La puerta más cercana a su cabeza se abrió violentamente y Will sintió sobre sus brazos y cuello las familiares manos callosas, que lo arrastraban por el asiento y lo dejaban caer al suelo.
El aire de la noche era fresco sobre su cara y sus piernas desnudas. La túnica que le habían puesto era larga y amplia, aunque atada a la cintura. Will se sentía extraño, vulnerable. Y estaba aterrado.
Pudo ver el cadáver de Authié tendido inerte en la grava. A su lado, disimulada detrás del volante de su automóvil, vio una lucecita roja que se encendía y se apagaba.
– Jusqu’à la grotte. -La voz de François-Baptiste hizo reaccionar a Will-. Vous restez dehors. En face de l’ouverture. -Hizo una pausa-. Il est dix heures moins cinq maintenant. Nous allons rentrer dans quarante ou cinquante minutes.
Casi las diez. Will dejó que la cabeza le colgara hacia delante mientras uno de los hombres lo levantaba por las axilas. Cuando empezaron a arrastrarlo cuesta arriba, hacia la cueva, se preguntó si a las once aún estaría vivo.
– Vuélvase -repitió Marie-Cécile.
Una voz áspera y arrogante, pensó Audric. Volvió a acariciar una vez más la frente de Shelagh y después, lentamente, se puso de pie cuan largo era. Su alivio por haberla encontrado viva no había durado mucho. Su estado era crítico. Si no recibía pronto atención médica, Audric temía que no sobreviviera.
– Deje ahí la linterna -le ordenó Marie-Cécile-. Venga aquí abajo, donde pueda verlo.
Poco a poco, Audric se volvió y bajó los peldaños desde detrás del altar.
Ella sostenía una lámpara de aceite en una mano y una pistola en la otra. Lo primero que él pensó fue lo mucho que se parecían: los mismos ojos verdes y el mismo pelo negro enmarcando con sus rizos el rostro hermoso y austero. Con la tiara y el collar de oro, los amuletos rodeando sus brazos y la blanca túnica enfundando su cuerpo alto y esbelto, parecía una princesa egipcia.
– ¿Ha venido sola, dòmna?
– No creo necesario hacerme acompañar a todas partes adonde voy, monsieur, y además…
El anciano bajó la vista hacia el arma.
– Ya veo. No cree que yo sea un obstáculo -dijo él, con un gesto de asentimiento-. Soy demasiado viejo, òc? Además, no quiere testigos -añadió.
Los labios de ella esbozaron la insinuación de una sonrisa.
– La fuerza reside en la discreción.
– El hombre que le enseñó eso ha muerto, dòmna.
Un destello de dolor brilló en la mirada de Marie-Cécile.
– ¿Conoció a mi abuelo?
– De oídas -replicó Audric.
– Me enseñó bien. A no confiar en nadie. A no creer en nadie.
– Una manera solitaria de vivir, dòmna.
– Yo no lo creo así.
Ella se desplazó describiendo un arco, como una fiera intentando acorralar a su presa, hasta quedar de espaldas al altar, en el centro de la cámara, cerca de una concavidad del suelo. La tumba, pensó él. El lugar donde habían sido hallados los cuerpos.
– ¿Dónde está ella? -preguntó Marie-Cécile.
Audric no respondió.
– Se parece usted mucho a su abuelo. Por su carácter, sus facciones, su perseverancia. Y lo mismo que él, sigue un camino equivocado.
La cólera tembló en el hermoso rostro.
– Mi abuelo era un gran hombre. Reverenciaba el Grial. Dedicó su vida a la búsqueda del Libro de las palabras para comprenderlo mejor.
– ¿Para comprenderlo, dòmna? ¿O para beneficiarse de él?
– ¡Usted no sabe nada de mi abuelo!
– ¡Oh, sí, sí que sé! -replicó Audric en voz baja-. La gente no cambia tanto. -Vaciló-. Estuvo tan cerca, ¿verdad? -prosiguió, bajando aún más la voz-. Unos kilómetros más al oeste, y habría sido él quien encontrara la cueva. No usted.
– Ahora ya da lo mismo -repuso ella desafiante-. El Grial es nuestro.
– El Grial no es de nadie. No es algo que se pueda poseer, ni manipular, ni utilizar como moneda de cambio. -Audric se interrumpió. A la luz de la lámpara de aceite que ardía sobre el altar, la miró directamente a los ojos-. No lo habría salvado -dijo.
De un extremo a otro de la cámara, oyó que ella se quedaba sin aliento.
– El elixir cura todos los males y prolonga la vida. Lo habría mantenido vivo.
– No habría hecho nada para curarlo de la enfermedad que le estaba separando la carne de los huesos, dòmna, como tampoco a usted le dará lo que desea. -Hizo una pausa-. El Grial no vendrá por usted.
Marie-Cécile dio un paso hacia él.
– Usted espera que no venga, Baillard, pero no está seguro. Pese a todos sus conocimientos e investigaciones, no sabe lo que sucederá.
– Se equivoca.
– Es su oportunidad, Baillard, después de todos los años que ha pasado escribiendo, estudiando e interrogándose. Usted, como yo, ha consagrado toda su vida a esto. Ansia que lo hagamos tanto como yo.
– ¿Y si me niego a cooperar?
Marie-Cécile soltó una aguda carcajada.
– ¡Por favor! No hace falta que lo pregunte. Mi hijo la matará, eso ya lo sabe. Cómo lo haga, y cuánto tiempo tarde en hacerlo, dependerá de cómo sé comporte usted.
Pese a las precauciones que había tomado, un estremecimiento le recorrió la espalda. Siempre y cuando Alice se quedara donde estaba, tal como había prometido, no había necesidad de alarmarse. Estaba a salvo. Todo habría terminado antes de que pudiera darse cuenta de lo que estaba ocurriendo.
El recuerdo de Alaïs, y también de Bertranda, irrumpió en su mente sin que él lo buscara. Su naturaleza impulsiva, su renuencia a obedecer órdenes, su coraje temerario… ¿Sería Alice de la misma madera?
– Está todo listo -dijo ella-. El Libro de las pociones y el Libro de los números están aquí, de modo que si usted me entrega el anillo y me dice dónde está escondido el Libro de las palabras…
Audric se esforzó por concentrarse en Marie-Cécile y no pensar en Alice.
– ¿Por qué está tan segura de que todavía se encuentra en esta cámara?
Ella sonrió.
– Porque usted está aquí, Baillard. ¿Por qué otra razón habría venido? Quiere presenciar la ceremonia al menos una vez antes de morir. ¡Ahora póngase la túnica! -le gritó, con repentina impaciencia. Con la pistola, le señaló una prenda de tela blanca, depositada en lo alto de los peldaños. El anciano sacudió la cabeza y, por un instante, vio temblar la duda en el rostro de Oriane.
– Después, me dará el libro.
Advirtió que tres pequeños aros metálicos habían sido hincados en el suelo de la sección inferior de la cámara. Recordó entonces que había sido Alice quien había descubierto los esqueletos en la tumba.
Sonrió. Muy pronto encontraría las respuestas que buscaba.
– Audric -murmuró Alice, avanzando a tientas por el túnel.
«¿Por qué no responde?»
Sintió el desnivel del suelo bajo sus pies, lo mismo que la otra vez, pero ésta le pareció más pronunciado.
Más adelante, en la cámara, distinguió el tenue resplandor de la luz amarilla.
– ¡Audric! -volvió a llamar, sintiendo crecer su temor.
Echó a andar más aprisa y cubrió los últimos metros a la carrera, hasta que desembocó en la cámara y se detuvo en seco.
«Esto no puede estar pasando.»
Audric estaba al pie de los peldaños. Vestía una larga túnica blanca.
«Recuerdo haber visto esto.»
Alice sacudió la cabeza para apartar el recuerdo. El anciano tenía las manos atadas delante del cuerpo y estaba amarrado al suelo, como un animal. En el extremo opuesto de la cámara, iluminada por una lámpara de aceite que parpadeaba sobre el altar, estaba Marie-Cécile de l’Oradore.
– Creo que ya lo tenemos todo -dijo
Audric se volvió hacia Alice, con tristeza y dolor en la mirada.
– Lo siento -murmuró ella, comprendiendo lo que había hecho-, pero tenía que avisarle…
Antes de que Alice pudiera reaccionar, alguien la había agarrado por detrás. Gritó y pataleó, pero ellos eran dos.
«La otra vez fue igual que ahora»
Entonces alguien la llamó por su nombre. No era Audric.
Invadida por una oleada de náuseas, empezó a desplomarse.
– ¡Aguantadla, imbéciles! -gritó Marie-Cécile.
CAPÍTULO 81
Pico de Soularac
Març 1244
Guilhelm no pudo dar alcance a Alaïs, que ya le llevaba demasiada ventaja.
Bajó tropezando por el túnel, en la oscuridad. El dolor traspasaba su costado, donde tenía rotas las costillas, dificultándole la respiración. Las palabras de Alaïs repitiéndose en su cabeza y el temor que endurecía su pecho lo impulsaban a seguir adelante.
El aire parecía cada vez más frío, y hasta gélido, como si algo le estuviera sorbiendo la vida a la cueva. No lo comprendía. Si era un lugar sagrado, si en efecto era la cueva del laberinto, ¿por qué se sentía en presencia de tanta perversidad?
Guilhelm se encontró de pie sobre una plataforma natural de piedra. Un par de peldaños anchos y de escasa altura, directamente delante de él, conducían a una zona donde el suelo era liso y llano. Una antorcha ardía sobre un altar de piedra, proyectando algo de luz a su alrededor.
Las dos hermanas estaban frente a frente: Oriane, con el puñal apoyado aún sobre el cuello de Bertranda, y Alaïs, completamente inmóvil.
Guilhelm se agachó, rezando por que Oriane no lo hubiera visto aún. Tan sigilosamente como pudo, empezó a acercarse poco a poco a la pared, al amparo de las sombras, hasta estar suficientemente cerca para ver y oír lo que estaba ocurriendo.
Oriane arrojó algo al suelo, delante de Alaïs.
– ¡Cógelo! -gritó- ¡Abre el laberinto! ¡Sé que allí está oculto el Libro de las palabras!
Guilhelm vio que los ojos de Alaïs se abrían por el asombro – ¿No has leído el Libro de los números? -dijo Oriane-. Me sorprendes, hermana. Allí está la explicación de la llave.