– Estar alerta no significa ser vigilante -dijo don Juan-. Para los chamanes, el estar alerta es estar consciente de la tela del mundo cotidiano que parece extraña a la interacción del momento. En el viaje que hiciste con tu amigo antes de conocerme, te fijaste solamente en los detalles que eran obvios. No te fijaste cómo su muerte lo absorbía, y a la vez, algo en ti lo sabía.
Empecé a protestar, a decirle que eso no era verdad.
– No te escondas detrás de banalidades -dijo en tono acusador-. Levántate. Aunque sea sólo durante el momento en que estás conmigo, asume responsabilidad por lo que sabes. No te pierdas en la tela externa del mundo que te rodea, extraño a lo que pasa. Si no hubieras andado tan preocupado contigo y tus problemas, hubieras sabido que era su último viaje. Hubieras notado que estaba cerrando sus cuentas, viendo a la gente que lo había ayudado, despidiéndose de ellos.
»Tu amigo antropólogo me habló una vez -siguió don Juan-. Lo recordaba tan claramente que no me sorprendió para nada cuando te trajo a mí en la estación de autobuses. No pude ayudarlo cuando me habló. No era el hombre que buscaba. Pero le deseé lo mejor desde mi vacío de chamán, desde mi silencio de chamán. Por esa razón, supe que en ese último viaje estaba expresando su agradecimiento a todos aquellos que habían tenido relevancia en su vida.
Le admití a don Juan que tenía toda la razón, que habían tantos detalles de que estaba consciente, pero que no tenían ningún significado para mí en aquel momento, como por ejemplo el éxtasis de mi amigo en contemplar el paisaje alrededor de nosotros. Detenía el coche para contemplar durante horas las montañas a la distancia, o el cauce del río, o el desierto. Descarté esto como la sentimentalidad idiota de un hombre de mediana edad. Hasta le hice vagas insinuaciones de que bebía demasiado. Me dijo que en casos extremos una copa le permitía a un hombre un momento de paz y de desapego, un momento para saborear algo irrepetible.
– Era, de hecho, un viaje para sus ojos solamente -dijo don Juan-. Los chamanes hacen tales viajes, y en ellos nada importa, excepto lo que puedan absorber sus ojos. Tu amigo estaba desprendiéndose de todo lo superfluo.
Le confesé a don Juan que había pasado por alto lo que me había dicho de mi amigo moribundo, porque a un nivel desconocido había sabido que era verdad.
– Los chamanes nunca dicen las cosas por decirlas -dijo-. Tengo muchísimo cuidado de lo que te digo a ti o a cualquier otra persona. La diferencia entre tú y yo, es que yo no tengo nada de tiempo, y me comporto conforme a eso. Tú, por otro lado, crees que tienes todo el tiempo del mundo y también te comportas conforme a eso. El resultado final de nuestras dos formas de comportamiento es que yo mido todo lo que digo y hago, y tú no.
Tuve que admitir que tenía razón, pero le aseguré que lo que me decía no me aliviaba mi confusión o mi tristeza. Solté entonces, sin dominio alguno, cada matiz de mis confusos sentimientos. Le dije que no venía en busca de consejos. Quería que me recetara una manera chamanística para terminar con mi angustia. Creí estar verdaderamente interesado en obtener de él algún relajante natural, un Valium orgánico, y se lo dije. Don Juan movió la cabeza, desconcertado.
– Eres demasiado -dijo-. En seguida me vas a pedir un medicamento chamanístico para quitarte todo lo que molesta, sin esfuerzo ninguno por tu parte; sólo el esfuerzo de tragar lo que se te dé. Entre peor el sabor, mejor el resultado. Ése es tu lema, el del hombre occidental. Quieres resultados: una pócima y te curas.
»Los chamanes se enfrentan a las cosas de manera distinta -continuó don Juan-. Como no tienen tiempo que perder, se entregan totalmente a lo que está enfrente de ellos. Tu confusión es el resultado de tu falta de sobriedad. No tuviste la sobriedad de agradecerle debidamente a tu amigo. Eso nos pasa a todos. Nunca expresamos lo que sentimos, y cuando queremos hacerlo es demasiado tarde porque se nos ha acabado el tiempo. No es sólo a tu amigo al que se le acabó el tiempo. A ti también se te acabó. Le deberías haber dado las gracias profusamente en Arizona. El se tomó la molestia de llevarte a todas partes, y lo comprendas o no, en la estación de autobuses te dio lo mejor que tenía. Pero en el momento en que deberías haberle dado las gracias, estabas enojado con él, lo estabas juzgando, se había portado mal contigo, lo que fuera. Y entonces aplazaste verlo. En realidad, lo que aplazaste fue el darle las gracias. Ahora estás atorado con un fantasma en la cola. Nunca vas a poder pagarle lo que le debes.
Comprendí la inmensidad de lo que me decía. Nunca me había enfrentado a mis acciones de tal manera. De hecho, jamás le había dado las gracias a nadie, nunca. Don Juan metió su dardo aún más adentro.
– Tu amigo sabía que se moría -dijo-. Te escribió una última carta para saber qué hacías. Quizás, sin que lo supiera él o tú, fuiste su último pensamiento.
El peso de las palabras de don Juan fue demasiado para mis hombros. Me derrumbé. Sentía que necesitaba acostarme. Me daba vueltas la cabeza. Quizás era el ambiente. Había cometido el terrible error de llegar a la casa de don Juan ya entrada la tarde. El poniente parecía asombrosamente dorado, y los reflejos en las montañas peladas al este de la casa de don Juan eran de oro y púrpura. En el cielo no había ni pizca de nube. Nada parecía moverse. Era como si el mundo entero estuviera escondiéndose, pero su presencia era abrumadora. La quietud del desierto de Sonora era como una daga. Me penetró hasta la médula. Quería irme, subir a mi coche y fugarme. Quería estar en la ciudad, perderme en su ruido.
– Estás saboreando algo del infinito -dijo don Juan en un tono de grave finalidad-. Lo sé porque he estado en tu lugar. Quieres irte, meterte en algo humano, cálido, contradictorio, estúpido, no importa. Quieres olvidar la muerte de tu amigo. Pero el infinito no te dejará. -Su voz se suavizó-. Te tiene metidas las garras despiadadamente.
– ¿Qué puedo hacer ahora, don Juan? -le pregunté.
– Lo único que puedes hacer es guardar fresca la memoria de tu amigo, mantenerla viva por el resto de tu vida y, quizás, más allá. Los chamanes expresan de esa manera el agradecimiento al que ya no pueden dar voz. Puedes creer que es una tontería, pero es lo mejor que los chamanes pueden hacer.
Era indudablemente mi propia tristeza, la que me hizo creer que el exuberante don Juan estaba tan triste como yo. En seguida abandoné la idea. No podría haber sido posible.
– La tristeza para los chamanes no es personal -dijo don Juan, de nuevo entrando en mis pensamientos-. No es en realidad tristeza. Es una ola de energía que llega desde lo profundo del cosmos y golpea a los chamanes cuando están receptivos, cuando son como radios, capaces de atraer las ondas.
»Los chamanes de tiempos antiguos, los que nos dieron el formato entero del chamanismo, creían que hay tristeza en el universo, como una fuerza, una condición como la luz, como el intento, y que esa fuerza perenne actúa, sobre todo en los chamanes porque ya no tienen escudos de defensa. Ya no pueden esconderse detrás de sus amigos o de sus estudios. Ya no pueden esconderse detrás del amor o del odio, o la felicidad, o la desgracia. No pueden esconderse detrás de nada.
»La condición de los chamanes -siguió don Juan-, es que la tristeza para ellos es abstracta. No viene de codiciar o de necesitar algo o de la importancia personal. No viene del yo. Viene del infinito. La tristeza que sientes por no haberle dado las gracias a tu amigo ya tiende hacia esa dirección.
»Mi maestro, el nagual Julián -siguió-, era un actor fabuloso. Había trabajado profesionalmente en el teatro. Tenía un cuento predilecto que le gustaba contar en sus sesiones de teatro. Me empujaba a estados de terrible angustia con él. Decía que era un cuento para aquellos guerreros que lo tenían todo, y que sin embargo sentían el dardo de la tristeza universal. Yo siempre creía que me lo estaba contando a mí, personalmente.