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Estaba en una librería un día cuando una joven me reconoció y se acercó para hablar conmigo. Era alta y delgada y tenía la voz insegura de una nena. Estaba tratando de hacerla sentir cómoda cuando de pronto me acosó un cambio energético instantáneo. Era como si una alarma se hubiera encendido dentro de mí, y sin ninguna volición de mi parte, tal como había sucedido antes, recordé otro suceso de mi vida que había olvidado por completo. La memoria de la casa de mis abuelos me inundó. Era una avalancha intensa y devastadora, y otra vez tuve que meterme en un rincón. Me sacudía el cuerpo como si me hubiera resfriado.

Debo de haber tenido ocho años. Mi abuelo me estaba hablando. Había comenzado por decir que era su mayor obligación decirme las cosas tal como eran. Tenía dos primos de mi misma edad: Alfredo y Luis. Mi abuelo insistió, despiadadamente, que le admitiera que mi primo Alfredo era verdaderamente bello. En mi visión, oía la voz rasposa y contenida de mi abuelo.

– Alfredo no necesita ninguna presentación -me había dicho en aquella ocasión-. Con sólo estar presente, se le abren las puertas porque todos practican el culto de la belleza. A todos les gusta la gente bella. Los envidian, pero siempre los buscan. Créemelo. Yo soy guapo, ¿no te parece?

Estaba totalmente de acuerdo con mi abuelo. Era ciertamente un hombre guapo, de huesos finos, de alegres ojos azules, de facciones exquisitas y de pómulos elegantes. Todo en su semblante estaba en perfecto equilibrio: su nariz, su boca, sus ojos, su mentón puntiagudo. Tenía pelo rubio que le salía por las orejas, característica que le daba un aire de duende. Sabía todo acerca de sí mismo y explotaba sus dotes al máximo. Las mujeres lo adoraban; primero, según él, por su belleza, y segundo, porque no lo veían como una amenaza. Desde luego, él se aprovechaba de todo esto al máximo.

– Tu primo Alfredo es un campeón -siguió mi abuelo-; nunca va a tener que entrar en una fiesta a la fuerza porque siempre será el primero en la lista de invitados. ¿Te has fijado cómo se para la gente en la calle a contemplarlo y cómo lo quieren tocar? Es tan bello que temo que va a salir un idiota, pero eso es otra historia. Diremos que es el idiota más bienvenido que has conocido.

Mi abuelo comparó a mi primo Luis con Alfredo. Dijo que Luis era feíto y un poco tonto, pero que tenía un corazón de oro. Y luego empezó conmigo.

– Si vamos a seguir con nuestra explicación -continuó-, tienes que admitir con toda sinceridad que Alfredo es bello y Luis es bueno. Ahora, a lo que viene a ti, tú no eres ni bello ni bueno. Eres un verdadero hijo de puta. Nadie te va a invitar a la fiesta, vas a tener que meterte a la fuerza. Tienes que acostumbrarte a la idea de que si quieres estar en la fiesta, tiene que ser a la fuerza. Las puertas nunca se te van a abrir como se le abren a Alfredo por ser bello y a Luis por ser bueno, así es que vas a tener que entrar por la ventana.

Su análisis de sus tres nietos era tan acertado que me hizo llorar por la finalidad de lo que había dicho. Cuanto más lloraba, más contento estaba él. Terminó el caso con una advertencia de lo más perjudicial.

– No hay por qué sentirse mal -dijo- porque no hay nada más excitante que entrar por la ventana. Para hacerlo, tienes que ser listo y atento. Tienes que vigilar por todos lados y estar preparado para pasar por humillaciones interminables.

»Si tienes que entrar por la ventana -siguió-, es porque de seguro no estás en la lista de invitados; tu presencia no es bienvenida, así es que tienes que trabajar como una bestia para quedarte. La única manera que conozco es poseyendo a todos. ¡Grita! ¡Exige! ¡Aconseja! ¡Déjales saber que eres tú el que manda! ¿Cómo te pueden echar si eres tú el que manda?

El recuerdo de esta escena me conmovió profundamente. Había enterrado este incidente tan a fondo que lo había olvidado por completo. Lo que sí recordaba siempre sin embargo, era su advertencia de siempre ser el que manda, que me debe haber repetido año tras año una y otra vez.

No tuve oportunidad de examinar este suceso o reflexionar sobre el asunto, porque otro recuerdo olvidado salió a la superficie. En él, estaba con la chica con la que me iba a casar. En aquel entonces, los dos estábamos ahorrando para casarnos y tener nuestra propia casa. Me oí exigiéndole que teníamos que tener una cuenta bancaria juntos; no podía ser de otra manera. Sentía la necesidad de echarle un discurso sobre la frugalidad. Me oí diciéndole dónde debía hacer sus compras de ropa, y cuánto debía pagar como máximo.

Luego me vi dándole lecciones de conducir a su hermana menor y alocándome cuando me dijo que pensaba salirse de la casa de sus padres. La amenacé con acabar con las lecciones. Empezó a llorar, confesando que tenía un amorío con su jefe. Salté del auto y empecé a dar de patadas contra la puerta.

Pero no era todo. Me oí diciéndole al padre de mi novia que no se mudara a Oregón, donde pensaba irse. A grito pelado le dije que era una estupidez. De veras creía que mis razonamientos eran certeros. Le presenté cifras para demostrar las pérdidas que iba a sufrir y que había calculado yo meticulosamente. Al no hacerme caso, golpeé la puerta y me salí, temblando de rabia. Encontré a mi novia en la sala, tocando la guitarra. La agarré de las manos, gritándole que abrazaba la guitarra en vez de tocarla como si fuera más que un simple objeto.

El afán de imponer mi voluntad se extendía sobre todo. No hacía yo distinciones; no importaba quién estuviera cerca de mí, estaban allí para que los poseyera y amoldara según mis caprichos.

Ya no tuve que sopesar el significado de mis visiones tan vivas. Porque una incontrovertible certeza me invadió como si viniera de afuera. Me dijo que mi flaqueza era la idea de tener que ocupar la mesa del director en todo momento. El concepto de que era yo el que mandaba, y que además debía dominar cualquier situación, estaba arraigadísimo en mí. La forma en que me habían criado sólo sirvió para reforzar este impulso, que al principio debe haber sido arbitrario, pero que ya en mi madurez se convirtió en necesidad.

Era consciente sin duda alguna de que lo que se jugaba era el infinito. Don Juan lo había descrito como una fuerza consciente que deliberadamente interviene en la vida de un chamán. Y ahora estaba interviniendo en la mía. Supe que el infinito me estaba señalando, a través de las memorias vivas de esas experiencias olvidadas, la intensidad y la profundidad de mi impulso de dominación, y de esa manera estaba preparándome para algo trascendental. Supe además, con una certeza aterrorizadora, que algo me iba a vedar la posibilidad de tener domino sobre eso, y que necesitaba más que nada la sobriedad, la fluidez y el abandono para poder enfrentarme a lo que venía.

Desde luego, le dije todo esto a don Juan, ampliándolo gustosamente con mi inspirada perspicacia y mis especulaciones sobre el posible significado de mis recuerdos.

Don Juan se rió, demostrando su buen humor.

– Todo esto es exageración psicológica de tu parte, puras ilusiones -dijo- Como siempre, estás buscando explicaciones bajo las premisas lineales de causa y efecto. Cada uno de tus recuerdos se vuelve más y más vivo, y más y más enloquecedor para ti, porque como ya te dije, has entrado en un proceso irreversible. Está emergiendo tu mente verdadera, despertando de un estado letárgico de toda una vida.

– El infinito te está reclamando como propio -continuó-. No importe lo que utilice para señalarte eso, no tiene otra razón, otra causa, otro valor que eso. Lo que debes hacer, sin embargo, es prepararte para el ataque violento del infinito. Debes estar en un estado de continuo desvelo, afirmado para recibir un golpe de enorme magnitud. Ésa es la manera sobria y cuerda en que los chamanes se enfrentan al infinito.