Su declaración me desconcertó. No lo podía creer. Pensé que lo decía para consolarme, para que no siguiera yo tan enojado.
– ¿De veras, vive usted aquí por mí? -le pregunté finalmente sin poder contener mi curiosidad.
– Sí -me dijo en tono sereno-. Te tengo que preparar. Eres como yo. Voy a repetirte lo que te he dicho anteriormente: la búsqueda de cada nagual o líder de cada generación de chamanes, consiste en encontrar un nuevo hombre o mujer, que, como él mismo, revele una doble estructura energética: yo vi esa característica en ti cuando estábamos en la estación de autobuses de Nogales. Cuando veo tu energía, veo dos bolas luminosas superpuestas, una encima de la otra, y esa característica nos une. No te puedo rechazar y tú no puedes rechazarme.
Sus palabras me agitaron profundamente. Hacía un instante estaba enojado, y ahora quería llorar.
Continuó, diciendo que quería iniciarme, respaldado por la fuerza de la región donde vivía, un centro de fuertes reacciones y emociones, en algo que los chamanes llamaban el camino del guerrero. Gente de guerra había vivido allí durante miles de años, impregnando el territorio con su preocupación por la guerra.
Don Juan vivía en aquel tiempo en el estado de Sonora, al norte de México, a unos ciento veinte kilómetros de la ciudad de Guaymas. Yo siempre lo visitaba allí bajo los auspicios de llevar a cabo mi trabajo de campo.
– ¿Necesito entrar en estado de guerra, don Juan? -le pregunté, sinceramente preocupado, luego de oírle decir que el preocuparme por la guerra era algo que yo necesitaría algún día. Ya había aprendido a tomar todo lo que me decía con la mayor seriedad.
– Puedes apostar lo que quieras -me contestó con una sonrisa-. Cuando hayas absorbido todo lo que hay aquí, me iré.
No tenía base para dudar de lo que me decía, pero no podía concebir que don Juan viviera en ninguna otra parte. Formaba un conjunto total con todo lo que lo rodeaba. Su casa, sin embargo, sí parecía ser provisional. Era una choza típica de los granjeros yaquis, construida de adobe, de techo plano de paja; consistía de una habitación grande que servía para comer y dormir, y de una cocina sin techo.
– Es muy difícil tratar con gente gorda -dijo.
Parecía ser una frase incongruente, pero no lo era. Don Juan estaba simplemente volviendo al tema que había introducido antes de que yo lo interrumpiera con el golpe de mi espalda contra la casa.
– Hace un momento, golpeaste mi casa como una de esas bolas de demolición -me dijo sacudiendo la cabeza de lado a lado-. ¡Qué impacto! Un impacto digno de un hombre robusto.
Tenía la inquietud de que me hablaba como alguien que ya no quiere lidiar con uno. Inmediatamente me puse a la defensiva. Me escuchó, con una sonrisita, mientras yo daba frenéticas explicaciones diciendo que mi peso era normal para mi estructura ósea.
– Claro -concedió en tono de broma-. Tienes huesos grandes. Seguramente te podrías echar otros veinte kilos fácilmente y nadie, te aseguro, nadie lo notaría. Yo no lo notaría.
Su sonrisa burlona me indicaba que definitivamente yo estaba rechoncho. Me preguntó entonces sobre mi salud en general y yo seguí hablando desesperadamente para desviar otros comentarios sobre mi peso. Él mismo cambió de tema.
– ¿Cómo van tus excentricidades y aberraciones? -me preguntó con cara impávida.
Como idiota, le respondí que marchaban bien. «Excentricidades y aberraciones» era el nombre que él le había dado a mi afán de coleccionista. En aquel momento, había vuelto con nuevo fervor a hacer algo que había disfrutado toda mi vida: coleccionar lo que fuera. Coleccionaba revistas, timbres, discos, parafernales de la Segun da Guerra Mundial como dagas, yelmos, banderas, etc.
– Lo único que le puedo contar de mis aberraciones, don Juan, es que estoy tratando de vender mis colecciones -dije con aire de un mártir a quien obligan a hacer algo odioso.
– Ser coleccionista no es tan malo -dijo como si verdaderamente lo creyera-. El quid del asunto no es que sea coleccionista, sino lo que uno colecciona. Tú eres coleccionista de porquerías, de cosas sin valor que te aprisionan como lo hace tu perro. No puedes irte cuando quieras si tienes que andar cuidando a tu mascota, o si tienes que preocuparte por lo que va a pasar con tus colecciones si no estás allí para cuidarlas.
– Pero, créamelo, sí ando buscando quien las compre -protesté.
– No, no; no pienses que te estoy acusando -me contestó-. Incluso, me gusta tu espíritu de coleccionista. Lo que no me gusta son tus colecciones, eso es todo. Me gustaría, sin embargo, utilizar tu ojo de coleccionista. Quisiera proponerte que hagas una colección que valga la pena.
Don Juan hizo una breve pausa. Parecía que buscaba la palabra adecuada; o era quizás una vacilación dramática, bien calculada. Me clavó con una mirada profunda y penetrante.
– Cada guerrero, obligatoriamente, colecciona material para un álbum especial -siguió don Juan-, un álbum que revela la personalidad del guerrero, un álbum que es testigo de las circunstancias de su vida.
– ¿Por qué le llama a esto una colección, don Juan? -le pregunté en tono alterado-. ¿O incluso, un álbum?
– Porque es ambas cosas -me respondió-. Pero sobre todo, es como un álbum de retratos hechos de recuerdos, retratos que surgen al recordar sucesos memorables.
– ¿Son esos sucesos memorables dignos del recuerdo de alguna manera especial?
– Son memorables porque tienen un significado especial en la vida de uno -dijo-. Lo que te propongo es que hagas tu álbum, incluyendo en él un recuento completo de los sucesos que han tenido un significado profundo para ti.
– Cada suceso de mi vida ha tenido un significado profundo para mí, don Juan -dije agresivamente, y al instante sentí el impacto de mi propia pomposidad.
– No es cierto -me dijo sonriendo, aparentemente gozando inmensamente mi reacción-. Todo suceso en tu vida no ha tenido un significado profundo. Hay unos cuantos, sin embargo, que considero capaces de haber cambiado algo para ti, de haberte iluminado el camino. Por lo general, los sucesos que cambian nuestro curso son asuntos impersonales, y a la vez extremadamente personales.
– No quiero ser necio, don Juan, pero créame, todo lo que me ha sucedido cabe en esa definición -dije, sabiendo muy bien que mentía.
En seguida, después de haber pronunciado esa frase, quise disculparme, pero don Juan no me prestó atención. Era como si yo no hubiera dicho nada.
– No pienses en este álbum en términos de banalidades, o en términos de un refrito trivial de las experiencias de tu vida -me dijo.
Respiré profundamente, cerré los ojos e intenté calmar mi mente. Me estaba hablando frenéticamente a mí mismo acerca de mi dilema: en verdad, no me gustaba nada visitar a don Juan. Ante su presencia me sentía amenazado. Me atacaba verbalmente y no dejaba lugar para demostrarle lo que yo valía. Detestaba sentirme humillado cada vez que abría la boca; detestaba pasar por imbécil.
Pero había otra voz dentro de mí, una voz que me llegaba desde una mayor profundidad, más distante, más débil. En medio de los ataques de diálogo familiar, me oí decir que era demasiado tarde para regresar. Pero no era en verdad mi voz o mis pensamientos lo que experimentaba; era, mejor dicho, como una voz desconocida que decía que me había metido ya muy profundamente en el mundo de don Juan y que lo necesitaba más que el aire mismo.
– Di lo que quieras -parecía decir-, pero si no fueras el egomaniático que eres, no estarías tan avergonzado.
– Ésa es la voz de tu otra mente -dijo don Juan, como si estuviera escuchando o leyéndome los pensamientos.
Mi cuerpo dio un salto involuntario. Mi susto fue tan intenso que me vinieron lágrimas a los ojos. Le confesé a don Juan la confusión de mi estado.
– Tu conflicto es muy natural -dijo-. Y créeme. No lo exacerbo tanto. No soy así. Tengo algunas historias que contarte de lo que mi maestro, el nagual Julián, me hacía. Lo detestaba desde el fondo de mi ser. Yo era muy joven, y veía cómo lo adoraban las mujeres, se le entregaban como nada, y cuando yo quería saludarlas se volvían hacia mí como leonas, listas para arrancarme la cabeza. Me odiaban y lo amaban. ¿Cómo crees que me sentía?