Mi abuelo se me acercó y me susurró entre dientes que si me hacía el correcto y perdía me iba a romper todos los tacos sobre la cabeza. Yo sabía que no hablaba en serio; era su manera de demostrar la confianza que me tenía.
Gané fácilmente. Mi abuelo estaba rebosante de alegría pero, cosa rara, también lo estaba Falelo Quiroga. Soltaba carcajadas dando vueltas alrededor de la mesa de billar, y dando de palmaditas en las orillas. Mi abuelo me puso por los cielos. Le reveló a Falelo Quiroga mi mejor marca y, en tono burlón, dijo que sobresalía porque había encontrado la manera de hacerme practicar: café con pasteles daneses.
– ¡No me digas, no me digas! -repetía Falelo Quiroga. Se despidió; mi abuelo recogió las ganancias y el asunto se olvidó.
Mi abuelo me prometió llevarme a un restaurante y agasajarme con la mejor comida del pueblo, pero jamás lo hizo. Era muy tacaño; todo el mundo sabía que sólo gastaba dinero en mujeres.
Dos días después, dos hombres enormes, socios de Falelo Quiroga, se me acercaron a la hora en que salía del colegio.
– Falelo Quiroga quiere verte -me dijo uno en voz hosca-. Quiere que vayas a su casa para tomar café y pasteles daneses con él.
Si no hubiera dicho lo del café y los pasteles daneses, lo más probable es que me hubiera escapado. Me acordé en aquel momento que mi abuelo le había dicho a Falelo Quiroga que yo daría mi alma por café y pasteles daneses. Con gusto los acompañé. Sin embargo, no podía caminar a la par de ellos, así es que uno de los dos, el que se llamaba Guillermo Falcón, me levantó y me acurrucó en sus enarenes brazos. Soltó una risa entre sus dientes chuecos.
– Más vale que te guste el paseo, joven -me dijo. Su aliento apestaba horrendamente-. ¿Te han llevado así alguna vez? ¡Viendo como te meneas, diría que nunca! -Se echaba grotescas carcajadas.
Afortunadamente, la casa de Falelo Quiroga no quedaba muy lejos de la escuela. El señor Falcón me depositó sobre un sofá en una oficina. Allí estaba Falelo Quiroga, sentado detrás de un enorme escritorio. Se levantó y me dio la mano. En seguida, mandó pedir que me trajeran café y pasteles daneses y los dos nos sentamos a charlar amablemente de la granja de pollos que tenía mi abuelo. Me preguntó si gustaba más pasteles y le dije que no estaría mal. Se rió y él mismo trajo una bandeja de pasteles increíblemente deliciosos del cuarto contiguo.
Después de tragar yo a más no poder, me preguntó muy cortésmente si pensaría en la posibilidad de venir a su casa de billar a las altas horas de la noche a jugar unos cuantos partidos amistosos con alguna gente que él seleccionaría. Sin hacer mucho alarde, dijo que se trataba de bastante dinero. Manifestó abiertamente la confianza que me guardaba, y añadió que iba a pagarme, por mi tiempo y mi esfuerzo, un porcentaje de las ganancias. También indicó que sabía cómo era mi familia; iban a tomarlo a mal si me daba dinero, aunque fuera como pago. Así es que prometía abrir una cuenta especial a mi nombre, o para mayor facilidad, se encargaría de cualquier compra que hiciera en las tiendas del pueblo, o de la comida que pidiera en cualquier restaurante.
No le creí ni un pelo de lo que me decía. Sabía que Falelo Quiroga era un estafador. Pero la idea de jugar al billar con desconocidos me gustaba y entonces hice un trato con él.
– ¿Me va a dar café y pasteles daneses como los de hoy? -le dije.
– ¡Claro que sí, niño! -me respondió-. Si vienes a jugar para mí, hasta te compro la pastelería. Voy a pedirle al pastelero que los haga exclusivamente para ti. Te doy mi palabra.
Le advertí a Falelo Quiroga que el único inconveniente era mi incapacidad de salirme de la casa; tenía demasiadas tías que me vigilaban como halcones y además, mi alcoba estaba en el primer piso.
– Eso no es problema -me aseguró Falelo Quiroga-. Eres bastante pequeño. El señor Falcón te va a agarrar si tú saltas por la ventana a sus brazos. ¡Es tan grande como una casa! Te recomiendo que te acuestes temprano esta noche. El señor Falcón va a despertarte con un silbido y tirando piedritas a tu ventana. ¡Pero tienes que estar alerta! Él es muy impaciente.
Me fui a casa sacudido por una gran excitación. No podía dormir. Me encontraba bien despierto cuando oí que el señor Falcón silbaba y tiraba piedritas contra los vidrios de la ventana. La abrí. El señor Falcón estaba justamente debajo de mí, en la calle.
– Salta a mis brazos, chico -me dijo con voz contenida que trataba de modular en un fuerte susurro-. Si no apuntas hacia mis brazos, te voy a dejar caer y te vas a matar. Acuérdate; no me hagas correr en círculos. Apunta a mis brazos. ¡Salta! ¡Salta!
Salté y me agarró con la facilidad de alguien que agarra un saco de algodón. Me puso en el suelo y me dijo que echara a correr. Dijo que era un niño que acababa de despertar de un sueño profundo y que tenía que hacerme correr para que estuviera totalmente despierto al llegar a la casa de billar.
Jugué esa noche contra dos hombres y gané las dos partidas. Me dieron el café y los pasteles más deliciosos que se pudiera uno imaginar. Estaba en el cielo. Eran como las siete de la mañana cuando llegué a casa. Nadie me había extrañado. Era hora de irme al colegio. Todo funcionaba normalmente, sólo que estaba tan cansado que los ojos se me cerraban solos durante todo el día.
Desde ese día, Falelo Quiroga mandaba al señor Falcón por mí dos o tres veces por semana, y gané cada partida que me hacía jugar. Y fiel a su promesa, él me pagaba todo lo que compraba, incluso las comidas en el restaurante chino que más me gustaba y donde iba a diario. A veces hasta invitaba a mis amigos, y los mortificaba, porque salía corriendo y gritando del restaurant cuando el mesero me traía la cuenta. Se asombraban de que nunca los llevaba la policía por comer y no pagar la cuenta.
Una prueba dura para mí fue que nunca había concebido el hecho de que tendría que contender con las esperanzas y las expectativas de toda la gente que apostaba a mi favor. La prueba de pruebas, sin embargo, se llevó a cabo cuando un jugador de primera de una ciudad vecina desafió a Falelo Quiroga apostando una gran cantidad. La noche de la partida era de malos auspicios. Mi abuelo se enfermó y no podía dormir. La familia entera estaba alborotada. Parecía que nadie iba a acostarse. Dudaba poder escaparme de mi alcoba, pero los silbidos y las piedritas del señor Falcón eran tan insistentes que corrí el riesgo y salté de la ventana a sus brazos.
Parecía que todos los hombres del pueblo se habían reunido en la casa de billar. Caras angustiadas me rogaban que no perdiera. Algunos de los hombres me aseguraron abiertamente que habían apostado sus casas y todas sus pertenencias. Uno, medio bromeando, me dijo que había apostado a su mujer; si esa noche no ganaba, resultaría cornudo o asesino. No me dijo específicamente si iba a matar a su mujer para no ser cornudo, o iba a matarme a mí por perder la partida.
Falelo Quiroga iba de un lado a otro. Había mandado traer a un masajista para darme masaje. Quería que estuviera relajado. El masajista me puso toallas calientes en los brazos y en las muñecas y toallas frías sobre mi frente. Me puso los zapatos más cómodos y suavecitos que jamás había usado. Tenían tacones duros, tipo militar y soportes para el arco del pie. Falelo Quiroga me vistió con una boina para que no se me cayera el pelo a la cara y también me puso unos overoles con cinturón.
La mitad de los que rodeaban la mesa de billar eran gente de otro pueblo. Me echaban miradas feroces. Sentía que me querían muerto.
Falelo Quiroga tiró una moneda para decidir quién iba primero. Mi adversario era brasileño de descendencia china, joven, de cara redonda, muy elegantón y lleno de confianza. Dio principio a la partida e hizo un número inconcebible de carambolas. Podía ver por el mal aspecto de la cara de Falelo Quiroga, que estaba a punto de sufrir un ataque cardíaco, al igual que los otros que habían apostado todo por mí.