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El relato más clásico acerca de Ernest Lipton tuvo que ver con el día que fue a hacer una excursión de fin de semana a las montañas de San Bernardino con unos amigos. Pasaron la noche acampando en las montañas. Mientras todos dormían, Ernest Lipton se levantó para hacer sus necesidades y se metió entre el matorral, y siendo un hombre tan considerado se alejó de donde dormían. En la oscuridad, se resbaló y rodó por la ladera de la montaña. Más tarde le dijo a sus amigos que estaba seguro de que caería a su muerte, al fondo del valle. Tuvo suerte porque se agarró de la orilla con los dedos; estuvo allí colgado durante horas, buscando vanamente en la oscuridad algún apoyo para los pies y perdiendo fuerza en los brazos; pero iba a agarrarse hasta la muerte. Extendiendo las piernas cuanto pudo, dio con pequeñas protuberancias en la roca que le ayudaron sostenerse. Allí se quedó aplastado contra la roca, como las calcomanías que fabricaba, hasta que aclaró y se dio cuenta de que estaba a treinta centímetros de la tierra.

– ¡Ernest, nos podrías haber llamado! -se quejaron sus amigos.

– Caramba, no creí que sirviera de nada -respondió-. ¿Quién me hubiera oído? Además, creía que había rodado por lo menos kilómetro y medio hacia el valle. Y todos estaban dormidos.

El colmo para mí fue cuando Ernest Lipton, que pasaba dos horas cada día de camino de su casa al trabajo, decidió comprarse un auto económico, un Volkswagen Escarabajo y empezó a medir cuántas millas hacía por galón de gas. Para mi enorme sorpresa, anunció una mañana que había calculado unos ciento cincuenta kilómetros por galón. Como el hombre preciso que era, calificó su pronunciamiento, al decir que no conducía mucho en la ciudad, sino en la autopista, aunque también a las horas de máxima circulación cuando había que acelerar y disminuir de velocidad frecuentemente. Una semana más tarde, anunció que había llegado a trescientos kilómetros por galón.

Esta maravilla fue acelerando hasta que llegó a la increíble cifra de setecientos kilómetros por galón. Sus amigos le dijeron que tenía que mandar esa cifra a los archivos de la empresa Volkswagen. Ernest Lipton estaba rebosante y se regocijaba, preguntando en voz alta qué haría si llegaba a la cifra de mil kilómetros. Sus amigos le dijeron que tendría que declarar un milagro.

La extraordinaria situación continuó hasta que una mañana encontró a uno de sus amigos, que durante cinco meses andaba tomándole el pelo con la más vieja de las bromas, poniéndole gasolina al tanque sigilosamente. Cada mañana, le había añadido tres o cuatro tazas para que el indicador nunca marcara vacío.

Ernest Lipton casi llegó a enfadarse. Su pronunciamiento más duro fue:

– ¡Caramba! ¿Andan bromeando, o qué?

Durante semanas, sabía yo que sus amigos le andaban tomando el pelo, pero no podía intervenir. Sentía que no era asunto mío. Los que lo hacían eran sus amigos de toda la vida. Yo era recién llegado. Cuando vi la cara de herido y decepcionado que puso, y su incapacidad de enfadarse, sentí una ola de ansiedad y culpa. Me enfrentaba de nuevo a un viejo enemigo. Odiaba a Ernest Lipton y, a la vez, me gustaba inmensamente. Estaba indefenso.

La verdad de todo es que Ernest Lipton se parecía a mi padre. Sus lentes gruesos, su calvicie incipiente, su barbita gris que nunca se podía afeitar por completo, me traían a la mente las facciones de mi padre. Tenía el mentón fino y la nariz recta y puntiaguda. Al ver su incapacidad de enfadarse y darles un moquete a los bromistas, vi con toda claridad el parecido que tenía con mi padre, y eso llevó el asunto hacia el peligro.

Recordé cómo mi padre se había enamorado locamente de la hermana de su mejor amigo. La vi un día en un pueblo veraniego, tomada de la mano de un joven. Su madre los acompañaba. La joven parecía estar feliz. Se miraban los dos, embelesados. A mi ver, era el amor joven en su mejor momento. Cuando vi a mi padre le conté, gozando cada detalle con toda la malicia de mis diez años, que su novia tenía un novio de verdad. Se sobresaltó. No podía creerme.

– Pero, ¿ha hablado usted alguna vez con la chica? -le pregunté atrevidamente-. ¿Sabe ella acaso que usted la quiere?

– ¡No seas idiota, bestia enferma! -me espetó-. Con las mujeres no hay que andar con esas mierdas. -Me contempló con aire de niño consentido, el labio temblando de rabia-. ¡Es mía! ¡Debe saber que es mía sin que yo le diga nada!

Hizo esta declaración con la certeza de un niño que recibe todo en la vida sin tener que luchar por ello.

En la cima de mi forma, le di el golpe finaclass="underline"

– Bueno -le dije-. Creo que esperaba que alguien se lo dijera, y alguien acaba de llegar antes que usted.

Estaba preparado a saltar fuera de su alcance y echar a correr porque pensé que me iba a golpear con toda la furia del mundo, pero al contrario, sollozando, se desmoronó allí delante de mí.

Me pidió con llantos amargos que, como yo era capaz de hacer cualquier cosa, que por favor vigilara a la chica y que le contara todo.

Sentí un odio hacia él más allá de las palabras, y a la vez, lo amaba con una tristeza incomparable. Me maldije por haberle precipitado esa humillación.

Ernest Lipton me recordaba a mi padre a tal grado que dejé el trabajo, diciendo que tenía que regresar a la universidad. No quería llevar una carga mayor de la que ya llevaba sobre mis espaldas. Nunca había podido perdonarme el haberle causado a mi padre esa angustia y nunca lo había perdonado por ser tan cobarde.

Regresé a la escuela y empecé la gigantesca faena de reintegrarme a mis estudios de antropología. Lo que hacía tan difícil esta reintegración era el hecho de que si había alguien con quien hubiera trabajado con deleite y elegancia a causa de su toque admirable, su curiosidad aventurera, y su deseo de ampliar su conocimiento sin confundirse o defender posturas indefendibles, era alguien fuera de mi departamento, un arqueólogo. Fue a causa de su influencia que me interesé desde un principio en el trabajo de campo. Quizá porque iba al campo en verdad, literalmente a desenterrar información, su sentido práctico era un oasis de sobriedad para mí. Fue el único que me estimuló a seguir y hacer el trabajo de campo porque no tenía nada que perder.

– Piérdelo todo y lo ganarás todo -me dijo una vez-, el mejor consejo que jamás recibí en el mundo académico. Si seguía el consejo de don Juan y luchaba para corregir mi obsesión conmigo mismo, en verdad no tenía nada que perder y todo era ganancia. Pero esa posibilidad no existía para mí en aquel entonces.

Cuando le conté a don Juan la dificultad de encontrar un profesor con quien trabajar, su reacción fue, a mi parecer, violenta. Dijo que era un verdadero pedo y cosas peores. Me dijo lo que ya sabía; que si no fuera tan tieso podría trabajar a gusto con cualquiera en el mundo académico o en el mundo de los negocios.

– Los guerreros-viajeros no se quejan -prosiguió don Juan-. Toman todo lo que les da el infinito como desafío. Un desafío es eso, un desafío. No es personal. No puede interpretarse como maldición o bendición. Un guerrero-viajero o gana el desafío o el desafío acaba con él. Es mucho más excitante ganar, así es que ¡gana!

Le dije que era facilísimo que él lo dijera, pero que llevarlo a cabo era otro asunto y que mis tribulaciones eran insolubles porque se originaban en la incapacidad por parte de mis congéneres de ser consistentes.

– Los que te rodean no tienen la culpa -me dijo-. No tienen otra salida. La culpa es tuya, porque puedes contenerte, pero insistes en juzgarlos, desde un profundo nivel de silencio. Cualquier idiota puede juzgar. Si los juzgas, sólo puedes recibir lo peor de ellos. Todos nosotros como seres humanos estamos presos y es esa prisión la que nos hace comportarnos de tan mísera manera. Tu desafío es de aceptar a la gente como es. ¡Déjalos en paz!