Él era más hábil con la espada, pero ellos eran dos.
Para entonces, Sajhë estaba atado y de rodillas. Uno de los soldados se quedó vigilándolo, con la punta del puñal en el cuello del joven, mientras el otro iba a prestar su ayuda para someter a Guilhelm. Al hacerlo, se puso al alcance de Alaïs, que si bien estaba perdiendo sangre profusamente, logró sacarse el puñal del cinturón y hacer acopio de sus últimos restos de energía para hundirlo con fuerza entre las piernas de su atacante. El hombre soltó un alarido cuando el acero se le hundió en la ingle.
Ciego de dolor, se arrojó sobre Alaïs. Guilhelm vio cómo ella saltaba hacia atrás y se golpeaba la cabeza contra la roca. Intentó mantenerse en pie, pero estaba confusa y desorientada, y sus piernas cedieron. Se desplomó en el suelo, mientras la sangre empezaba a manar también del corte en la cabeza.
Con el puñal aún hincado en la pierna, el soldado se abalanzó sobre Guilhelm, como un oso que hubiese caído en una trampa. Éste retrocedió para eludirlo y al hacerlo perdió pie en el suelo resbaladizo, enviando una lluvia de guijarros que se despeñaron cuesta abajo. Su tropiezo brindó a los otros dos la ocasión que necesitaban para saltar sobre él e inmovilizarlo, tumbado boca abajo en el suelo.
Sintió que las costillas se le quebraban cuando una bota le propinó un golpe en un costado, y se sacudió agónicamente, al recibir otro golpe más. En la boca sentía el sabor de la sangre.
No se oía nada de la dirección donde estaba Alaïs, que parecía totalmente inmóvil.
Entonces oyó gritar a Sajhë. Guilhelm levantó la cabeza justo en el instante en que un soldado le asestaba al joven un golpe con la hoja de la espada plana, dejándolo inconsciente.
Oriane había desaparecido en el interior de la cueva, llevando consigo a Bertranda.
Con un rugido, Guilhelm reunió los últimos restos de energía y se puso de pie, provocando con su impulso que uno de los soldados cayera de espaldas montaña abajo. Aferró su espada y la dirigió a la garganta del hombre que quedaba a su lado, mientras Alaïs conseguía ponerse de rodillas y utilizaba el cuchillo del soldado para hundírselo en la cara posterior del muslo. Su aullido de dolor murió antes de nacer.
Guilhelm advirtió que todo había quedado en silencio.
Por un instante, no hizo más que mirar fijamente a Alaïs. Incluso entonces, se resistía a dar crédito a sus ojos, por miedo a volver a perderla. Finalmente, le tendió la mano.
Guilhelm sintió los dedos de ella entrelazándose con los suyos. Sintió su piel, desgarrada y herida, fría como la suya. Real.
– Creí…
– Lo sé -repuso ella rápidamente.
Guilhelm no quería dejarla ir, pero la idea de Bertranda lo hizo reaccionar.
– Sajhë está herido -dijo, subiendo por la pendiente hacia la entrada-. Tú atiéndelo. Yo perseguiré a Oriane.
Alaïs se inclinó para comprobar el estado de Sajhë y de inmediato corrió detrás de Guilhelm.
– Sólo ha perdido el conocimiento -dijo- Quédate tú. Cuéntale lo ocurrido. Tengo que encontrar a Bertranda.
– No, eso es lo que ella quiere Te obligará a revelar dónde has escondido el libro y después os matará a las dos. Yo tengo más probabilidades que tú de rescatar a tu hija con vida, ¿no lo ves?
– A nuestra hija.
Guilhelm oyó las palabras, pero no las comprendió del todo. Su corazón empezó a palpitar con fuerza.
– Alaïs, ¿qué…? -empezó a decir, pero ella ya había agachado la cabeza para pasar debajo del brazo de él y corría por el túnel, hacia la oscuridad.
CAPÍTULO 80
Ariège
Viernes 8 de julio de 2005
Han ido a la cueva! -gritó Noubel, colgando violentamente el teléfono-. ¡De todas las estupideces que…!
– ¿Quiénes?
– Audric Baillard y Alice Tanner. Se les ha metido en la cabeza que Shelagh O’Donnell está prisionera en el pico de Soularac y van hacia allí. Han dicho también que había alguien más. Un norteamericano, un tal William Franklin.
– ¿Y ése quién es?
– Ni idea -dijo Noubel, descolgando la cazadora de detrás de la puerta y saliendo al pasillo con torpe apresuramiento.
Moureau lo siguió
– ¿Quién cogió la llamada?
– Los de recepción. Por lo visto, recibieron el mensaje de la doctora Tanner a las nueve en punto, pero «pensaron que yo no quería que nadie me molestara en medio de un interrogatorio». N’importe quoi! -exclamó Noubel, imitando la voz nasal del sargento del turno de noche
Automáticamente, los dos hombres levantaron la vista para mirar el reloj de la pared Eran las diez y cuarto.
– ¿Qué hacemos con Braissart y Domingo? -dijo Moureau, mirando por el pasillo hacia las salas de interrogatorio. Noubel había acertado con su corazonada. Los dos hombres habían sido arrestados en los alrededores de la granja de la ex mujer de Authié, cuando viajaban al sur, en dirección a Andorra.
– Pueden esperar.
Noubel abrió de un empujón la puerta del garaje, que golpeó contra la salida de emergencia. Bajaron corriendo la escalera metálica hasta el asfalto.
– ¿Les han sacado algo?
– Nada -dijo Noubel, abriendo con gesto alterado la puerta del coche, mientras arrojaba la cazadora sobre el asiento trasero y se sentaba ante el volante, no sin cierta dificultad-. Silenciosos como una tumba los dos.
– Temen más a su jefe que a vosotros -dijo Moureau, cerrando ruidosamente su puerta-. ¿Se sabe algo de Authié?
– Nada. Hace unas horas fue a misa, en Carcasona. Desde entonces, no se ha vuelto a saber nada de él.
– ¿Y de la granja? -siguió preguntando Moureau, mientras el coche arrancaba hacia la carretera principal-. ¿Se ha recibido ya algún informe de la brigada de registro?
– No.
El teléfono de Noubel volvió a sonar. Con la mano izquierda sobre el volante, estiró el brazo derecho hacia el asiento trasero, dejando escapar al hacerlo una vaharada de sudor rancio. Soltó la cazadora sobre las rodillas de Moureau, que se puso a rebuscar en los bolsillos, mientras él gesticulaba frenéticamente pidiéndole el teléfono.
– Aquí Noubel. Diga.
Su pie apretó con fuerza el pedal del freno, lanzando a Moureau hacia adelante en su asiento.
– Putain! -exclamó-. ¿Por qué, en nombre de Cristo, me entero de esto ahora? ¿Hay alguien dentro? -Se quedó escuchando-. ¿Cuándo ha empezado?
La comunicación era mala. Hasta Moureau podía oír las crepitaciones de la línea.
– ¡No, no! -dijo Noubel-. Quedaos ahí. Mantenedme al tanto.
El inspector arrojó el teléfono sobre el salpicadero, conectó la sirena y aceleró hacia la autopista.
– Hay un incendio en la granja -dijo, mientras daba gas a fondo.
– ¿Provocado?
– El vecino más cercano está a un kilómetro de distancia. Dice que oyó un par de explosiones fuertes y que después vio el fuego y llamó a los bomberos. Cuando llegaron, las llamas ya se habían extendido.
– ¿Hay alguien dentro? -preguntó Moureau ansiosamente.
– No lo saben -respondió Noubel con expresión sombría.
Shelagh perdía y recuperaba alternativamente la conciencia.
No tenía idea del tiempo transcurrido desde que se habían marchado los hombres. Uno por uno, sus sentidos se estaban apagando. Ya no era consciente de su entorno físico. Sus brazos, piernas, torso y cabeza parecían estar flotando, ingrávidos. No percibía el calor ni el frío, ni las piedras y el polvo bajo su cuerpo. Estaba aislada en su propio mundo. A salvo. Libre.
No estaba sola. En su mente flotaban rostros, gente del pasado y el presente, una procesión de imágenes silenciosas.
Le pareció como si estuviera volviendo la luz. En algún lugar, ligeramente fuera de su campo de visión, había un movedizo haz de luz blanca que proyectaba sombras danzarinas en los muros y a través del techo rocoso de la cueva. Como un caleidoscopio, los colores se movían y cambiaban de forma ante sus ojos.
Creyó ver a un hombre. Muy viejo. Sintió que sus manos frías y secas, con el tacto del papel de seda, se apoyaban sobre su frente. Su voz le decía que todo iba a salir bien, que ya estaba a salvo.
Entonces Shelagh oyó otras voces, susurrando en su cabeza, murmurando, hablándole suavemente, acariciándola.
Sintió alas negras sobre sus hombros, que la acunaban tiernamente como si fuera una niña, y que la llamaban a casa.
Después, otra voz vino a estropearlo todo.
– ¡Vuélvase!
Will advirtió que el estruendo estaba dentro de su cabeza: era el sonido de su sangre, palpitando densa y pesada en sus oídos, y el ruido de las balas, reverberando una y otra vez en su memoria.
Tragó saliva e intentó contener el aliento. El olor punzante del cuero en su nariz y su boca era demasiado fuerte. Le revolvía el estómago.
¿Cuántos disparos había oído? ¿Dos? ¿Tres?
Sus dos custodios salieron. Will los oyó hablar, discutiendo quizá con François-Baptiste. Poco a poco, con cuidado para no llamar la atención, se incorporó ligeramente en el asiento trasero del coche.
A la luz de los faros, vio a François-Baptiste de pie junto al cadáver de Authié, con el brazo derecho colgando a un lado del cuerpo y el arma aún en la mano. Parecía como si alguien hubiera arrojado una lata de pintura roja sobre la puerta y el capó del coche de Authié. Sangre y fragmentos de carne y de hueso. Lo que quedaba del cráneo del abogado.
La náusea le inundó la garganta. Tragó y se obligó a seguir mirando. François-Baptiste empezó a agacharse, vaciló, pero al final se dio la vuelta y se alejó rápidamente.
Aunque las repetidas dosis de droga le habían insensibilizado los brazos y las piernas, Will sintió que se quedaba petrificado. Se dejó caer otra vez en el asiento, agradecido de que al menos no lo hubiesen metido otra vez en el claustrofóbico contenedor del maletero.