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Durante su último semestre, se mantuvo en un curso de sociología porque le gustaba. Se acercaba el examen final. Me dijo que tenía tres semanas para estudiar, para leer el texto del curso. Pensaba que era una cantidad de tiempo exorbitante para leer solamente seiscientas páginas. Se consideraba un lector veloz, con un alto nivel de retención; a su parecer, tenía una memoria fotográfica de casi cien por ciento.

Pensaba que tenía muchísimo tiempo antes del examen, así es que me pidió que le ayudara a arreglar su coche que usaba para su trabajo de entregar periódicos. Quería quitarle la puerta de la derecha para poder tirar el periódico directamente sin hacer la maniobra de tirarlo sobre el techo desde la ventanilla izquierda. Le hice notar que era zurdo, y me respondió que entre sus muchas dotes, de las cuales sus amigos no se daban cuenta, estaba la de ser ambidiestro. Tenía razón; nunca lo había yo notado. Después de que lo ayudé a quitar la puerta, decidió quitarle el forro al techo, ya que estaba muy roto. Dijo que su coche estaba en óptimas condiciones mecánicas y que lo llevaría a Tijuana, México (que como buen Angelino de aquel tiempo llamaba TJ), para que le volvieran a poner el forro por unos cuantos pesos.

– Podríamos disfrutar un buen viaje -dijo con gusto. Hasta eligió los amigos que iban a acompañarlo-. En TJ, ya sé que vas a andar buscando libros de segunda porque eres un culo. Los demás vamos a ir a un burdel. Conozco unos cuantos.

Nos tomó una semana para quitar el forro y lijar la superficie de metal para prepararla para el nuevo forro. A Rodrigo le quedaban dos semanas más para estudiar, y todavía lo consideraba demasiado tiempo. Me involucró en ayudarle a pintar su apartamento y barnizar los pisos. Nos tomó más de una semana para pintarlo y lijar los pisos de madera. No quería cubrir el papel tapiz con pintura en una habitación. Tuvimos que alquilar una máquina de vapor para quitar el papel tapiz. Claro que ni Rodrigo ni yo sabíamos cómo usar la máquina, así es que terminamos haciendo una macana de trabajo. Terminamos usando Topping, una mezcla finísima de yeso y otros materiales que le dan una superficie plana a una pared.

Después de todas estas faenas, Rodrigo tenía solamente dos días para empollar seiscientas páginas en su cabeza. Se metió en un maratón de lectura de día y noche, con la ayuda de anfetaminas. Rodrigo sí fue a la universidad el día del examen y sí se sentó en su pupitre y sí recibió la hoja para el examen de respuestas múltiples.

Lo que no hizo fue mantenerse despierto para tomar el examen. Su cuerpo cayó hacia delante y se dio contra la tapa del pupitre con la cabeza, con un fuerte golpe. Se tuvo que suspender el examen durante un rato. El maestro de sociología se puso histérico como también los alumnos que rodeaban a Rodrigo. Tenía el cuerpo tieso y helado. La clase entera sospechaba lo peor; creían que se había muerto de un ataque cardíaco. Vinieron los paramédicos a llevárselo. Después de un examen preliminar, declararon que Rodrigo estaba profundamente dormido y se lo llevaron al hospital para que se le pasaran los efectos de las anfetaminas.

Mi proyección dentro de Rodrigo Cummings fue tan total que me espantó. Yo era exactamente igual. La semejanza se volvió insostenible para mí. En un acto que yo consideré como total, nihilista y suicida, me alquilé un cuarto en un hotel desvencijado en Hollywood.

Las alfombras era verdes y tenían horrendas quemaduras de cigarros que evidentemente se habían apagado antes de volverse incendios. Tenía cortinas verdes y pardas paredes verdes. La luz intermitente del anuncio del hotel brillaba toda la noche por la ventana.

Terminé haciendo exactamente lo que me había pedido don Juan, pero de manera indirecta. No lo hice por cumplir con los requisitos de don Juan o con la intención de hacer las paces. Sí me quedé en ese cuarto de hotel durante meses, hasta que mi persona, como don Juan me había propuesto, murió, hasta que no me importaba si estaba solo o acompañado.

Después de dejar el hotel me fui a vivir solo, más cerca a la universidad. Continué con mis estudios antropológicos, los que nunca había interrumpido, y empecé un negocio muy provechoso con una socia. Todo estaba en orden hasta un día cuando me llegó la realización de que iba a pasar el resto de mi vida preocupado por mi negocio, o preocupado por la fantasmagórica opción entre ser académico o negociante, o preocupado por las excentricidades y andanzas de mi socia; y esa realización fue como una patada a la cabeza. Una verdadera desesperación atravesó las profundidades de mi ser. Por primera vez en mi vida, a pesar de lo que había hecho y visto, no tenía salida. Estaba totalmente perdido. Empecé seriamente a jugar con la idea de buscar la forma menos dolorosa y más pragmática para acabar conmigo mismo.

Una mañana, unos golpes fuertes e insistentes a la puerta me despertaron. Creí que era la propietaria, y estaba seguro de que si no contestaba entraría con la llave maestra. Abrí la puerta y ¡allí estaba don Juan! Me sorprendí tanto que me quedé yerto. Tartamudeé, balbuceé sin poder decir palabra. Quería besarle la mano, ponerme de rodillas delante de él. Don Juan entró y se sentó con gran soltura a la orilla de mi cama.

– Hice el viaje a Los Ángeles -dijo- sólo para verte.

Quise llevarlo a desayunar, pero me dijo que tenía otras cosas que atender y que tenía no más que un minuto para hablar conmigo. Rápidamente le conté de mi experiencia en el hotel. Su presencia me había creado tal estado de caos que ni me dio por preguntarle cómo había dado con mi lugar. Le dije a don Juan cuán intensamente había lamentado lo que le había dicho en Hermosillo.

– No tienes que disculparte -me aseguró-. Cada uno de nosotros hacemos lo mismo. Una vez, salí corriendo del mundo de los chamanes y llegué al punto de morirme antes de darme cuenta de mi estupidez. Lo importante es llegar al punto de ruptura, de la manera que sea, y es exactamente lo que has hecho. El silencio interno se está volviendo real para ti. Es por esa razón que estoy aquí delante de ti hablándote. ¿Comprendes lo que te estoy diciendo?

Creí que comprendía lo que quería decirme. Pensé que él había intuido o leído, como leía cosas en el aire, que estaba yo en las últimas y que había venido a rescatarme.

– No tienes tiempo que perder -me dijo-. Tienes que disolver tu negocio dentro de una hora, porque una hora es todo lo que puedo esperar; no porque no quiera esperar, sino porque el infinito me está apremiando despiadadamente. Digamos que el infinito te da una hora para que te canceles a ti mismo. Para el infinito, la única empresa que vale para el guerrero es la libertad. Cualquier otra empresa es fraudulenta. ¿Puedes disolver todo en una hora?

No tenía que asegurarle que lo haría. Sabía que tenía que hacerlo. Don Juan me dijo entonces, que una vez que hubiera logrado disolver todo, iba a esperarme en un mercado en un pueblo de México. En mi esfuerzo por pensar en la disolución de mi negocio, pasé por alto lo que me estaba diciendo. Lo repitió, y claro, pensé que estaba bromeando.

– ¿Cómo puedo llegar a ese pueblo, don Juan? ¿Quiere que vaya en coche, que tome un avión? -le pregunté.

– Disuelve primero tu negocio -ordenó-. Entonces vendrá la solución. Pero recuerda, te espero sólo una hora.

Salió del apartamento, y apasionada y febrilmente, emprendí la disolución de todo lo que tenía. Desde luego, me tomó más de una hora, pero no me detuve para considerar esto, porque una vez que había puesto a andar la disolución del negocio, el envión me llevó. Fue sólo al terminar que me enfrenté con el verdadero dilema. Supe entonces que había fracasado. Me quedaba sin negocio y sin posibilidad de llegar a don Juan.

Me fui a la cama y busqué el único consuelo en que podía pensar: la quietud, el silencio. Para facilitar el advenimiento del silencio interno, don Juan me había enseñado una manera de sentarme en la cama, con las rodillas dobladas y las suelas de los pies tocándose, las manos sobre los tobillos, empujando para tener juntos los pies. Me había regalado un palo grueso y redondo, que siempre tenía a la mano no importaba dónde fuera. Era de unos cuarenta y tres centímetros de largo para soportar el peso de mi cabeza al inclinarme sobre él y poner el palo en el suelo entre mis pies y el otro extremo, que estaba acolchonado, en medio de mi frente. Cada vez que adoptaba esta postura, me dormía profundamente en unos instantes.