Su último intento desesperado de llegar a Nueva York por avión, fue aún más dramático, porque sus amigos le prestaron el dinero para el boleto. Dijo que de este modo, como no tenía la menor intención de devolverles el préstamo, se estaba asegurando de que no regresaría. Metí sus maletas en la cajuela de mi coche y salimos para el aeropuerto de Burbank. Comentó que el avión no salía hasta las siete. Era temprano por la tarde y teníamos tiempo suficiente para meternos a un cine. Además, él quería darle un último vistazo a Hollywood Boulevard, el centro de nuestras vidas y actividades.
Fuimos a ver una película épica en technicolor y cinerama. Era una de esas películas insoportables y largas que parecía atraer toda la atención de Rodrigo. Cuando salimos del cine, ya estaba oscureciendo. Me fui a toda velocidad a Burbank en medio de un tránsito pesadísimo. Me exigió que tomáramos las calles en vez de la autopista, que a esas horas estaba congestionada. El avión despegó al llegar nosotros al aeropuerto. Fue la última gota. Sumiso y derrotado, Rodrigo fue a la caja y presentó su boleto para que se lo rembolsaran. La cajera escribió su nombre, le dio un recibo y le dijo que el dinero le llegaría dentro de seis a doce semanas desde Tennessee, donde se encontraban las oficinas de contaduría de la aerolínea.
Regresamos al edificio donde los dos vivíamos. Como no se había despedido de nadie esta vez, por temor a la vergüenza, nadie ni siquiera se había dado cuenta de que había intentado irse una vez más. El único inconveniente era que había vendido su coche. Me pidió que lo llevara a la casa de sus padres, porque su papá iba a darle el dinero que había gastado en su boleto. Su padre siempre había sido, durante todo el tiempo que yo lo había conocido, el hombre que sacaba de apuros a Rodrigo en cada situación problemática que se metía. El eslogan del padre era: «¡No temas, Rodrigo padre te espera!» Después de oír la petición de Rodrigo de un préstamo para pagar su otro préstamo, el padre miró a mi amigo con la expresión más triste que jamás había visto yo. Él mismo estaba con terribles problemas económicos.
Abrazándolo, le dijo: «No puedo ayudarte esta vez, muchacho. Ahora sí tienes que temer, porque Rodrigo padre ya se fue”.
Quise desesperadamente sentirme uno con mi amigo, sentir su drama como siempre lo había hecho, pero no pude. Sólo me enfoqué en la declaración del padre. Parecía de una finalidad que me galvanizó.
Busqué ávidamente la compañía de don Juan. Dejé todo pendiente en Los Ángeles para hacer el viaje a Sonora. Le conté del humor extraño en que me encontraba con mis amigos. Llorando de remordimiento, le dije que había empezado a juzgarlos.
– No te aloques por nada -me dijo don Juan calmadamente-. Ya sabes que una era entera de tu vida está por terminar, pero la era no termina hasta que muera el rey.
– ¿Qué quiere decir con eso, don Juan?
– Tú eres el rey y tú eres exactamente como tus amigos. Ésa es la verdad que te tiene sacudiéndote en tus pantalones. Una cosa que puedes hacer es aceptar las cosas como son, que claro, no lo puedes hacer. La otra, es decir: «Yo no soy así, yo no soy así», y repetir que tú no eres así. Pero te prometo que va a llegar el momento en que te vas a dar cuenta de que sí eres así.
LA CITA INEVITABLE
Había algo que me molestaba en lo más recóndito del pensamiento: tenía que contestar una carta importantísima que me había llegado y tenía que hacerlo a toda costa. Lo que me frenaba era una mezcla de indolencia y un deseo profundo de complacer. Mi amigo antropólogo, el responsable de que conociera a don Juan Matus, me había escrito una carta hacía dos meses. Quería saber cómo me iba en mis estudios antropológicos, y me animaba a que lo visitara. Compuse tres largas cartas. Al volver a leer cada una las rompí, pues me parecieron obsequiosas y triviales. No podía expresar en ellas la profundidad de mi agradecimiento, la profundidad del sentimiento que tenía para él. Racionalicé mi tardanza en contestar con la resolución genuina de ir a verlo y decirle personalmente lo que estaba haciendo con don Juan Matus, pero seguí atrasando mi inminente viaje porque no estaba seguro de qué estaba haciendo con don Juan. Quería mostrarle algún día a mi amigo verdaderos resultados. Tal como iban las cosas, tenía apenas vagos bosquejos de posibilidades, que a sus ojos exigentes no hubieran podido considerarse de todas maneras trabajo de campo antropológico.
Un día me enteré de que había muerto. Su muerte me trajo uno de esas peligrosas depresiones silenciosas. No había manera de expresar lo que sentía porque lo que sentía no estaba del todo formulado en mi mente. Era una mezcla de abatimiento, desaliento y odio por mí mismo por no haberle contestado la carta, por no haberlo visitado.
Al poco tiempo de lo sucedido, le hice una visita a don Juan. Al llegar a su casa, me senté sobre una de las cajas bajo su ramada, buscando palabras que no sonaran banales para expresar mi sentimiento de abatimiento por la muerte de mi amigo. Por razones incomprensibles para mí, don Juan sabía el origen de mi confusión y la velada razón de mi visita.
– Sí -dijo don Juan secamente-. Sé que tu amigo, el antropólogo que te sirvió de guía para que me conocieras, ha muerto. Por la razón que fuera, supe exactamente el momento en que murió. Lo vi.
Sus declaraciones me sacudieron hasta los cimientos.
– Lo veía venir desde hacía mucho tiempo. Hasta te lo dije. Pero tú no prestaste atención. Estoy seguro de que ni siquiera te acuerdas.
Me acordaba de cada palabra que me había dicho, pero no tenía ninguna importancia para mí en el momento en que las había dicho. Don Juan había declarado que un suceso profundamente relacionado con nuestro encuentro, pero que no formaba parte de ello, era el hecho de que había visto a mi amigo antropólogo moribundo.
– Vi la muerte como fuerza externa ya abriendo a tu amigo -me había dicho-. Cada uno de nosotros tiene una apertura energética, una grieta energética debajo del ombligo. Esa grieta que los chamanes llaman el boquete, está cerrada cuando un hombre está en perfecto estado.
Dijo que normalmente, lo único discernible al ojo del chamán es un descolorido tenue en el brillo blancuzco de la esfera luminosa. Pero cuando un hombre está por morirse, el boquete está totalmente abierto.
– ¿Qué significa todo esto, don Juan? -le había preguntado mecánicamente.
– La significancia es mortal -había contestado-. El espíritu me estaba dando un augurio de que algo llegaba a su fin. Pensé que era mi vida la que llegaba a su fin y lo acepté tan elegantemente como pude. Me di cuenta, mucho, mucho más tarde, que no era mi vida la que terminaba, sino mi linaje entero.
No sabía de lo que hablaba. ¿Pero cómo hubiera podido tomarlo en serio? En cuanto a mí, en el momento en que lo dijo era, como todo lo demás en mi vida, pura palabrería.
– Tu amigo mismo te dijo, en cierto modo, que se estaba muriendo -dijo don Juan-. Tú reconociste lo que te dijo lo mismo que reconociste lo que te decía yo, pero en ambos casos, elegiste pasarlo por alto.
No podía hacer ningún comentario. Estaba agobiado por lo que me decía. Quería hundirme en la caja donde estaba sentado, desaparecer, que me tragara la tierra.
– No es tu culpa que pases ciertas cosas por alto -siguió-. Es la juventud. Tienes tanto que hacer, tanta gente a tus alrededores. No estás alerta. De todos modos, nunca has aprendido a estar alerta.
En la vena de defender el último baluarte de mi ser, mi idea de que sí era vigilante, le hice notar a don Juan que había estado en situaciones de vida o muerte en que se requerían mi ingenio y vigilancia. No es que no tuviera la capacidad de ser vigilante, sino que me faltaba la orientación para crear la lista apropiada de prioridades; en consecuencia, todo me era o importante o no importante.