Debí haberme dormido con mi acostumbrada facilidad, porque soñé que estaba en el pueblo mexicano donde don Juan me había dicho que iba a encontrarme. Siempre me había intrigado ese pueblo. Había mercado una vez por semana y los agricultores que vivían en esa región traían sus productos para venderlos. Lo que me fascinaba más de ese pueblo era el camino pavimentado que conducía a él, que pasaba por una colina empinada a la misma entrada del pueblo. Muchas veces me había sentado en una banca junto a un puesto de quesos y había mirado hacia esa colina. Veía a la gente que llegaba al pueblo con sus burros y sus cargas, pero veía primero sus cabezas; al ir acercándose, veía más de sus cuerpos hasta el momento cuando estaban en la cima de la colina y les veía el cuerpo entero. Siempre me parecía que emergían de la tierra, lentamente o muy rápidamente, según su velocidad. En mi sueño, don Juan me esperaba junto al puesto de quesos. Me le acerqué.
– Lo lograste desde tu silencio interior -dijo, dándome una palmadita-. Pudiste llegar a tu punto de ruptura. Por un momento, empecé a perder esperanza. Pero me quedé, sabiendo que ibas a llegar.
En ese sueño, fuimos a dar un paseo. Estaba más feliz de lo que jamás había estado. El sueño era tan vivo, tan terriblemente real que me dejó sin ninguna duda de que había resuelto el problema, aunque el resolverlo había sido un sueño-fantasía.
Don Juan se rió, moviendo la cabeza. Definitivamente me había leído el pensamiento.
– No estás en un simple sueño -dijo-, pero ¿quién soy yo para decírtelo? Tú lo sabrás algún día, que no hay sueños desde el silencio interno, porque elegirás saberlo.
LAS MEDIDAS DE LA COGNICIÓN
«El final de una era» era, para don Juan, una descripción precisa de un proceso por el cual pasan los chamanes al desmontar la estructura del mundo que conocen, y reemplazarla con otra forma de comprender el mundo que los rodea. Como maestro, don Juan procuró, desde el instante inicial de nuestro encuentro, introducirme al mundo cognitivo de los chamanes del México antiguo. El término «cognición» era para mí, en aquel tiempo, la manzana de la discordia. Lo entendía como un proceso por el cual reconocemos el mundo que nos rodea. Ciertas cosas caen dentro del reino de ese proceso y son fácilmente reconocidas por nosotros. No ocurre con otras cosas, que permanecen consecuentemente, como rarezas, cosas de las cuales no tenemos suficiente comprensión.
Don Juan mantuvo desde el principio de nuestra relación que el mundo de los chamanes del México antiguo difería del nuestro, no de manera superficial, sino en la manera en que se arreglaba el proceso de cognición. Mantenía que en nuestro mundo, nuestra cognición requiere la interpretación de datos sensoriales. Dijo que el universo está compuesto de un número infinito de campos de energía, que existen en el universo en general como filamentos luminosos. Esos filamentos luminosos actúan sobre el hombre como organismo. La respuesta de ese organismo es convertir esos campos de energía en datos sensoriales. Los datos sensoriales se interpretan, y esa interpretación se convierte en nuestro sistema cognitivo. Mi comprensión de la cognición forzosamente me hacía creer que es un proceso universal, tal como el lenguaje es proceso universal. Hay una sintaxis diferente para cada lenguaje, como debe haber una mínima diferencia de arreglo para cada sistema de interpretación del mundo.
La afirmación de don Juan, sin embargo, que los chamanes del México antiguo tenían un sistema cognitivo diferente, era para mí equivalente a decir que tenían una manera diferente de comunicación que nada tenía que ver con el lenguaje. Lo que quería desesperadamente que dijera, era que su sistema cognitivo diferente era equivalente a tener un lenguaje diferente, pero que era, sin embargo, un lenguaje. El «final de una era» significaba para don Juan que las unidades de una cognición extranjera se estaban apoderando. Las unidades de mi cognición normal, no importara lo agradables y provechosas, empezaban a disolverse. ¡Momento grave en la vida de un hombre!
Quizá mi unidad más codiciada era la vida académica. Cualquier cosa que la amenazaba era una amenaza al centro de mi ser, sobre todo si el ataque era velado, inadvertido. Pasó con un profesor a quien le había dado toda mi confianza, el profesor Lorca.
Me había inscrito en el curso que dictaba el profesor Lorca sobre cognición, porque me había sido recomendado como uno de los académicos más brillantes que había. El profesor Lorca era bastante guapo, con pelo rubio peinado a un lado. Tenía la frente limpia, sin arrugas, dando la impresión de alguien que jamás ha tenido una preocupación en la vida. Su ropa mostraba el toque de un buen sastre. No llevaba corbata, lo cual le daba un aire juvenil. Se la ponía solamente al encontrarse con gente importante.
En la ocasión de aquella memorable primera clase con el profesor Lorca, yo estaba confuso y nervioso viendo cómo caminaba de un lado al otro por minutos que fueron una eternidad para mí. El profesor Lorca movía continuamente sus finos labios apretados de arriba abajo, añadiendo inmensidades a la tensión que había generado en esa aula pesada, de ventanas cerradas. De pronto, se detuvo. Se paró en medio del aula, a poca distancia de donde me encontraba sentado y golpeando el podio con un periódico enrollado, empezó a hablar.
– Nunca se sabrá… -empezó.
Todos los que estaban en el aula inmediatamente empezaron ansiosamente a tomar apuntes.
– Nunca se sabrá -repitió- lo que siente un sapo cuando se sienta en el fondo del estanque e interpreta el mundo de sapo que le rodea. -Su voz conllevaba una tremenda fuerza y finalidad-. Entonces, ¿qué creen que es esto? -agitó el periódico por encima de su cabeza.
Continuó leyéndole a la clase un artículo del periódico en que se reportaba el trabajo de un biólogo.
– Este artículo demuestra la negligencia del periodista, que obviamente citó mal al científico -afirmó el profesor Lorca con la autoridad de un catedrático-. Un científico, no importa lo descuidado que sea, nunca se permitiría antropomorfizar los resultados de su investigación, a no ser que sea un baboso.
Con esto como introducción, presentó una conferencia brillantísima sobre la calidad insular de nuestro sistema cognitivo, o del sistema cognitivo de cualquier otro organismo. Me introdujo, en aquella conferencia inicial, a una andanada de nuevas ideas, y las hizo extraordinariamente fáciles de utilizar. La idea más novedosa para mí era que cada individuo de cada especie sobre la Tierra interpreta el mundo que lo rodea usando datos que le llegan a través de sus sentidos especializados. Afirmó que los seres humanos no pueden ni siquiera imaginarse, por ejemplo, lo que debe ser estar en un mundo regido por la eco-locación, como el mundo del murciélago, donde cualquier punto de referencia inferido, es imposible de concebir para la mente humana. Dejó muy claro, que desde ese punto de vista no existían dos sistemas cognitivos que pudieran asemejarse entre especies.
Al salir del salón al final de la conferencia de hora y media, sentía que la brillantez de la mente del profesor Lorca me había tumbado. Desde ese momento, era su más devoto admirador. Encontraba sus conferencias más que estimulantes y provocativas al pensamiento. Las suyas eran las únicas conferencias que esperaba ansiosamente. Todas sus excentricidades no me importaban para nada en comparación con su excelencia como maestro y como pensador innovador en el campo de la psicología.