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– ¿Qué quiere decir con eso, don Juan? -le pregunté, atrapado por su intrigante razonamiento.

– Tu punto de ruptura -dijo-, es descontinuar tu vida tal como la conoces. Has hecho todo lo que te he dicho, acertada y obedientemente. Si tienes talento, nunca lo demuestras. Ése parece ser tu estilo. No eres lento, pero te comportas como si lo fueras. Estás muy seguro de ti mismo, pero te comportas como si fueras inseguro. No eres tímido y sin embargo, te comportas como si le tuvieras miedo a la gente. Todo apunta a un solo lugar: tu necesidad de romper con todo eso, despiadadamente.

– Pero, ¿cómo, don Juan? ¿Qué propone usted? -pregunté genuinamente frenético.

– Creo que todo se reduce a un acto -dijo-. Tienes que dejar a tus amigos. Tienes que despedirte de ellos para siempre. No es posible que continúes en el camino del guerrero, cargando contigo tu historia personal, y a menos que descontinúes tu manera de vida, no voy a poder seguir con mi instrucción.

– Momento, momento, momento, don Juan -dije-. Tengo que frenarlo. Me pide usted que haga algo demasiado difícil. Para serle muy sincero, no creo que pueda hacerlo. Mis amigos son mi familia, mis puntos de referencia.

– Precisamente, precisamente -comentó-. Son tus puntos de referencia. Por consecuencia, tienen que irse. Los chamanes tienen un solo punto de referencia; el infinito.

– ¿Pero cómo quiere que proceda, don Juan? -pregunté en voz plañidera. Su petición me estaba volviendo loco.

– Simplemente tienes que marcharte-dijo, como si nada-. Márchate de la manera que puedas.

– Pero, ¿adónde me voy? -pregunté.

– Mi recomendación es que alquiles una habitación en uno de esos hoteles baratos que conoces -dijo-. Cuanto más feo el lugar, mejor. Si tiene alfombras pardas verduscas con cortinas del mismo color, y paredes de un verde pardo tanto mejor: un hotel comparable al que te mostré aquella vez en Los Ángeles.

Me reí nerviosamente al recordar la vez que iba en coche con don Juan por el barrio industrial de Los Ángeles, donde sólo había bodegas y hoteles desvencijados para transeúntes. Uno sobre todo atrajo la atención de don Juan por su nombre rimbombante, «Eduardo Séptimo». Nos detuvimos en frente para verlo un momento.

– Ese hotel -dijo don Juan, señalándolo con el dedo-, es para mí la verdadera representación de la vida en esta tierra para la persona común y corriente. Si tienes suerte o eres despiadado, conseguirás un cuarto con vista a la calle, donde podrás ver este desfile interminable de la miseria humana. Si no tienes tanta suerte o no eres tan despiadado, tendrás un cuarto adentro, con ventanas que dan a la muralla del edificio contiguo. Piensa en pasar toda una vida entre esas dos vistas, envidiando la vista a la calle si estás adentro, y envidiando la vista a la muralla si estás afuera, cansado de mirar la calle.

La metáfora de don Juan me molestó terriblemente, porque la comprendía perfectamente.

Ahora, enfrentando la posibilidad de tener que alquilar un cuarto en un hotel comparable al «Eduardo Séptimo», no sabía qué decir o por dónde continuar.

– ¿Qué quiere que haga allí, don Juan?-pregunté.

– Un chamán utiliza un lugar de ésos para morir -me dijo, mirándome sin pestañear.

»Nunca has estado solo en tu vida. Éste es el momento de hacerlo. Te quedarás en ese cuarto hasta que te mueras.

Su petición me asustó, pero a la vez me hizo reír.

– No es que lo vaya a hacer, don Juan -dijo-, pero ¿cuál sería el criterio para saber que estoy muerto (a menos que quiera que me muera físicamente)?

– No -dijo-, no quiero que tu cuerpo muera físicamente. Quiero que muera tu persona. Son dos asuntos muy distintos. En esencia, tu persona tiene muy poco que ver con tu cuerpo. Tu persona es tu mente, y créeme, tu mente no es tuya.

– ¿Qué tontería es esta, don Juan, de que mi mente no es mía? -oí que decía con un gangueo nervioso en la voz.

– Algún día te lo diré -dijo-, pero no mientras estés protegido por tus amigos.

– El criterio que indica que un chamán ha muerto -siguió- es cuando no le importa si tiene compañía o si está solo. El día que ya no busques la compañía de tus amigos que usas como escudo, ése es el día en que tu persona ha muerto. ¿Qué dices? ¿Juegas o no juegas?

– No puedo hacerlo, don Juan -dije-. Es inútil que le mienta. No puedo dejar a mis amigos.

– Está bien, no te preocupes -dijo sin perturbarse. Mi declaración parecía no haberle afectado en lo mínimo-. Ya no podré hablarte, pero no podemos negar que durante nuestro tiempo juntos has aprendido muchísimo. Has aprendido cosas que te van a fortalecer, no importa si regresas o si te vas para siempre.

Me dio una palmadita en la espalda y se despidió. Dio la vuelta y simplemente desapareció entre la gente de la plaza como si se hubiera convertido en uno con ellos. Por un instante tuve la extraña sensación de que la gente de la plaza era como un telón que él había abierto para desaparecer detrás. El final había llegado como todo lo demás en el mundo de don Juan: imprevisible y velozmente. De pronto estaba sobre mí, yo estaba en medio de él, y ni siquiera sabía cómo había llegado allí.

Debería haber estado deshecho. Pero no. No sé por qué, pero estaba feliz. Me maravillé de la facilidad con que todo había terminado. Don Juan era en verdad un ser elegante. No hubo enojos ni reproches ni nada por el estilo. Me subí a mi coche y conduje, más alegre que unas pascuas. Estaba exuberante. Qué extraordinario que todo terminó tan velozmente, pensé, sin angustias.

Mi viaje de regreso fue sin novedad. En Los Ángeles, ya en mi ambiente familiar, me fijé en que había derivado una enorme cantidad de energía de mi último encuentro con don Juan. Estaba muy contento, muy relajado, y retomé lo que consideraba mi vida normal con mayor ánimo. Todas mis tribulaciones con mis amigos y mis comprensiones acerca de ellos, todo lo que le había dicho a don Juan con referencia a esto, había sido olvidado por completo. Era como si algo hubiera borrado todo eso de mi mente. Me maravillé unas cuantas veces de la facilidad con que había olvidado algo tan significativo, y de haberlo olvidado tan completamente.

Todo era como se esperaba. Había un sola inconsistencia en lo que era por lo demás un ordenado paradigma de mi nueva vieja vida: recordaba claramente que don Juan me había dicho que mi partida del mundo de los chamanes era puramente académica y que regresaría. Había recordado y había escrito cada palabra de ese intercambio. Según mi razonamiento y memoria lineal normal, don Juan nunca había hecho esa declaración.

¿Cómo era posible que recordara algo que nunca había sucedido? Cavilé inútilmente. Mi seudo-recuerdo era lo suficientemente extraño como para moverme a hacer algo, pero luego decidí que no tenía caso. En lo que a mí concernía, estaba fuera del ambiente de don Juan.

Siguiendo las sugerencias de don Juan en relación a mi comportamiento con aquellos que me habían hecho favores, había llegado a una decisión de proporciones gigantescas para mí: la de honrar y dar gracias a mis amigos antes de que fuera demasiado tarde. Un caso era el de mi amigo Rodrigo Cummings. Un acontecimiento con mi amigo Rodrigo, sin embargo, tumbó mi nuevo paradigma, conduciéndolo a su destrucción total.

Mi actitud hacia él sufrió un cambio radical al vencer mi competitividad con él. Encontré que era lo más fácil del mundo proyectarme cien por ciento en lo que hiciera Rodrigo. De hecho, yo era exactamente como él, pero no lo supe hasta que dejé de hacerle competencia. Fue cuando surgió la verdad con una intensidad horrenda. Uno de los mayores deseos de Rodrigo era terminar la carrera universitaria. Cada semestre, se inscribía y tomaba cuantos cursos podía. Luego, al progresar el semestre los iba dejando. A veces dejaba por completo la universidad. En otras ocasiones, seguía en un solo curso de tres unidades hasta el final.