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– ¡Entrégate! ¡Entrégate! -gritaba mi amigo-. ¡Obedece! ¡Obedece! ¡Yo soy más poderoso que tú!

Sus muestras diarias de proeza mental que duraban por lo menos cinco minutos, nunca tuvieron efecto sobre el perro, fuera de dejarlo más fúrico que nunca. Mi amigo me aseguraba a diario, como parte de su rito, que el perro o le iba a obedecer, o iba a morirse delante de nosotros de un ataque cardíaco como resultado de su furia. Su convicción era tal, que yo creía que el perro iba a morir en cualquier momento.

Una mañana, al llegar a la casa, el perro no estaba. Esperamos un momento, pero no apareció; cuando lo vimos, estaba al final del enorme jardín. Parecía estar muy ocupado, así es que empezamos a alejarnos. Por el rabillo del ojo, vi que el perro venía hacia nosotros a toda velocidad. A una distancia de cuatro o cinco metros de la reja, dio un salto. Estaba segurísimo de que se iba a desgarrar la panza con las puntas de la reja. Pero las evitó apenas y cayó en la calle como un costal de papas.

Por un momento, pensé que estaba muerto, pero sólo estaba atontado. De pronto se levantó, y en vez de correr detrás del que lo había enfurecido, vino tras de mí. Salté al techo de un auto, pero el auto no era nada para ese perro. Saltó y casi se abalanzó encima de mí. Bajé y me trepé al primer árbol que estaba a mi alcance, un arbolito tierno que apenas soportaba mi peso. Estaba seguro de que lo iba a quebrar, de que caería y moriría descuartizado en los dientes del perro.

Estaba casi fuera de su alcance en el árbol. Pero saltó otra vez, agarrándome del pantalón y rasgándola. Hasta llegó a sacarme sangre en las nalgas con los dientes. Pero al ver que estaba yo fuera de su alcance encima del árbol, se fue. Corrió calle arriba, quizás en busca de mi amigo.

En el colegio, la enfermera me dijo que tenía que pedirle un certificado de vacuna contra la rabia al dueño del perro.

– Tienes que investigar esto -me dijo en tono severo-. A lo mejor ya te contagiaste. Si el dueño se niega a mostrarte el certificado de vacuna, tienes derecho a acudir a la policía.

Hablé con el mayordomo de la casa donde vivía el perro. Me acusó de haber atraído al perro a la calle, un perro de raza de gran valor.

– ¡Ten cuidado, muchacho! -me dijo enojado-. El perro se extravió. El dueño te va meter a la cárcel si nos sigues dando lata.

– Pero a lo mejor tengo rabia -le dije en una voz sinceramente aterrada.

– ¡Me vale mierda que te haya dado plaga bubónica! -me gritó-. ¡Vete al carajo!

– Llamo a la policía -le dije.

– Llama a quien quieras -me contestó-. Si llamas a la policía, los volvemos contra ti. En esta casa podemos hacer lo que nos dé la gana.

Le creí y le mentí a la enfermera diciéndole que el perro andaba perdido y que no tenía dueño.

– ¡Ay, Dios mío! -exclamó-. Prepárate para lo peor. Lo más probable es que tenga que mandarte con el médico.

Me dio una larga lista de síntomas que podían manifestarse. Me dijo además que las inyecciones contra la rabia eran extremadamente dolorosas y que se administraban subcutáneamente en la región abdominal.

– No se lo desearía a mi peor enemigo -dijo, hundiéndome en una horrible pesadilla.

Lo que siguió fue mi primera depresión verdadera. Me quedé en cama, sintiendo cada uno de los síntomas que me había enumerado la enfermera. Terminé por ir a la enfermería para rogarle a esa mujer que me hiciera el tratamiento, por muy doloroso que fuera. Hice un escándalo. Me puse histérico. No tenía rabia, pero había perdido todo dominio sobre mí mismo.

Le conté a don Juan mis dos recuerdos con todos los detalles, sin omitir nada. No hizo ningún comentario. Inclinó la cabeza afirmativamente un par de veces.

– En ambos recuerdos, don Juan -dije, sintiendo en mí mismo la urgencia con la que hablaba-, estaba totalmente histérico. Me temblaba el cuerpo. Tenía náusea. No quiero decir que era como si estuviera viviendo la experiencia, porque no es verdad. Estaba dentro de las experiencias mismas, las dos veces. Y cuando ya no pude soportarlo, salté a mi vida de ahora. Para mí, ése fue un salto hacia el futuro. Tuve el poder de pasar sobre el tiempo. Mi salto hacia el pasado no fue súbito; el suceso se desenvolvió lentamente tal como sucede con los recuerdos. Fue al final que sí salté de pronto hacia el futuro: mi vida de ahora.

– Algo en ti ha empezado a desmoronarse, no cabe duda -dijo finalmente-. Se ha estado desmoronando todo este tiempo, pero se reponía muy pronto cada vez que le fallaban las bases que lo sostenían. Mi sensación es que ya se está desmoronando totalmente.

Después de otro largo silencio, don Juan explicó que los chamanes del México antiguo creían, como ya me había dicho, que tenemos dos mentes y que sólo una de ellas es la nuestra. Yo siempre había comprendido que nuestras mentes tenían dos partes, y que una de ellas se mantenía en silencio porque la fuerza de la otra parte le negaba poder expresarse. Fuera lo que dijera don Juan, siempre lo había tomado como un medio metafórico para quizás explicar el dominio aparente del hemisferio izquierdo del cerebro sobre el derecho, o algo por el estilo.

– La recapitulación contiene una opción secreta-dijo don Juan-. Tal como te dije que la muerte contiene una opción secreta, una opción que sólo los chamanes utilizan. En el caso de la muerte, la opción secreta es que los seres humanos pueden retener su fuerza vital y renunciar solamente a su consciencia, el resultado de sus vidas. En el caso de la recapitulación, la opción secreta que sólo los chamanes eligen es la de acrecentar sus verdaderas mentes.

»La inquietante memoria de tus recuerdos -prosiguió- sólo puede venir de tu mente verdadera. La otra mente que todos tenemos y compartimos es, diría yo, un modelo barato; económico, de igual tamaño para todos. Pero éste es un tema para más tarde. Lo que ahora tenemos delante es el principio de una fuerza desintegrante. Pero no es una fuerza que te está desintegrando, no quiero decir eso. Está desintegrando lo que los chamanes llaman la instalación foránea que existe en ti y en cada ser humano. El efecto de la fuerza que se te viene encima, que está desintegrando la instalación foránea, es que saca a los chamanes de su sintaxis.

Había estado atento a lo que me decía don Juan, pero no podía decir que lo hubiera comprendido. Por alguna extraña razón, para mí tan desconocida como la causa de mis vivas memorias, no pude hacerle ninguna pregunta.

– Comprendo lo difícil que es para ti -dijo don Juan de pronto- el tener que lidiar con esta faceta de tu vida. Todos los chamanes que conozco han pasado por esto. Al experimentarlo, los machos sufren infinitamente más daño que las hembras. Supongo porque la mujer es por naturaleza más duradera. Los chamanes del México antiguo, actuando en grupo, hicieron lo posible por sostener el impacto de esta fuerza desintegrante. Hoy día, no tenemos los medios para actuar en grupo, así es que tenemos que fortalecernos para enfrentar a solas la fuerza que nos va a llevar más allá del lenguaje, porque no hay otra manera adecuada para describir lo que está pasando.

Don Juan tenía razón porque en verdad no podía explicar o no encontraba manera de describir los efectos de esos recuerdos sobre mí. Don Juan me había dicho que los chamanes se enfrentan a lo desconocido a través de los incidentes más banales que se pueda uno imaginar. Cuando se enfrentan a ello y no pueden interpretar lo que están percibiendo, tienen que apoyarse en un recurso exterior para saber por dónde ir. Don Juan llamaba a ese recurso el infinito, o la voz del espíritu, y había dicho que si los chamanes no se esfuerzan por ser racionales con algo que no puede ser racionalizado, el espíritu les dice lo que ocurre, sin falla.

Don Juan me guió a aceptar la idea de que el infinito era una fuerza que tenía voz y que estaba consciente de sí misma. A consecuencia, me había preparado para estar atento a esa voz y siempre actuar con eficacia, pero sin antecedentes, usando cuanto menos posible el apoyo del «a priori». Esperé impacientemente a que la voz del espíritu me dijera el sentido de mis memorias, pero no pasó nada.