lo sabe Alaïs?

Sajhë asintió.

– Cuando huyó del Château Comtal, fue en busca de ayuda a casa de Esclarmonda… y de su nieto. Salió…

El seco sonido de la voz de Oriane, autoritaria y fría, interrumpió la conversación. Los dos hombres, ambos habituados a luchar en las montañas, se echaron de inmediato al suelo. Sin un ruido, desenvainaron las espadas y ocuparon sus puestos cerca de la entrada de la cueva. Sajhë se escondió detrás de una saliente rocosa, un poco por debajo de la entrada, mientras Guilhelm se ocultaba detrás de un círculo de arbustos de espinos, cuyas ramas asumían en la penumbra un aspecto amenazador.

Las voces se estaban acercando. Podían oír el ruido de las botas de los soldados y de sus armaduras y hebillas mientras ascendían entre las piedras y los guijarros de la senda rocosa.

Sajhë sentía como si estuviera dando cada paso con Bertranda. Cada instante duraba una eternidad. El sonido de pasos y el eco de las voces se repetía una y otra vez, sin que pareciera que se estuvieran acercando.

Finalmente, dos figuras emergieron de entre los árboles. Oriane y Bertranda. Como Guilhelm había supuesto, venían solas. Sajhë vio que Guilhelm lo miraba fijamente, advirtiéndole que no se moviera aún, que esperara hasta tener a Oriane al alcance de sus armas y hasta poder apartar de su lado a Bertranda sin riesgo para la niña.

Mientras se acercaban, Sajhë apretó los puños para reprimir el grito de ira que le nacía en las entrañas. Bertranda tenía un corte en la mejilla, rojo sobre su piel de palidez helada. Oriane la había atado con una cuerda que le rodeaba el cuello, le bajaba por la espalda y le sujetaba las muñecas, unidas por detrás del cuerpo. El otro extremo de la soga estaba en la mano izquierda de Oriane. En la derecha empuñaba una daga, que usaba para pinchar a la niña en la espalda, para que ésta no dejara de avanzar.

Bertranda caminaba con dificultad y tropezaba a menudo. Aguzando la mirada, Sajhë advirtió, bajo la falda de la niña, que la pequeña tenía los tobillos atados. El trozo de cuerda que mediaba entre los dos nudos sólo le permitía dar un paso.

Sajhë se obligó a permanecer inmóvil, esperando y mirando, hasta que la mujer y la niña llegaron al claro que se extendía justo al pie de la cueva.

– Dijiste que estaba detrás de los árboles.

Bertranda murmuró en voz baja algo que Sajhë no pudo oír.

– Por tu propio bien, espero que estés diciendo la verdad -dijo Oriane.

– Está ahí -replicó Bertranda. Su voz era firme, pero Sajhë percibió el terror que había en ella y sintió que se le encogía el corazón.

El plan era atacar por sorpresa a Oriane a la entrada de la cueva. Él se ocuparía de poner a salvo a Bertranda, mientras Guilhelm desarmaba a Oriane antes de que ésta tuviera oportunidad de usar el cuchillo.

Sajhë miró a Guilhelm, que hizo un gesto afirmativo, para expresarle que estaba preparado.

– Pero ¡tú no puedes entrar! -estaba diciendo Bertranda-. Es un lugar sagrado. Sólo los guardianes pueden entrar.

– ¿Ah, sí? -dijo Oriane en tono burlón-. ¿Y quién va a impedírmelo? ¿Tú? -Una mueca de amargura le desfiguró el rostro-. Te pareces tanto a ella que me repugnas -añadió, sacudiendo la cuerda que rodeaba el cuello de Bertranda haciéndola gritar de dolor-. Alaïs siempre nos estaba diciendo a todos lo que teníamos que hacer. Siempre se creyó mejor que los demás.

– ¡No es cierto! -exclamó Bertranda, valerosa pese a lo desesperado de su situación. Sajhë hubiese querido hacerla callar, pero al mismo tiempo sabía que Alaïs se habría sentido orgullosa de su coraje. Él mismo se sentía orgulloso del valor de la niña. ¡Se parecía tanto a sus padres!

Bertranda se había echado a llorar.

– ¡No puede ser! ¡No debes entrar! ¡La cueva no te dejará entrar! ¡El laberinto protegerá su secreto de ti y de todo aquel que vaya en su busca con malos propósitos!

Oriane dejó escapar una breve carcajada.

– Ésas no son más que historias para asustar a las niñas estúpidas como tú.

Bertranda se mantuvo firme.

– No te llevaré más allá de aquí.

Oriane levantó la mano y le asestó un golpe con tal fuerza que la niña salió despedida contra la pared rocosa. Una roja neblina inundó la mente de Sajhë. En tres o cuatro zancadas, se abalanzó sobre Oriane, mientras un rugido animal surgía de las profundidades de su pecho.

Oriane reaccionó rápidamente, atrayendo a Bertranda hasta sus pies y apoyándole el puñal en el cuello.

– ¡Qué decepción! Pensé que mi hijo se habría ocupado ya de este asunto tan sencillo. Tú estabas prisionero, ¿no? O al menos eso me habían dicho, pero ¡qué más da!

Sajhë sonrió a Bertranda, intentando tranquilizarla, pese a lo desesperado de su situación.

– Arroja al suelo la espada -dijo Oriane con calma-, o la mataré.

– Perdóname por haberte desobedecido, Sajhë -gritó Bertranda-, pero ella tenía tu anillo. Me dijo que tú la habías enviado a buscarme.

– No era mi anillo, valenta -dijo Sajhë, mientras soltaba su espada.

El arma cayó con un pesado ruido metálico, al golpear contra el duro suelo.

– Así está mejor. Ahora ven aquí donde pueda verte. Así es suficiente. Párate. -Sonrió-. ¿Estás solo?

Sajhë no respondió. Oriane aplastó el acero contra la garganta de Bertranda y le hizo una pequeña incisión bajo la oreja. La niña dejó escapar un grito, mientras un hilo de sangre, como una cinta roja, le resbalaba por la pálida piel del cuello.

– Suéltala, Oriane. No es a ella a quien quieres, sino a mí.

Al sonido de la voz de Alaïs, pareció como si la montaña entera contuviera el aliento.

¿Un espíritu? Guilhelm no era capaz de decirlo.

Sintió como si le hubieran extraído hasta el último hálito del cuerpo, dejándolo hueco e ingrávido. No se atrevía a moverse de su escondite por miedo a que la aparición se desvaneciera. Miró a Bertranda, tan parecida a su madre, y después cuesta abajo, donde estaba Alaïs, si es que de verdad era ella.

Una caperuza de piel le enmarcaba la cara, y su capa de montar, sucia del viaje, barría a su paso el terreno, blanco de escarcha. Tenía las manos enfundadas en guantes de cuero y cruzadas delante del cuerpo.

– Suéltala, Oriane.

Sus palabras rompieron el hechizo.

– ¡Mamá! -gritó Bertranda, tendiendo desesperadamente los brazos.

– No es posible… -dijo Oriane, entrecerrando los ojos-. ¡Estás muerta! ¡Te he visto morir!

Sajhë se arrojó sobre Oriane e intentó arrebatarle a Bertranda, pero no fue lo bastante rápido.

– ¡No os acerquéis! -gritó Oriane, ya repuesta, mientras arrastraba a Bertranda hacia la entrada de la cueva-. ¡Juro que la mataré!

– ¡Mamá!

Alaïs dio otro paso adelante.

– Suéltala, Oriane. Tu pelea es conmigo.

– No hay ninguna pelea, hermana. Tú tienes el Libro de las palabras y yo lo quiero. C’est pas difficile.

– ¿Y cuando lo tengas?

Guilhelm estaba paralizado. Aún no se atrevía a dar crédito a sus ojos y aceptar que allí estaba Alaïs, tal como solía verla en su imaginación mientras estaba despierto, y en sueños cuando dormía.

Un movimiento atrajo su atención, un destello de acero, unos yelmos. Guilhelm miró. Dos soldados se estaban acercando a Alaïs por detrás, entre los densos matorrales. Guilhelm miró a su izquierda al oír el ruido de una bota sobre la roca.

– ¡Atrapadlos!

El soldado que estaba más cerca de Sajhë lo agarró por los brazos y lo sujetó con fuerza, mientras los otros salían de la espesura. Rápida como el rayo, Alaïs desenvainó la espada y se volvió, hincando limpiamente la hoja en el costado del soldado más cercano. El hombre cayó, mientras el otro se abalanzaba sobre ella. Saltaron chispas, al cruzarse las espadas a izquierda y derecha, primero a un lado y después al otro.

Alaïs tenía la ventaja de la posición más elevada, pero era más pequeña y débil.

Guilhelm abandonó de un salto su escondite y corrió en su dirección, justo cuando ella tropezaba y perdía el equilibrio. El soldado atacó, hiriéndola en la cara interior del brazo. Alaïs lanzó un grito y dejó caer la espada, mientras se apretaba la herida con la mano enguantada para que dejara de manar la sangre.

– ¡Mamá!

Guilhelm se arrojó sobre el soldado y le hundió la espada en el vientre. El herido empezó a vomitar sangre, con los ojos desorbitados por la conmoción, antes de caer de bruces al suelo.

No tuvo tiempo ni de respirar.

– ¡Guilhelm! -gritó Alaïs-. ¡Detrás de ti!

Guilhelm se dio la vuelta y vio a otros dos soldados que subían por la cuesta. Con un rugido, arrancó la espada que había quedado clavada en el cadáver y cargó contra ellos. El acero surcó el aire, mientras los hacía retroceder, asestando golpes a diestra y siniestra, incansablemente, luchando con ambos a la vez.