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Alaïs vaciló.

– El anillo, con el merel inserto en él, abre la cámara en el corazón del laberinto.

Oriane tiró hacia atrás de la cabeza de Bertranda, tensando la piel del cuello de la pequeña, sobre el cual resplandecía el acero del puñal.

– ¡Hazlo ya, hermana!

Bertranda gritó. El sonido pareció atravesar la cabeza de Guilhelm como un cuchillo. Arrugando la frente, miró a Alaïs, que tenía el brazo herido colgando inservible a un lado del cuerpo.

– Deja que se vaya ella primero -dijo.

Oriane sacudió la cabeza. Se le había soltado el pelo y sus ojos parecían salvajes, obsesivos. Sosteniendo la mirada de Alaïs, lentamente y con deliberada frialdad, hizo una nueva incisión en el cuello de Bertranda.

La niña volvió a gritar, mientras la sangre resbalaba por su cuello.

– El próximo corte será más profundo -dijo Oriane, con la voz temblando de odio-. Ve a buscar el libro.

Alaïs se agachó, recogió el anillo y se dirigió hacia el laberinto. Oriane la siguió, arrastrando consigo a Bertranda. Alaïs podía sentir la respiración acelerada de su hija, que estaba a punto de perder el conocimiento, avanzando a tropezones con los pies aún atados.

Por un instante se detuvo, mientras sus pensamientos retrocedían hasta el momento en que había visto a Harif realizar esa misma tarea por primera vez.

Alaïs empujó con la mano izquierda la áspera piedra del laberinto, sintiendo que el dolor le estallaba en el brazo herido. No le hizo falta ninguna vela para distinguir el contorno del símbolo egipcio de la vida, el anj, como Harif le había enseñado a llamarlo. Después, impidiendo con la espalda que Oriane viera sus movimientos, insertó el anillo en la pequeña abertura que había en la base del círculo central del laberinto, justo delante de su cara. Por el bien de Bertranda, rezó por que funcionara. No se habían pronunciado las palabras, ni se había preparado nada tal como hubiese debido prepararse. Las circunstancias no podían diferir más de la vez anterior, cuando se había presentado como suplicante ante la piedra del laberinto.

– Di anj djet -murmuró. Las antiguas palabras le supieron a ceniza.

Hubo un chasquido seco, como cuando se inserta una llave en su cerradura. Por un instante, pareció como si nada fuera a suceder. Después, desde el interior del muro, se oyó el ruido de algo desplazándose, piedra contra piedra. Entonces Alaïs se movió y, en la penumbra, Guilhelm vio que un compartimento había quedado al descubierto en el centro del laberinto. Dentro, había un libro.

– ¡Dámelo! -ordenó Oriane-. ¡Ponlo aquí, sobre al altar!

Alaïs obedeció, sin desviar ni una vez la mirada de la cara de su hermana.

– Ahora déjala ir. Ya no la necesitas.

– ¡Ábrelo! -gritó Oriane-. Quiero asegurarme de que no me engañas.

Guilhelm se acercó un poco más. En la primera página, dorado y resplandeciente, había un símbolo que él nunca había visto: un óvalo, o más bien una lágrima por su forma, dispuesto sobre una especie de cruz, semejante al báculo de un pastor.

– Sigue -ordenó Oriane-. Quiero verlo todo.

Las manos de Alaïs temblaban mientras pasaba las páginas. Guilhelm pudo ver una extraña mezcla de dibujos y trazos, y línea tras línea de símbolos de escritura menuda que cubrían toda la hoja.

– Cógelo, Oriane -dijo Alaïs, haciendo un esfuerzo para mantener firme la voz-. Quédate con el libro y devuélveme a mi hija.

Guilhelm vio el resplandor del acero. Comprendió lo que estaba a punto de suceder, un instante antes de que sucediera. Supo que los celos y la envidia de Oriane la llevarían a destruir todo lo que Alaïs apreciaba o amaba.

Se abalanzó sobre Oriane, golpeándola de lado. Al hacerlo, sintió que sus costillas rotas cedían y estuvo a punto de perder el conocimiento por el dolor, pero el impulso había sido suficiente para hacer que la mujer soltara a Bertranda.

El cuchillo cayó de las manos de Oriane y se perdió de vista, resbalando por el suelo, hasta confundirse con las sombras detrás del altar. Bertranda salió despedida hacia adelante con la colisión. Gritó y se golpeó la cabeza con la esquina del altar. Después, se quedó completamente inmóvil.

– ¡Guilhelm, llévate a Bertranda! -gritó Alaïs-. Está herida, y Sajhë también lo está. Ayúdalos. Hay un hombre llamado Harif esperando en el pueblo. Él te ayudará.

Guilhelm dudó.

– ¡Por favor, Guilhelm, sálvala!

Sus últimas palabras se perdieron, porque Oriane había conseguido ponerse en pie con gran esfuerzo y, tras recuperar el cuchillo, se había abalanzado sobre Alaïs. El acero se hundió en el brazo ya herido de la joven.

Guilhelm sentía el corazón desgarrado. No quería dejar a Alaïs enfrentarse sola con Oriane, pero tampoco podía ver a Bertranda yaciendo inerte y pálida en el suelo.

– ¡Por favor, Guilhelm, llévatela!

Volviéndose para echar una última mirada a Alaïs, recogió a la hija de ambos en sus brazos doloridos y corrió, intentando no ver la sangre que manaba de la herida. Comprendió que era lo que Alaïs quería que hiciera.

Mientras atravesaba con paso inseguro la cámara, Guilhelm oyó un rugido, como de un trueno atrapado en lo profundo de la montaña. Cuando tropezó, pensó que sus piernas ya no lo sostenían, pero siguió adelante y logró subir los peldaños y regresar al túnel. Resbaló en las piedras flojas, con las piernas y los brazos ardiendo de dolor. Entonces se dio cuenta de que el suelo se estaba moviendo, temblando. La tierra bajo sus pies se estremecía.

Ya casi no le quedaban fuerzas. Bertranda yacía inerte en sus brazos y parecía pesarle más a cada paso que daba. El ruido aumentaba en intensidad a medida que avanzaban. Trozos de roca y polvo empezaron a caer del techo, precipitándose a su alrededor.

Pero entonces Guilhelm comenzó a sentir el aire fresco que salía a su encuentro. Unos pasos más, y salió al gris anochecer.

Guilhelm corrió hacia donde Sajhë yacía inconsciente y pudo ver que su respiración era regular.

Bertranda tenía una palidez mortal, pero empezaba a gemir y a mover los brazos. La depositó en el suelo, junto a Sajhë, y corrió a despojar de sus capas a los soldados muertos, para abrigarlos. Después se arrancó del cuello su propia capa, soltando con el movimiento la hebilla de plata y cobre, que salió despedida y cayó en el suelo polvoriento. Plegó la capa y la puso debajo de la cabeza de Bertranda, para que le sirviera de almohada.

Se detuvo un momento, para besar a su hija en la frente.

– Filha -murmuró. Fue el primer y último beso que le daría.

Dentro de la cueva se oyó un gran estruendo, como el del trueno después del relámpago. Guilhelm volvió a internarse corriendo en el túnel. El ruido era sobrecogedor en el confinamiento de la galería.

Advirtió que algo avanzaba rápidamente hacia él desde la oscuridad. Era Oriane.

– Un espíritu… un rostro -balbucía ésta, con los ojos desorbitados por el terror-. Una cara en el centro del laberinto.

– ¿Dónde está Alaïs? -gritó él, agarrándola de un brazo-. ¿Qué le has hecho a Alaïs?

Oriane tenía las manos y la ropa cubiertas de sangre.

– Caras en el… en el laberinto.

Oriane volvió a gritar. Guilhelm se volvió para ver lo que había tras él, pero no vio nada. Aprovechando el momento, Oriane le clavó el puñal en el pecho.

De inmediato, Guilhelm supo que la herida era mortal. Sentía que la muerte se iba adueñando de sus miembros. Vio que Oriane corría alejándose de él, entre nubes de polvo, mientras sus ojos se oscurecían. También el deseo de venganza murió en él. Ya no le importaba.

Oriane salió del túnel hacia la luz grisácea del día agonizante mientras Guilhelm avanzaba a ciegas, tambaleándose, hasta la cámara, desesperado por hallar a Alaïs entre el caos de rocas, piedra y polvo.

La encontró tumbada en una pequeña concavidad del suelo, con los dedos apretando la funda del Libro de las palabras y el anillo firmemente agarrado en la otra mano.

– Mon còr -susurró él.

Los ojos de ella se abrieron al oír su voz. Sonrió y Guilhelm sintió que el corazón se le ensanchaba en el pecho.

– ¿Bertranda?

– Está a salvo.

– ¿Sajhë?

– Él también vivirá.

Alaïs contuvo el aliento.

– ¿Oriane?

– La he dejado escapar. Está malherida. No llegará muy lejos.

La última llama de la lámpara, que aún ardía sobre el altar, tembló y se extinguió. Alaïs y Guilhelm no lo notaron, porque estaban fundidos en un abrazo. No advirtieron la oscuridad y la paz que descendían sobre ellos. No notaron nada, excepto que estaban juntos.

CAPÍTULO 82

Pico de Soularac

Viernes 8 de julio de 2005

La fina túnica brindaba escasa protección contra la fría humedad de la cámara. Alice se estremeció, mientras volvía lentamente la cabeza.

A su derecha estaba el altar. La única luz procedía de una antigua lámpara de aceite, colocada en el centro, que proyectaba sombras movedizas sobre las paredes inclinadas. Era suficiente para ver el símbolo del laberinto en la roca, al fondo, grande e impresionante en el espacio cerrado.

Sintió que había alguien más, muy cerca. Alice miró a su derecha, y estuvo a punto de gritar, al ver por primera vez a Shelagh. Estaba acurrucada como un animal sobre el suelo de piedra, delgada, exánime, derrotada, con signos de violencia en la piel. Alice no pudo distinguir si respiraba o no.

«Por favor, Dios, haz que todavía esté viva.»

Poco a poco, Alice se fue acostumbrando a la temblorosa luz de la lámpara. Volvió levemente la cabeza y vio a Audric en el mismo sitio que antes. Seguía amarrado con una cuerda a una argolla hincada en el suelo. Su pelo blanco formaba una especie de halo alrededor de su cabeza. Estaba quieto, como una estatua tallada en un sepulcro.