Como si hubiese podido sentir el peso de su mirada, se volvió hacia ella y le sonrió.
Olvidando por un momento que debía de estar enfadado con ella por haberse internado en la cueva en lugar de esperar fuera tal como había prometido, ella le devolvió una débil sonrisa.
«Tal como dijo Shelagh.»
Después, notó en él algo diferente. Bajó la vista hacia sus manos, apoyadas sobre la túnica blanca con los dedos extendidos.
«Falta el anillo.»
– Shelagh está aquí -susurró entre dientes-. Usted tenía razón.
Él asintió.
– Tenemos que hacer algo -murmuró ella.
El anciano sacudió la cabeza casi imperceptiblemente y señaló con la vista el extremo opuesto de la cámara. Alice siguió la dirección de la mirada.
– ¡Will! -susurró incrédula. La invadió una sensación de alivio y otra de algo diferente, seguida de congoja por el estado en que aquél se encontraba. Tenía sangre seca incrustada en el pelo, un ojo hinchado y varios cortes en la cara y las manos.
«Pero está aquí. Conmigo.»
Al oír su voz, Will abrió los ojos, esforzándose por ver en la oscuridad. Cuando por fin la vio y la reconoció, una media sonrisa acudió a sus labios maltrechos.
Por un momento, estuvieron mirándose fijamente, sosteniéndose la mirada.
«Mon còr. Mi amor.»
La revelación le insufló coraje.
El ominoso aullido del viento en el túnel se volvió más intenso, mezclado ahora con el murmullo de una voz. Era un cántico monótono, que no llegaba a ser una canción. Alice no distinguía de dónde procedía. Fragmentos de palabras y frases extrañamente familiares resonaron como ecos por la cueva, hasta saturar el aire con su sonido: montanhas, montañas; noublesso, nobleza; libres, libros; graal, grial. Alice empezó a marearse, embriagada por las palabras que resonaban en su cabeza como las campanas de una catedral.
Justo cuando empezaba a pensar que no podría resistirlo más, el cántico se interrumpió. Rápidamente, con calma, la melodía se desvaneció, dejando sólo el recuerdo.
Después, una voz solitaria flotó en el tenso silencio, una voz de mujer, clara y precisa.
En los comienzos del tiempo
En tierras de Egipto
El maestro de los secretos
Concedió las palabras y la escritura
Alice apartó la vista del rostro de Will y se volvió hacia el sonido. Marie-Cécile emergió de las sombras detrás del altar como una aparición. Estaba de pie delante del laberinto y sus ojos verdes, pintados de negro y oro, refulgían como esmeraldas a la luz parpadeante de la lámpara. Su pelo, recogido hacia atrás por una tiara de oro con un motivo de diamantes sobre la frente, resplandecía como el azabache. Sus esbeltos brazos estaban desnudos, a excepción de dos brazaletes de metal retorcido.
Llevaba en las manos los tres libros, uno sobre otro. Los colocó alineados sobre el altar, junto a un sencillo cuenco de barro. Cuando Marie-Cécile adelantó una mano para ajustar la posición de la lámpara de aceite sobre el altar, Alice observó, casi sin proponérselo, que llevaba puesto el anillo de Audric en el pulgar derecho.
«En su mano parece un error.»
Alice se sorprendió inmersa en un pasado que no recordaba. La piel de las tapas debía de estar seca y quebradiza al tacto, como las hojas muertas de un árbol otoñal, pero casi podía sentir entre sus dedos los lazos de cuero, suaves y flexibles, aunque seguramente estarían rígidos a causa de los muchos años en desuso. Era como si llevara el recuerdo escrito en sus huesos y en su sangre. Recordó cómo reverberaban las tapas, cómo cambiaban de color cuando les daba la luz.
Podía ver la imagen de un diminuto cáliz de oro, no más grande que una moneda de diez peniques, brillando como una joya sobre el pesado pergamino color crema, y, en las páginas siguientes, líneas de ornamentada escritura. Oía a Marie-Cécile recitando en dirección a la oscuridad, mientras veía al mismo tiempo, con los ojos de la mente, las letras rojas, azules y amarillas del Libro de las pociones.
Imágenes de figuras bidimensionales, de aves y otros animales, inundaron su mente. Recordó una hoja diferente de las demás: amarilla, traslúcida, más gruesa que las de pergamino; era de papiro, y aún se distinguía en ella la trama del tejido vegetal. Estaba cubierta con los mismos símbolos que los del comienzo del libro, sólo que ahí había minúsculos dibujos de plantas, números, pesos y medidas intercalados.
Estaba pensando en el segundo libro, el Libro de los números. En la primera página no había un cáliz, sino un dibujo del laberinto. Sin darse cuenta de lo que hacía, Alice miró una vez más la cámara a su alrededor, viendo esta vez el espacio con otros ojos, verificando inconscientemente su forma y proporciones.
Volvió a mirar el altar. Su recuerdo del tercer libro era el más nítido. En la primera página, dorado y resplandeciente, estaba el anj, el antiguo símbolo egipcio de la vida, que había vuelto a ser conocido en todo el mundo. Entre las tapas de madera forradas de cuero del Libro de las palabras, había páginas en blanco, como blancos guardianes rodeando el papiro oculto en el centro. Los jeroglíficos eran espesos e impenetrables: línea tras línea de signos densamente trazados cubrían toda la página. No había detalles de color, ni nada que indicara dónde terminaba una palabra y dónde empezaba la siguiente.
En su interior estaba oculto el conjuro.
Alice abrió los ojos y sintió que Audric la estaba mirando.
Hubo entre los dos un destello de entendimiento. Las palabras estaban volviendo a ella, deslizándose sigilosas desde los rincones más remotos de su mente. Se sintió momentáneamente transportada fuera de su ser y, por una fracción de segundo, contempló la escena desde arriba.
Ochocientos años antes, Alaïs había dicho esas palabras. Y Audric las había oído.
«La verdad nos hará libres.»
Nada había cambiado, pero de pronto Alice había dejado de temer.
Un ruido en el altar llamó su atención. La quietud se deshizo y el mundo presente volvió a irrumpir. Y, con él, el miedo.
Marie-Cécile levantó el cuenco de barro, lo bastante pequeño como para sostenerlo entre las dos manos. De detrás del cuenco, cogió un cuchillo pequeño de hoja roma y gastada, y levantó los largos brazos blancos por encima de la cabeza.
– ¡Entra! -gritó.
François-Baptiste salió de la oscuridad del túnel. Sus ojos barrieron el recinto como dos faros, pasando primero sobre Audric, después sobre Alice y deteniéndose por fin en Will. Alice vio la expresión de triunfo en la cara del muchacho y supo que François-Baptiste era quien le había infligido las heridas.
«Esta vez no dejaré que le hagas daño.»
Después, la mirada del joven siguió recorriendo la cámara. Hizo una breve pausa al ver los tres libros alineados sobre el altar (aunque Alice no hubiese podido decir si con sorpresa o con alivio) y finalmente fue a detenerse sobre el rostro de su madre.
Pese a la distancia, Alice sentía la tensión entre ellos.
El destello de una efímera sonrisa brilló en el rostro de Marie-Cécile cuando ésta bajó del altar, con el cuchillo y el cuenco en las manos. Su túnica reverberaba al resplandor de las velas, como tejida con luz de luna, mientras ella se desplazaba por la cámara. Alice percibía el rastro sutil de su perfume en el aire, una nota leve bajo el pesado olor del aceite que quemaba la lámpara.
François-Baptiste también empezó a moverse. Bajó los peldaños hasta situarse detrás de Will.
Marie-Cécile se detuvo también ante éste y le susurró algo en voz baja, que Alice no pudo oír. Aunque François-Baptiste no perdió la sonrisa, Alice advirtió su expresión de rabia cuando se inclinó hacia adelante, levantó las manos atadas de Will y puso ante Marie-Cécile uno de sus brazos.
Alice se encogió cuando Marie-Cécile practicó una incisión entre la muñeca y el codo de Will. El joven pareció sobresaltarse y sus ojos expresaron conmoción, pero no dejó escapar ni un sonido.
Marie-Cécile sostuvo el cuenco para recoger cinco gotas de sangre.
Repitió el proceso con Audric y después se detuvo delante de Alice. Ésta pudo ver la excitación en el rostro de Marie-Cécile, mientras recorría con la punta del acero la blanca cara interior de su antebrazo, siguiendo la línea de la vieja herida. Después, con la precisión de un cirujano empuñando un bisturí, insertó el cuchillo en la piel y hundió lentamente la punta, hasta que la cicatriz volvió a abrirse.
El dolor invadió a Alice sorpresivamente; no era una sensación aguda, sino un sufrimiento profundo. Al principio sintió calor, pero en seguida frío y entumecimiento. Se quedó mirando electrizada las gotas de sangre que caían, una a una, en la mezcla extrañamente pálida del cuenco.
Después terminó todo. François-Baptiste la soltó y siguió a su madre hasta el altar. Marie-Cécile repitió el procedimiento con su hijo y se situó entre el altar y el laberinto.
Colocó el cuenco en el centro y pasó el cuchillo por su propia piel, mirando cómo la sangre le resbalaba por el brazo.
«La mezcla de sangres.»
De pronto, Alice lo comprendió. El Grial pertenecía a todas las religiones y a ninguna. Era cristiano, judío, musulmán. Había cinco guardianes, elegidos por su carácter y sus actos, no por su cuna. Todos eran iguales.
Alice vio que Marie-Cécile se inclinaba hacia adelante y sacaba algo de entre las páginas de cada uno de los libros. Levantó el tercero de estos objetos. Era una hoja de papel. No, no era papel, sino papiro. Cuando Marie-Cécile sostuvo la hoja a contraluz, la trama del tejido vegetal quedó a la vista. El símbolo se veía claramente.
«El anj, el símbolo de la vida.»
Marie-Cécile se llevó el cuenco a la boca y bebió. Cuando lo hubo vaciado, volvió a depositarlo con las dos manos donde estaba y levantó la vista hacia la cámara, hasta encontrar la mirada de Audric. A Alice le pareció como si lo estuviera desafiando a que intentara detenerla.