Estaba en Sonora, en casa de don Juan, profundamente dormido sobre mi cama, cuando me despertó. Me había quedado despierto casi toda la noche reflexionando sobre algunos conceptos que me había estado explicando.
– Ya has descansado bastante -me dijo con firmeza, casi bruscamente sacudiéndome por los hombros-. No le des rienda suelta al cansancio. Tu cansancio, más que cansancio, es el deseo de no fastidiarte. Hay algo en ti que se ofende al sentirse fastidiado. Pero es sumamente importante que exacerbes esa parte de ti hasta que se desmorone. Vamos a hacer una caminata.
Don Juan tenía razón. Había algo en mí que se ofendía inmensamente al sentirse fastidiado. Quería dormir durante días y no pensar más en los conceptos chamánicos de don Juan. Totalmente contra mi voluntad, me levanté y lo seguí. Don Juan había preparado un almuerzo que me tragué como si no hubiera comido durante días y entonces salimos de la casa con dirección hacia el este, hacia las montañas. Había andado tan aturdido que no me había fijado que era muy de mañana hasta que vi el sol, que daba justo sobre la cordillera al este. Quería decirle a don Juan que había dormido toda la noche sin moverme, pero me calló. Me dijo que íbamos a hacer una expedición a las montañas en busca de unas plantas específicas.
– ¿Qué va a hacer con las plantas que va a juntar, don Juan? -le pregunté en cuanto nos dispusimos a caminar.
– No son para mí -me dijo con una sonrisa-. Son para un amigo mío, un botánico y farmacéutico. Hace pociones con ellas.
– ¿Es yaqui, don Juan? ¿Vive aquí en Sonora? -le pregunté.
– No, no es yaqui y no vive aquí en Sonora. Ya lo conocerás uno de estos días.
– ¿Es brujo, don Juan?
– Sí, es brujo -me respondió con tono guasón.
Le pregunté si podía llevar algunas de las plantas a los jardines botánicos de UCLA, para identificarlas,
– ¡Por supuesto, claro! -me contestó.
Ya me había dado cuenta de que cuando me decía «por supuesto», me quería decir todo lo contrario. Era evidente que no tenía la menor intención de darme ninguno de los especímenes para identificarlos. Sentí mucha curiosidad acerca de su amigo brujo y le pedí que me contara más, que me lo describiera, que me dijera dónde vivía y cómo lo conoció.
– ¡So, so, so! -me dijo don Juan como si fuera caballo-. ¡Espera, espera! ¿Quién eres, el profesor Lorca? ¿Quieres estudiar su sistema cognitivo?
Íbamos penetrando en las áridas calinas cercanas. Don Juan caminaba sin parar durante horas. Pensé que la tarea de ese día iba ser simplemente caminar. Finalmente paró y se sentó al costado de la colina donde daba sombra.
– Ya es tiempo que empieces uno de los proyectos mayores de la brujería -dijo don Juan.
– ¿A qué proyecto de la brujería se refiere usted, don Juan? -le pregunté.
– Se llama la recapitulación -me dijo-. Los antiguos chamanes lo llamaban hacer el recuento de los sucesos de tu vida y para ellos empezó como una técnica sencilla, una estratagema para ayudarles a recordar lo que estaban haciendo y diciendo a sus discípulos. Para sus discípulos, la técnica tuvo el mismo valor; les ayudaba a recordar lo que les habían dicho y hecho sus maestros. Tuvieron que pasar por terribles trastornos sociales, como ser conquistados y vencidos varias veces, antes de que los antiguos chamanes se dieran cuenta de que su técnica tenía mayor alcance.
– ¿Se refiere usted, don Juan, a la conquista española? -le pregunté.
– No -me dijo-. Eso fue sólo el golpe de gracia. Antes hubo trastornos más devastadores. Cuando llegaron los españoles, los antiguos chamanes ya no existían. Ya para entonces, los discípulos de aquellos que habían sobrevivido otros trastornos, se habían vuelto muy cautelosos. Sabían cuidarse. Fue ese nuevo grupo de chamanes el que le dio el nombre nuevo de recapitulación a la técnica de los antiguos chamanes.
»El tiempo tiene un enorme valor -continuó-. Para los chamanes en general, el tiempo es esencial. El desafío que tengo ante mí, es que dentro de una unidad muy compacta de tiempo tengo que atestarte con todo lo que hay que saber de la brujería como una proposición abstracta, pero para hacer eso tengo que construir en ti el espacio debido.
– ¿Qué espacio? ¿De qué me habla usted, don Juan?
– La premisa de los chamanes es que para llenar algo, hay que crear un espacio donde ubicarlo -me dijo-. Si estás repleto de todos los detalles de la vida cotidiana, no hay espacio para nada nuevo. Ese espacio hay que construirlo. ¿Comprendes? Los antiguos chamanes creían que la recapitulación de tu vida creaba ese espacio. Lo crea y mucho más, por supuesto.
»Los chamanes llevan a cabo la recapitulación de una manera muy formal -continuó-. Consiste en escribir una lista de todas las personas que han conocido, desde el presente hasta el mismo principio de la vida. Una vez que hicieron esa lista, toman a la primera persona que aparece y recuerdan todo lo que pueden acerca de esa persona. Y quiero decir todo; cada detalle. Es mejor recapitular desde el presente hacia el pasado porque los recuerdos del presente están vivos, y de esa manera, la habilidad para recordar se afila. Lo que hacen los practicantes es recordar y respirar. Inhalan lenta y deliberadamente, abanicando la cabeza de derecha a izquierda, en un vaivén casi imperceptible, y exhalan de la misma manera.
Dijo que las inhalaciones y las exhalaciones deben ser naturales; si son demasiado rápidas, uno podría entrar en algo que se llama respiraciones fatigantes: respiraciones que requerirían respiraciones más lentas después, para calmar los músculos.
– ¿Y qué quiere que haga con todo esto, don Juan? -le pregunté.
– Empiezas a hacer tu lista ahora mismo -dijo-. Divídela por años, por trabajos, arréglala en el orden que quieras, pero hazla secuencial, con la persona más reciente al principio, y termina con Mami y Papi. Y luego, recuerda todo acerca de ellos. Sin más ni más. Al practicar, te vas a dar cuenta de lo que estás haciendo.
Durante mi siguiente visita a su casa, le dije a don Juan que había estado repasando todos los sucesos de mi vida meticulosamente, y que era muy difícil adherirme a su formato estricto y seguir mi lista de personas una por una. Generalmente, mi recapitulación me llevaba por uno y otro camino. Dejaba que los sucesos decidieran la vertiente de mi recuerdo. Lo que hacía, que era volitivo, era adherirme a una unidad general del tiempo. Por ejemplo, había empezado con la gente del departamento de antropología, pero dejaba que mis recuerdos me llevaran a cualquier momento, empezando con el presente y retrocediendo en el tiempo hasta el día en que empecé a asistir a UCLA.
Le dije a don Juan que había descubierto algo muy curioso que había olvidado por completo, y era que no tenía yo idea alguna de que existía UCLA, hasta que una noche vino a Los Ángeles la que había sido compañera de cuarto de mi novia en la universidad y fuimos al aeropuerto por ella. Iba a estudiar musicología en UCLA. Su avión llegó ya entrada la tarde y me pidió que la llevara a la ciudad universitaria para poder echarle un vistazo al lugar donde iba pasar los próximos cuatro años de su vida. Yo sabía dónde estaba porque había pasado delante de la entrada en el Boulevard de Sunset interminables veces camino de la playa. Sin embargo, nunca había entrado.
Estaban entre semestres. La poca gente que encontramos nos dirigió al departamento de música. El campo universitario estaba vacío, pero lo que atestigüé subjetivamente fue la cosa más exquisita que jamás he visto. Fue un deleite para mis ojos. Los edificios parecían estar vivos de su propia energía. Lo que iba ser una visita superficial al departamento de música, se convirtió en un recorrido gigantesco por toda la universidad. Me enamoré de UCLA. Le comenté a don Juan que la única cosa que me aguó la fiesta fue el enojo de mi novia cuando insistí que camináramos alrededor de toda la ciudad universitaria.