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Además, me explicó don Juan que el arte de la brujería consiste en manipular el punto de encaje y hacerlo cambiar de posiciones a voluntad sobre las esferas luminosas que son los seres humanos. El resultado de esta manipulación es el cambio en el punto de contacto con el oscuro mar de la conciencia, que nos trae como su concomitante, un fardo diferente de billones de campos de energía bajo la forma de filamentos luminosos que convergen sobre el punto de encaje. La consecuencia de estos nuevos campos de energía que convergen sobre el punto de encaje, es que una conciencia diferente a la necesaria para percibir el mundo cotidiano entra en acción, transformando esos nuevos campos de energía en datos sensoriales, datos sensoriales que se interpretan y se perciben como un mundo diferente porque los campos de energía que lo engendran son diferentes a los conocidos.

Don Juan había afirmado que una definición acertada de la brujería como práctica consistía en que la brujería es la manipulación del punto de encaje, con el fin de cambiar el enfoque con el que éste se fija en el oscuro mar de la conciencia, y así hacer posible la percepción de otros mundos.

Había dicho que el arte de los acechadores empieza después de que se haya desplazado el punto de encaje. El mantener el punto de encaje fijo en su nueva posición asegura que el chamán perciba totalmente el nuevo mundo en que entre no importe cual sea, tal como lo hacemos con el mundo cotidiano. Para los chamanes del linaje de don Juan, el mundo cotidiano no era más que una pliegue de un mundo total que consiste de por lo menos seiscientos pliegues.

Don Juan regresó al tema bajo discusión: mis viajes por el oscuro mar de la conciencia, y dijo que lo que había hecho desde mi silencio interno era muy parecido a lo que se hace en el ensueño cuando uno está dormido. Sin embargo, cuando se viaja por el oscuro mar de la conciencia no hay interrupción del tipo que ocurre cuando uno se va a dormir, ni hay ningún esfuerzo de controlar la atención de uno mientras se sueña. El viaje por el oscuro mar de la conciencia implicaba una respuesta inmediata. Había una sensación irresistible del aquí y el ahora. Don Juan lamentaba el hecho de que algunos chamanes idiotas le habían llamado a este acto de llegar directamente al oscuro mar de la conciencia, soñar-despierto, haciendo aún más ridículo el término ensoñar.

– Cuando pensaste que estabas en el sueño-fantasía de ir a ese pueblo de nuestra selección -continuó-, habías en realidad fijado tu punto de encaje directamente sobre la posición específica del oscuro mar de la conciencia que te permite ese viaje. Entonces el oscuro mar de la conciencia te preparó con todo lo necesario para hacer el viaje. No hay ninguna manera de elegir ese lugar por voluntad propia. Dicen los chamanes que el silencio interno lo selecciona sin falla. Fácil, ¿no?

Me explicó entonces las complejidades de la elección. Dijo que la elección para el guerrero-viajero no es en verdad un acto de elección, sino el acto de asentir elegantemente a las solicitudes del infinito.

– El infinito escoge -dijo-. El arte del guerrero-viajero es tener la habilidad de moverse con la más tenue insinuación, el arte de asentir a todo mando del infinito. Para hacer esto, el guerrero-viajero necesita destreza, fuerza, y sobre todo, sobriedad. Estos tres puestos juntos, dan como resultado… ¡la elegancia!

Después de un momento de pausa, regresé al tema que más me intrigaba.

– Pero es increíble que en verdad fui a aquel pueblo en carne y hueso, don Juan -le dije.

– Es increíble pero no es invivible -dijo-. El universo no tiene límites, y las posibilidades que se dan en el universo son en verdad inconmensurables. Así es que no caigas preso del axioma de «sólo creo lo que veo», porque es la postura más tonta que se puede tomar.

La aclaración de don Juan había sido cristalina. Tenía sentido, pero yo no sabía cómo tenía sentido; de seguro no en mi mundo cotidiano. Me aseguró entonces don Juan, turbándome instantáneamente, que había una sola manera en que los chamanes podían con toda esta información: probándola a través de la experiencia, porque la mente es incapaz de aceptar todo ese estímulo.

– ¿Qué quiere usted que haga, don Juan? -pregunté.

– Tienes que viajar deliberadamente por el oscuro mar de la conciencia -contestó-, pero nunca sabrás cómo se hace. Vamos a decir que lo hace el silencio interno, siguiendo caminos inexplicables, caminos que no pueden ser comprendidos, sino sólo practicados.

Don Juan hizo que me sentara en la cama y adoptara la postura que traía el silencio interno. El tomar esa postura siempre aseguraba que me durmiera en seguida. Sin embargo, cuando estaba don Juan, su presencia me imposibilitaba dormir; por el contrario, entraba en un estado de completa quietud. Esta vez, después de un instante de silencio, me encontré caminando. Don Juan me guiaba, llevándome del brazo mientras caminábamos.

Ya no estábamos en su casa; caminábamos por un pueblo yaqui donde nunca había estado. Sabía que existía el pueblo; había estado en sus alrededores muchísimas veces, pero había tenido que alejarme por la hostilidad tan aparente de la gente que lo rodeaba. Era un pueblo donde resultaba imposible que entrara un extraño. Los únicos que tenían acceso libre a este pueblo y que no eran yaquis eran los supervisores del banco federal, simplemente porque eran los que les compraban las cosechas a los agricultores yaquis. Las negociaciones interminables de los agricultores yaquis giraban alrededor de conseguir dinero por adelantado de los bancos sobre la base de futuras cosechas, un proceso de cuasi-especulación.

Reconocí instantáneamente el pueblo a través de las descripciones de la gente que allí había estado. Como para acrecentar mi asombro, don Juan me dijo al oído que estábamos en ese pueblo yaqui. Quería preguntarle cómo habíamos llegado allí, pero no podía articular mis palabras. Había un gran número de indios hablando en voces alteradas; el enojo se acrecentaba. No entendía ni pizca de lo que estaban diciendo, pero al momento que concebía yo un pensamiento algo se aclaraba. Era como si se esparciera más luz sobre la escena. Las cosas se definieron y se ordenaron, y comprendí lo que decía la gente aunque no sabía cómo; no hablaba su idioma. Las palabras me eran comprensibles sin ninguna duda, no una por una, sino en unidades, como si mi mente pudiera recoger esquemas totales de pensamiento.

Podría decir con toda sinceridad que tuve el susto de mi vida, no tanto porque comprendiera lo que decían, sino por lo que estaban diciendo. Esta gente era de veras belicosa. De ninguna manera podían considerarse hombres occidentales. Sus propósitos eran conflictivos, de tácticas de guerra, de estrategia. Estaban midiendo su fuerza, sus recursos de ataque, y lamentando que no tenían la potencia de atacar. Sentí en mi cuerpo la angustia de su impotencia. Contaban sólo con piedras y palos para luchar contra armas de alta tecnología. Lamentaban el hecho de carecer de líderes. Codiciaban más de lo que pudiera uno imaginar la presencia de un luchador carismático que pudiera unirlos.